OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO: FORMADOR DE FORMADORES, MAESTRO DE INTELECTUALES

Por Daniela Lemus
México (Aunam). Octavio Rodríguez Araujo es un hombre de aproximadamente 1.70 de estatura. En el momento del encuentro llevaba puestos unos pantalones obscuros y una camisa a cuadros. El cabello que conserva mantiene un color obscuro, no así su barba y ceja se observan totalmente blancas.

Con una mirada penetrante, agresiva, enmarcada por sus cejas pobladas y sombreada por sus profundas y largas ojeras caminaba con porte seguro por los pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM.

El doctor en Ciencia Política recordó su infancia con un aire de melancolía. Sus ojos se cristalizaban, opacaban, encendían y brillaban, dependiendo de la respuesta.

Siempre con un gran sentido del humor, cada palabra, cada anécdota, cada sonrisa describen la vida de uno de los intelectuales más reconocidos de la izquierda mexicana y de la vida política del país.

La UNAM le otorgó el Premio Universidad Nacional en Docencia en Ciencias Sociales en 1992 y fue distinguido como Profesor Emérito en el 2004. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 1984, actualmente con nivel 3. Es miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias y da clases en la FCPyS.

Nos citó en el salón 208, del edificio A, en la FCPyS. Un lugar que podría ser denominado “su hábitat natural”. El doctor, de 71 años, lleva 46 como académico. Gibrán Ramírez, su actual adjunto, lo describió como un “formador de formadores y un maestro de intelectuales”.

En el momento en que pisó el salón su presencia impuso silencio. Se acercó a su escritorio, se dirigió a Gibrán y le dijo “estas chicas quieren una entrevista, cómo negárselas”. Se sentó, esperó a que nos acercáramos y dijo: “Ustedes preguntan, yo contesto”…

Lo normal y no normal de su niñez

Nací en Puebla el 17 de marzo de 1941. Nueve meses después, como yo no tenía independencia ni autonomía locomotriz, mis padres me llevaron a Saltillo, Sabinas y a Piedras Negras (Coahuila). Creo que entre Sabinas y Piedras Negras estuve un año en la Ciudad de México. Lo recuerdo porque estaba en el kínder Brígida Alfaro en la colonia del Valle, donde, por cierto, también estuvo Carlos Salinas de Gortari, pero muchos años después.

Me desarrollé con la Segunda Guerra Mundial. Cuando era niño, quería ser japonés y todas las mañanas me jalaba los ojos. Me caían bien, en cambio ahora no los soporto. También quise ser bombero y superhéroe.

El doctor prendió su primer cigarro en cuanto inició la entrevista. Reía y se rasgaba los ojos, recordando sus deseos cuando infante. Contaba su contexto detalladamente, de manera lenta, tratando de que entendiéramos cada una de sus palabras.

Mi niñez fue normal, pero como todas las niñeces: difícil. Los niños creen que todo está en contra de ellos, se creen el centro de la Tierra, del universo y de las galaxias cibernéticas; consideran que el mundo gira a su alrededor y siempre se sienten culpables o no culpables de todo lo que pasa. Los niños sufren mucho y van a sufrir más si el planeta sigue como va.

Lo que no era normal, si lo vemos con la óptica de ahora, era el mundo en el que vivíamos. Un mundo lleno de restricciones. Obviamente, del sexo no se hablaba; malas palabras, como se decía antes, eran impensables en la gente decente. Sexualmente no había libertad, no existía la píldora anticonceptiva, las mujeres eran sumisas, subordinadas en muchos sentidos: llegaban vírgenes o aspiraban a llegar vírgenes al matrimonio. Para un niño inquieto y en desarrollo hormonal ese ambiente era todo un suplicio. No había forma del desahogo natural de un adolescente. Me hubiera gustado, en ese sentido, mejor vivir ahora que antes. A partir de 1964 los tiempos fueron cambiando mucho: llegó la píldora anticonceptiva y se perdió el temor al embarazo. Claro, no existía el SIDA, había enfermedades de transmisión sexual pero todas se curaban con penicilina. En mi novela Entre Pasiones y Extravíos narro cómo vivimos esa época.

Al recordar la llegada de la píldora anticonceptiva y los cambios sociales que esto suscitó miraba hacia el techo, se reacomodaba en su asiento. Cuando habló de sus amigos sus ojos brillaron, se hizo hacia delante y se preparó para su segundo cigarro.

Yo era adelantado a mi edad. Desde muy niño mis amigos eran mayores que yo, todos, siempre. A los quince años tenía amigos de treinta y cuarenta. La primera vez que tuve amigos de mi edad fue cuando entré a la FCPyS, y casi me lo propuse. Fue muy bueno que tuviera amigos mayores porque no quería ser como ellos: vagos de billar, vendedores de licuadoras, aspiradoras, o, en el mejor de los casos, de automóviles. Gente con un futuro precario. Resolví hacer estudios de ingeniería, para descubrir que mis aptitudes no eran compatibles con la carrera. Nunca fui bueno para las matemáticas, si te sirve de algo saberlo, pero hacía mi esfuercito.

