38 Y CONTANDO, UNA VIDA DEDICADA AL MUSEO DE ANTROPOLOGÍA
Por José Efraín Salas Álvarez
Ciudad de México (Aunam). Suena el despertador, son las cinco de la mañana y es hora de levantarse para Juan Efrain Salas Muñoz, ya que debe alistarse para salir rumbo el trabajo, con sus setenta y cinco años de edad “Don Efra” como le llaman de cariño sus compañeros de trabajo, ha servido durante treinta y ocho años al Museo Nacional de Antropología.
“Entre a trabajar el primero de Mayo de 1980, inicie como operador cinematográfico (especialidad que actualmente no existe) en ese entonces manejaba proyectores de diapositivas de acetato y de cuerpos opacos, pero actualmente solo se usan proyectores conectados a computadoras, proyectando las diapositivas por medio de memorias USB”.
Se levanta de la cama aun con el pelo alborotado provocado por la almohada en su ya cabeza con ya muy pocos cabellos de color blanco, frunce el ceño, intentando encontrar sus lentes en medio de la oscuridad, toma la bata y se dirige al baño, al salir viste una boina negra, en conjunto de una camisa a cuadros color azul, un chaleco, pantalón color marrón, por supuesto, botines color negros, listo para desayunar aquel huevo a la mexicana que le ha preparado su esposa.
Durante el camino se muestra ansioso, pero entusiasmado, frota sus manos constantemente contra su pantalón, mientras mira a las personas pasar y con un tono suave en aquel rostro cansino menciona aquellos recuerdos de cuando fue a pedir trabajo al museo, en ese entonces el metro tenía pocas estaciones, esas épocas donde era más fácil transportarse en un pesero.
“Cuando fui a pedir empleo, recuerdo que mi madre me despidió en la parada de autobuses, en ese entonces vivíamos no muy lejos de la casa (Ubicada en Santa Cecilia, Tlalnepantla), ese día fue especial, desde que nos mudamos de San Luis Potosí, nunca había sentido tanta emoción por salir a buscar empleo”.
“Don Efra” nació en el municipio de Cerro de San Pedro, en San Luis Potosí, el primero de Febrero de 1945, su madre, Eleanor Muñoz, se convirtió en su todo, tras la muerte temprana de su padre, “Mi madre se convirtió en mi ángel, me ha cuidado inclusive después de su partida, guardo gratos recuerdos de ella, su forma de vernos, de hablarnos, de abrazarnos, así fue mi madre, sonriente”.
Llega a su destino, camina entre los pasillo del metro, sube los escalones sin prisa alguna, se toma su tiempo, no hay prisa alguna, es buen tiempo, por ello hace una parada rápida, se dirige hacia el Superama y compra varios bolillos, con una sonrisa en la boca apunta “Son para los polis del museo”, paga, se despide tanto de la cajera como de la empacadora y se dispone a salir, a unas cuantas calles se halla el museo.
Ya dentro, recorriendo sus pasillos hasta la llegada al auditorio que él tiene a su cargo (El Auditorio Fray Bernardino de Sahagún) recuerda el primer seminario que le tocó coordinar, él se encargó del acomodado de las mesas, del orden de las sillas, del audio, de la imagen, de cada detalle para que aquella ponencia sobre: “La lengua otomí, poesía y comunicación” saliera estupenda.
“Amo mi trabajo, amo el museo ya que es un lugar tan importante, en él se muestran los vestigios históricos de aquellos pueblos indígenas que aún conservan sus tradiciones, así como conocer acerca de temas de arqueología, etnografía, ser parte del trabajo de historiadores, maestros, grupos que visitan el museo, desde niños de primaria, de secundaria hasta personas que vienen del extranjero”.
Y es que después de haber pasado tantos años en aquel museo, miles de recuerdos deben brotar, miles de experiencias, de personas importantes, de buenos y malos momentos, mismos que él añora con gran fervor, tantos amigos que ha conocido, tantos compañeros, tantas oficinas, tantos cambios que ha presenciado dentro del museo conmueven a cualquiera.
“Debo confesar que una experiencia no tan grata ha sido la de darme cuenta de la poca importancia que le ponen algunos profesores al momento de llevar a sus grupos al museo, ya que no todos van con los conocimientos necesarios para saber qué es lo que están viendo en las distintas salas”.
