LA CARA ANTIGUA DE LA MUERTE

Por Katia Morales Marcelino
México (Aunam). A las dos de la tarde, la salida de la estación del metro Cuatro caminos, escupe y traga gente. Cientos de personas cruzan sus caminos en los torniquetes, unos salen y otros llegan. Los que entran no saben que el transporte avanza más lento de lo normal y los que salen, no prevén que el día es más soleado y caluroso de lo tolerable.


Un pasillo se extiende justo antes de llegar a la Calzada Ingenieros Militares. A lo largo, diminutos locales atiborrados de “maquinitas traga monedas” y una que otra improvisada “boutique” con fayuca. Los más solicitados son los negocios de comida con sus típicas gorditas de chicharrón que escurren caliente y rico aceite; así como las inigualables “flautas” adornadas con sustanciosa crema y sospechosa lechuga.

Cuando por fin los locales se quedan atrás, la Calzada aparece en toda su extensión. A los lados, miles de “combis” se encuentran formadas para llevar a sus inquietos y sudados pasajeros. Los choferes se tornan renuentes a dar el paso a los peatones y exasperados comienzan a pitar y chiflar a la combi de enfrente. Debe ser el sol, su intensidad pone de mal humor a cualquiera.

El cruce con la Calzada México–Toluca inicia cuatro calles más adelante. En el camino, las personas siguen fluyendo y con ellas pequeños “puestos” de tacos de procedencia dudosa: “¡Llebele [sic] 3 X 10!”, dice su propaganda.

La llegada


A mano derecha en la intersección y media calle más, el Foto Museo Cuatro Caminos tiene sus puertas abiertas al público. Rubén Mejía es el encargado de la recepción. No tiene más de veinticinco años, pero las sombras debajo de sus ojos y la expresión con un tono de desagrado contrastan en su rostro juvenil.

En la entrada, el nombre de una de las exposiciones activas en el museo, da una grata bienvenida. “ENRIQUE METINIDES. EL HOMBRE QUE VIO DEMASIADO”, se encuentra escrito con letras negras que resaltan con la amplia e impecablemente blanca pared de diez metros por tres de alto

A los pies de ésta, una ambulancia propia de los años 60, completamente blanca con excepción de una cruz roja en un lado con la leyenda “Cruz Roja Mexicana”. Su delantera es de tipo Volkswagen, pero más alargada. Reluciente y brillante, como si los años no hubieran pasado por ella. “Toda una reliquia, pero de las que más vidas salvaron”, dice Ilse Portales, joven encargada de dar informes sobre el vehículo.

A lo largo de la pared, una pequeña muestra de lo que se espera de la exposición fotográfica –con temática en Nota Roja- de Jaralambos Enrique Metinides Tsironides, afamado fotógrafo mexicano de los años cincuenta. Al fondo, una foto en blanco y negro de un accidente automovilístico. Son tres jóvenes a los pies de un convertible. Dos de ellos aparentemente muertos y el otro, con un severo golpe en la cabeza; fumando un cigarro y tomando en brazos a uno de sus compañeros. Está volteado hacia uno de los dos policías posicionados al lado suyo.

Mirada a la muerte


La sección derecha del museo es enorme –aproximadamente mil metros cuadrados de superficie-. Está conformada por altos techos negros, con luces empotradas e inmaculadas paredes blancas. De acuerdo con el portal online del museo, el lugar fue un proyecto de remodelación iniciado en 2012, por parte de la Fundación Pedro Meyer, sobre una antigua nave industrial que se encargaba de fabricar plástico, en la década de los cuarenta.

Las paredes se encuentran tapizadas por 120 obras que el fotógrafo ha realizado durante casi setenta años. Todas ellas, enmarcadas en cuadros negros de tamaño similar –cuarenta centímetros por sesenta-. Pareciera que lo formal del marco tratara de mitigar lo impactante que cada una de las imágenes conserva.

De acuerdo a la Asociación Mexicana de Investigadores en Comunicación las imágenes de nota roja se caracterizan por la dramatización, exaltación y descontextualización de la violencia. Expone la tragedia, la exhibe. Podría hablarse, entonces, de una clara caracterización de las obras: accidentes automovilísticos, crímenes pasionales, delincuencia y/o riñas y, no menos importante, imágenes que retratan el dolor de la sociedad.

Después de los primeros diez cuadros, los nervios comienzan a flaquear. La imagen de lo inevitable, un robo y asesinato dentro del bosque del Chapultepec en 1995. Un joven tirado boca abajo, no se ve que ha sido apuñalado tres veces. Pareciera que sólo duerme.

Primera mueca de horror: la muerte de Adela Legarreta Rivas. La periodista mexicana quedó “prensada” de la cadera a los pies en su vehículo, un 29 de abril de 1979; su manicure y peinado, están casi intactos.


Segunda mueca de horror: Jesús Bazaldúa, un joven ingeniero de telefonía, se encuentra suspendido de uno de esos viejos postes de luz de los años setenta. Su brazo y pierna deshechos por sesenta mil voltios. La maraña de cables contrasta con el cielo de fondo.

Primera mueca de desconcierto: Gregoria Cruz habla con un policía, se ha vuelto en una homicida. Tirada sobre la calle Tacuba, Tiburcia González ya no respira, tiene una puñalada en el estómago. En ese tiempo las mujeres indígenas tenían como modo de subsistencia, la venta de dulces y Tiburcia vendía el mismo tipo que Gregoria, algo inimagible para 1968.

Pasados los cuadros que ocasionan un sentimiento de horror, comienzan a aparecer aquellos que obligan a la empatía y al dolor, a la inevitable sensación de tener un nudo en la garganta. Una madre indígena de los años sesenta está en la sala de espera de la Cruz Roja de la Colonia Roma, tiene sangre en cara y ropa. No es su sangre, sino de su pequeño de dos años que acaba de ser atropellado por un autobús. Esta inconsciente.

Por último, uno de los más impactantes. La parte trasera de un automóvil de los cincuenta, en su interior una mujer y a su lado un niño de tres años. Su coche acaba de chocar contra un camión, nadie sobrevivió. Todos los vidrios están rotos, la gente trata de mirar a través de ellos.

Mirada al presente


Después de dos horas se comienza a estar harto y perturbado del nivel de violencia y muerte que puede llegar a ser captado por una cámara. Después del último vistazo y del estado de ensoñación y horror, se comienzan a notar más voces en el lugar. Más personas están admirando las obras, en comparación con las seis que estaban a las dos y media, cuando Rubén levantó la vista e invitó a pasar.

“Me mandaron para mi clase de Artes. Vine con mi novia. Espero que salgamos rápido”, dice Edgar Cruz, estudiante de secundaria. Acto seguido, voltea hacia la chica delgada con un audífono en el oído que está a su espalda y le sonríe.

Actualmente se dice que la violencia va en aumento. El sociólogo Fernando Escalante comenta que más bien ha habido un incremento de la exposición pública de la violencia, así como de sus perfiles de actuación. Ahora se representa a la muerte en sus formas más brutales: tortura, descabezamiento, descuartizamiento. El día a día del país se pierde entre las primeras planas, con la imagen más sangrienta que se haya podido fotografiar.




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