DEL RANCHO A LA CIUDAD

Por Yessica Mariana Esquivel Rojas
Ciudad de México (Aunam). La sala que ha sido remodelada más de una vez espera todos los días al señor José Esquivel Anaya luego de un arduo día de trabajo; sentado frente al televisor siempre ve el mismo canal, De película, donde pasan las cintas memorables del cine mexicano que le hacen recordar su infancia en el campo: “yo sé hacer eso que pasan ahí, sé ensillar un caballo, aparejar un burro”, dice mientras Antonio Aguilar en su papel de Benjamín Argumedo alista su caballo.


Originario de Coroneo, un pequeño pueblo de Guanajuato, tuvo que viajar a la Ciudad de México a los 13 años pues la vida en el campo era muy pobre. A sus 68 años aún conserva memorias de su carrera trunca en el box y sus primeros trabajos, de cómo conoció a su esposa la señora Alicia Quintanar Elizalde y de su infancia en el campo.

“Cuando vine a México tenía roto el pantalón y venía sin zapatos, sin saber qué era un coche. Caminé y caminé hasta agarrar el autobús en la carretera pero solo llegaba a San Juan del Río; el cobrador quería que me regresara y le dije que no, que tenía que llegar a México”, contó el señor Esquivel, quien luego de dos días sin comer llegó a un puesto de tacos dónde preguntó por la dirección que llevaba.

José ha querido recordar el nombre de aquel hombre que lo ayudó y le dio de comer, pues recuerda que ese día era domingo de barbacoa: “Comí como nunca, sentía la comida hasta el cuello, pero quisiera saber quién era ese señor para agradecerle por todo”.

La colonia Puebla era la que buscaba, el señor de los tacos lo ayudó a conseguir un taxi que lo dejó en el zaguán de la casa; temeroso, esperó en la banqueta a su hermano Cirino quien al verlo, inmediatamente lo llevó a la peluquería y después al cine a ver una película de Pancho Villa. Así inició su travesía en la Ciudad.

“Estuve viviendo en la Romero, anduve trabajando todo el tiempo y así crecí”. Pero, sin duda, para el señor Anaya lo más difícil fue el accidente que sufrió a los 18 años y que lo alejó del ring, pues prometía ser un gran pugilista que incluso estuvo a punto de llegar a las Olimpiadas de 1968.

“Me explotó un bote dónde estaba cociendo carne, empezó a hervir y le puse una tapa para que no se saliera el agua, tenía un cincho y lo atornillé; se la pasó hierve y hierve hasta que vi la tapa chueca y fui a darle una vuelta. Me sacó volando hasta una pileta”, contó. Después de ese suceso, pasó mes y medio en el hospital sin saber lo que pasaba afuera.

Cuando se enteró de la medalla de oro obtenida por Ricardo Delgado en los Juegos Olímpicos de 1968, sintió más frustración pues meses antes lo había vencido en la Arena Coliseo. Sus ilusiones de representar a México y ser campeón habían quedado en el olvido por el accidente que había traído consigo graves consecuencias.

Esquivel perdió la vista por un mes, solo reconocía a las personas gracias a su voz; no podía caminar, necesitaba agarrarse de la pared para ir al baño pero una caída lo ayudó a recobrar el movimiento. Tuvo dos operaciones en las axilas, su piel había quedado pegada por la falta de movilidad y aunque se recuperó rápidamente, su peso le impidió regresar al box.

“Volví a entrenar pero mi peso era mucho, yo era peso gallo (54 kilos) y llegue a 72 que para mi estatura ya no. Me salí y seguí trabajando, como hasta la fecha”, recordó con una nostalgia que se notaba en sus ojos, pues con ese accidente su carrera como boxeador se truncó pero inició la etapa del trabajo arduo para lograr estabilidad económica y sentimental.

José Esquivel tuvo como primer trabajo un puesto de vísceras de res para después pasar al negocio del pescado que aprendió con su amigo y compadre Filemón; después quiso probar suerte en una cremería dónde no duró mucho tiempo debido al gran capital que se necesitaba para surtir el negocio y las bajas ganancias. Finalmente, supo que lo suyo era tener una marisquería.

En el puesto de mariscos, ubicado en el mercado Ignacio Zaragoza en Nezahualcóyotl, enseñó a sus cinco hijos a trabajar desde que eran niños; sin embargo ellos nunca supieron lo que era la vida en el campo ni de las carencias que su padre vivió durante su niñez, pues desde que nacieron la Ciudad ha sido su hogar.

Pero el trabajo no sólo le ayudó a lograr estabilidad económica, sino también sentimental: “a mi esposa la conocí por un amigo que me llevaba hielo, ella trabajaba en la papelería y como yo era muy gallardo, me rogaba demasiado”, dijo entre risas pícaras al recordar los inicios de su relación con la mujer con quien tuvo cinco hijos y hasta la fecha sigue casado.

A pesar de que lleva más de 50 años en la Ciudad, nunca olvida a su amado Coroneo donde vivió una infancia humilde pero bonita; gracias a “El jefe” (apodo que puso a su padre) aprendió todo lo que sabe del campo: desde amansar un caballo hasta ordeñar una vaca y cosechar.

Con un nudo en la garganta recordó su niñez, en medio del campo: “en la noche nos quedábamos entre la paja enterrados como topos, para que no se robaran el trigo, era una vida muy pobre pero muy bonita”. Una infancia marcada por las carencias, ya que sólo comían frijoles, tortillas hechas a mano y una molcajeteada de chiles; cuando era temporada comía nopales, quelites o nabos.

Desde niño, el trabajo de campo se volvió una actividad cotidiana pues cuando no había dinero subía al cerro con un burro para cargar leña y venderla en el pueblo; con sus huaraches de suela de llanta iba a trabajar con la parihuela (utensilio para transportar cosas pesadas entre dos personas) y corría sangre por sus rasposas manos, lo que le causaba pena al saludar a una muchacha.

Por sus orígenes humildes, Esquivel siente más orgullo al hablar de su paso por el box: “antes el box era un deporte limpio, ahora lo ven como negocio; llegaba uno arriba desde abajo y yo venía de muy abajo, supe lo que era el hambre”. Tenía una carrera prometedora que no duró mucho, pero que le dejó las mejores experiencias.

Mientras sonaba el corrido de Benjamín Argumedo, el señor José Esquivel Anaya recordaba esos momentos que marcaron su vida: se transportó a aquellos tiempos en los que, junto a sus hermanos, hacia luminarias con hierbas y cuidaba el trigo; cuando se subía al ring con esa fibra que traía para pegar; los días en los que junto a su amigo Filemón trabajaba honradamente.

Ahora a pesar de los años, no puede dejar el trabajo por qué resulta aburrido estar en casa. Con sus botines y sus pantalones vaqueros va todos los días a la marisquería el güero que con mucho esfuerzo tiene desde 1985; aún pasan los clientes y preguntan por don José, el hombre que logró todo sin tener nada, sólo una dirección en la colonia Puebla Donde lo esperaba su hermano Cirino.







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