Con cinco hijos y diez nietos, el señor Efraín sabe lo que es encargarse de la educación óptima para el desarrollo de cada uno de ellos, a pesar de que vivió en un tiempo en donde los niños podían trabajar, y los requisitos para encontrar empleo no eran tan altos, es consciente de que en este mundo la educación es un pilar, importante para el desarrollo de las personas.
“Yo solo terminé hasta la primaria…”, esto le llevó a vender combustibles cuando niño, “Yo armaba bolsas de papel con aserrín y petróleo para venderlas a diez centavos la bolsa, ese fue mi primer empleo”, pero a pesar de ello reconoce que existen excelentes docentes que le inculcan a los niños un amor enorme por nuestro pasado prehispánico, por cada cultura que nos hace tan diversos.
Cada que él recorre los pasillos, varias personas le saludan, policías, miembros de intendencia, jefes de otras áreas, trabajar tanto tiempo para una misma institución no es fácil, requiere de mucho es esfuerzo, de mucho sacrificio, pero al final de todo eso viene la recompensa, eso es lo que muestran las seis medallas que ha recibido por tanto tiempo dedicado al Museo.
“El museo es mi vida, me da un orgullo inmenso el poder trabajar aquí, en una institución tan grande a nivel nacional, un lugar que es visitado a diario tanto por turistas, como por personas provenientes de todas partes de la república debemos acercarnos a conocer sobre nuestra historia, sobre nuestras raíces, es importante para todos recordar de vez en cuando de donde provenimos”.
Lentamente se dirige al comedor, con la misma calma de siempre, el tiempo no corre rápido, al menos no en ese sitio, todo parece tan tranquilo, tan calmo, se sienta, mira la carta al mismo tiempo en el que se rasca el mentón, pero al voltear a ver el techo de aquel edificio se percata de una gotera, una gotera que ya es recurrente en muchos de los edificios del museo.
“No podemos progresar como país sin cultura” dijo, en un tono un poco serio y enojado, “La cultura es igual de importante que otros sectores, tales como el energético, el minero o el textil un país sin cultura es un país ignorante, no es posible que existan este tipo de imperfectos dentro de un recinto así, de estas magnitudes e importancia necesita más presupuesto para su mantenimiento”.
De vuelta al auditorio, siendo ya casi las cuatro de la tarde de un miércoles en el Museo, la gente se empieza a ir de a poco, las planchas, las salas, los auditorios, todos empiezan a vaciarse, el silencio que de apoco se hace presente se hace cada vez más abrumador, cada vez más presente, hasta que eventualmente no queda casi nadie dentro de los pasillos.
Es ahí cuando “Don Efra” hace del museo una fuente de sus grandes pasiones, saca la cámara con la que siempre carga en caso de que se presente la situación adecuada y dispara, esta vez contra la fuente que se encuentra justo en medio del museo, el “paraguas” se le conoce coloquialmente, desde joven, ha ejercitado ese gusto por la fotografía.
“Fue pura casualidad el que yo encontrara a la fotografía, sigue siendo un gusto bastante caro” dijo mientras sonreía con una acento sarcástico, “Aunque ahora con cualquier celular puede ponerse el título de fotógrafo, sin realmente sentir una verdadera pasión por la fotografía, en mis ratos libres salgo a caminar, al lago, al parque, busco cualquier cosa que se pueda fotografiar, y la tomo”.
Pero una vez que el tiempo se agota para tomar las fotografías, es necesario volver al auditorio, solo para dejar todo en orden antes de irse, ya no había más conferencias programadas para ese día así que podía salir temprano, regreso al auditorio, con el mismo paso semilento, tranquilo, dejando una sensación de paz a su paso.
Tomó su chaleco, se colocó la boina en la cabeza y cerró el auditorio, no sin antes apagar todas las luces del recinto, se dirige a la entrada, dispuesto a tomar el mismo camino por el cual llegó hace unas cuantas horas atrás, dispuesto a irse abandona el Museo, esperando a volver el día siguiente, con las mismas ganas, con el mismo deseo de seguir trabajando en aquel sitio mágico para él.
Ciudad de México (Aunam). Suena el despertador, son las cinco de la mañana y es hora de levantarse para Juan Efrain Salas Muñoz, ya que debe alistarse para salir rumbo el trabajo, con sus setenta y cinco años de edad “Don Efra” como le llaman de cariño sus compañeros de trabajo, ha servido durante treinta y ocho años al Museo Nacional de Antropología.
Medallas por todos sus años de trayectoria en el museo. |
“Entre a trabajar el primero de Mayo de 1980, inicie como operador cinematográfico (especialidad que actualmente no existe) en ese entonces manejaba proyectores de diapositivas de acetato y de cuerpos opacos, pero actualmente solo se usan proyectores conectados a computadoras, proyectando las diapositivas por medio de memorias USB”.
Se levanta de la cama aun con el pelo alborotado provocado por la almohada en su ya cabeza con ya muy pocos cabellos de color blanco, frunce el ceño, intentando encontrar sus lentes en medio de la oscuridad, toma la bata y se dirige al baño, al salir viste una boina negra, en conjunto de una camisa a cuadros color azul, un chaleco, pantalón color marrón, por supuesto, botines color negros, listo para desayunar aquel huevo a la mexicana que le ha preparado su esposa.
Durante el camino se muestra ansioso, pero entusiasmado, frota sus manos constantemente contra su pantalón, mientras mira a las personas pasar y con un tono suave en aquel rostro cansino menciona aquellos recuerdos de cuando fue a pedir trabajo al museo, en ese entonces el metro tenía pocas estaciones, esas épocas donde era más fácil transportarse en un pesero.
“Cuando fui a pedir empleo, recuerdo que mi madre me despidió en la parada de autobuses, en ese entonces vivíamos no muy lejos de la casa (Ubicada en Santa Cecilia, Tlalnepantla), ese día fue especial, desde que nos mudamos de San Luis Potosí, nunca había sentido tanta emoción por salir a buscar empleo”.
“Don Efra” nació en el municipio de Cerro de San Pedro, en San Luis Potosí, el primero de Febrero de 1945, su madre, Eleanor Muñoz, se convirtió en su todo, tras la muerte temprana de su padre, “Mi madre se convirtió en mi ángel, me ha cuidado inclusive después de su partida, guardo gratos recuerdos de ella, su forma de vernos, de hablarnos, de abrazarnos, así fue mi madre, sonriente”.
Llega a su destino, camina entre los pasillo del metro, sube los escalones sin prisa alguna, se toma su tiempo, no hay prisa alguna, es buen tiempo, por ello hace una parada rápida, se dirige hacia el Superama y compra varios bolillos, con una sonrisa en la boca apunta “Son para los polis del museo”, paga, se despide tanto de la cajera como de la empacadora y se dispone a salir, a unas cuantas calles se halla el museo.
Ya dentro, recorriendo sus pasillos hasta la llegada al auditorio que él tiene a su cargo (El Auditorio Fray Bernardino de Sahagún) recuerda el primer seminario que le tocó coordinar, él se encargó del acomodado de las mesas, del orden de las sillas, del audio, de la imagen, de cada detalle para que aquella ponencia sobre: “La lengua otomí, poesía y comunicación” saliera estupenda.
“Amo mi trabajo, amo el museo ya que es un lugar tan importante, en él se muestran los vestigios históricos de aquellos pueblos indígenas que aún conservan sus tradiciones, así como conocer acerca de temas de arqueología, etnografía, ser parte del trabajo de historiadores, maestros, grupos que visitan el museo, desde niños de primaria, de secundaria hasta personas que vienen del extranjero”.
Y es que después de haber pasado tantos años en aquel museo, miles de recuerdos deben brotar, miles de experiencias, de personas importantes, de buenos y malos momentos, mismos que él añora con gran fervor, tantos amigos que ha conocido, tantos compañeros, tantas oficinas, tantos cambios que ha presenciado dentro del museo conmueven a cualquiera.
“Debo confesar que una experiencia no tan grata ha sido la de darme cuenta de la poca importancia que le ponen algunos profesores al momento de llevar a sus grupos al museo, ya que no todos van con los conocimientos necesarios para saber qué es lo que están viendo en las distintas salas”.
Con cinco hijos y diez nietos, el señor Efraín sabe lo que es encargarse de la educación óptima para el desarrollo de cada uno de ellos, a pesar de que vivió en un tiempo en donde los niños podían trabajar, y los requisitos para encontrar empleo no eran tan altos, es consciente de que en este mundo la educación es un pilar, importante para el desarrollo de las personas.
“Yo solo terminé hasta la primaria…”, esto le llevó a vender combustibles cuando niño, “Yo armaba bolsas de papel con aserrín y petróleo para venderlas a diez centavos la bolsa, ese fue mi primer empleo”, pero a pesar de ello reconoce que existen excelentes docentes que le inculcan a los niños un amor enorme por nuestro pasado prehispánico, por cada cultura que nos hace tan diversos.
Cada que él recorre los pasillos, varias personas le saludan, policías, miembros de intendencia, jefes de otras áreas, trabajar tanto tiempo para una misma institución no es fácil, requiere de mucho es esfuerzo, de mucho sacrificio, pero al final de todo eso viene la recompensa, eso es lo que muestran las seis medallas que ha recibido por tanto tiempo dedicado al Museo.
“El museo es mi vida, me da un orgullo inmenso el poder trabajar aquí, en una institución tan grande a nivel nacional, un lugar que es visitado a diario tanto por turistas, como por personas provenientes de todas partes de la república debemos acercarnos a conocer sobre nuestra historia, sobre nuestras raíces, es importante para todos recordar de vez en cuando de donde provenimos”.
Lentamente se dirige al comedor, con la misma calma de siempre, el tiempo no corre rápido, al menos no en ese sitio, todo parece tan tranquilo, tan calmo, se sienta, mira la carta al mismo tiempo en el que se rasca el mentón, pero al voltear a ver el techo de aquel edificio se percata de una gotera, una gotera que ya es recurrente en muchos de los edificios del museo.
“No podemos progresar como país sin cultura” dijo, en un tono un poco serio y enojado, “La cultura es igual de importante que otros sectores, tales como el energético, el minero o el textil un país sin cultura es un país ignorante, no es posible que existan este tipo de imperfectos dentro de un recinto así, de estas magnitudes e importancia necesita más presupuesto para su mantenimiento”.
De vuelta al auditorio, siendo ya casi las cuatro de la tarde de un miércoles en el Museo, la gente se empieza a ir de a poco, las planchas, las salas, los auditorios, todos empiezan a vaciarse, el silencio que de apoco se hace presente se hace cada vez más abrumador, cada vez más presente, hasta que eventualmente no queda casi nadie dentro de los pasillos.
Es ahí cuando “Don Efra” hace del museo una fuente de sus grandes pasiones, saca la cámara con la que siempre carga en caso de que se presente la situación adecuada y dispara, esta vez contra la fuente que se encuentra justo en medio del museo, el “paraguas” se le conoce coloquialmente, desde joven, ha ejercitado ese gusto por la fotografía.
“Fue pura casualidad el que yo encontrara a la fotografía, sigue siendo un gusto bastante caro” dijo mientras sonreía con una acento sarcástico, “Aunque ahora con cualquier celular puede ponerse el título de fotógrafo, sin realmente sentir una verdadera pasión por la fotografía, en mis ratos libres salgo a caminar, al lago, al parque, busco cualquier cosa que se pueda fotografiar, y la tomo”.
Pero una vez que el tiempo se agota para tomar las fotografías, es necesario volver al auditorio, solo para dejar todo en orden antes de irse, ya no había más conferencias programadas para ese día así que podía salir temprano, regreso al auditorio, con el mismo paso semilento, tranquilo, dejando una sensación de paz a su paso.
Tomó su chaleco, se colocó la boina en la cabeza y cerró el auditorio, no sin antes apagar todas las luces del recinto, se dirige a la entrada, dispuesto a tomar el mismo camino por el cual llegó hace unas cuantas horas atrás, dispuesto a irse abandona el Museo, esperando a volver el día siguiente, con las mismas ganas, con el mismo deseo de seguir trabajando en aquel sitio mágico para él.
Leave a Comment