“De los parientes y el sol entre más lejos mejor”

Mi padre se dedicó a muchas cosas. Fue empresario, tenía trailers de carga y eso fue lo que motivaba mucho nuestro cambio de residencia; las rutas de los trailers, no sé si ustedes lo sepan, se compran. También trabajó como funcionario del departamento del Distrito Federal y volvió a la minería pero ya no como trabajador si no como propietario en la sierra norte de Puebla. Le fue mal económicamente, pero él como todos los mineros, esperaba encontrar una pepita de oro de un kilo y con eso salir adelante. Cuando lo conocí ya estaba casado y derecho pero su juventud fue muy accidentada. Era un hombre muy fuerte: deportista, no bebía nada, nada de alcohol. No sé si era mujeriego, eso es difícil captarlo en los padres ¿no?

Mi madre era de una familia burguesa venida a menos. Mi abuelo fue gobernador de Querétaro, cuando le dieron golpe de Estado tuvo que emigrar a Nueva York con mi madre y varios de mis tíos. Durante algunos años tuvieron que estar exiliados, entonces la situación económica cambió. Mantenía un nivel aristocrático para los estándares de los años veinte. Ella era cantante de ópera y tocaba el piano.

Mientras el doctor hablaba de su madre, se fumó su tercer cigarro. Abría su cajetilla de plata, sacaba su encendedor y lo prendía con una gran sonrisa. El humo que salía de su boca se difuminaba lentamente, el humo de la bocanada siguiente se le sumaba y le ayudaba a no desaparecer.

Mi mamá se preocupaba por mi actividad política, yo tuve entrenamiento guerrillero, bueno creía que estaba en entrenamiento guerrillero. Ella no se dormía hasta que yo llegaba a las cuatro de la mañana de las fábricas, íbamos allá a entregar periódico y propaganda. Le di a leer La madre de Gorki, no sé si ustedes la hayan leído, es un librazo: una madre se compromete con la actividad política de su hijo. A partir de entonces dormía muy tranquila. Dejó de preocuparse de lo que pudiera pasarme. Digamos que se izquierdizó. Cuando fui representante de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional de Venezuela en México, mi madre, que era voluntaria de los hospitales del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), reproducía ahí los periódicos. No sé si lo hacía por amor a su hijo o por razones políticas.

Todos mis parientes, sobre todo los Araujo, son de derecha. No me llevo con ninguno de mis primos ni los tolero, es más ni los busco. Todos son pro-empresariales, reaccionarios de golpe de pecho, católicos exagerados. Los Rodríguez son una familia muy desperdigada que está, sobre todo, en el norte del país; entonces no los veo desde hace treinta años, ni me interesa verlos. Soy poco familista, de los parientes y el sol entre más lejos mejor.

En casa de mis padres nunca hubo televisión: “la televisión no te va a enseñar nada, en cambio los libros sí”, decían. El énfasis estaba en los libros y la música. Aprecié la música clásica desde muy niño, cuando vivíamos en Monterrey: el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) organizaba los conciertos de la Sociedad Artística Tecnológica, una serie cada año, traían a las mejores orquestas, los mejores ballets, pianistas y solistas del mundo. Vi, por ejemplo, a Tamara Toumanova en El lago de los cisnes; oí a Rubinstein, a los grandes pianistas de aquellos años. La música propiamente dicha me sigue gustando aunque ahora me he ampliado, oigo hasta salsa.

Viví entre libros toda mi infancia y la adolescencia. Leía todo el tiempo: cuando me enfermaba o estaba de vacaciones leía treinta o cuarenta novelas. Me encerraba en la sierra con una lámpara Coleman y me llevaba un montón de libros; leía hasta que se acababa la gasolina, me dormía y al día siguiente volvía a llenar la lámpara. Era un gran lector desde niño. Eso se lo debo a mis padres que eran grandes lectores.

Quedaban dos cigarros más, sus manos se separaban pocas veces de la cajetilla. Cuando lo hacían, el doctor las empleaba para hacer énfasis a sus palabras.

Vida académica de un académico

El kínder lo tengo muy presente porque le rompí la cara a un niño con una pala. Ya saben, había una caja de arena. Me hizo enojar y yo era muy impulsivo. Me expulsaron por pegarle, esa fue la primera expulsión que sufrí; después hubo otras pero esas fueron después… En Piedras Negras, Coahuila, estudié en el Colegio Apolonio M. Avilés. De ahí nos fuimos a vivir a Monterrey. Mi madre pensó que Piedras Negras era una ciudad muy pequeña para el desarrollo de dos niños, mi hermana, que era tres años mayor, y yo.

No disfrutaba que me cambiaran de ciudad y de escuela porque dejaba de ver a los amigos que iba haciendo. Eso me entristecía. Uno se acostumbra a la escuela, a ciertos maestros, a los compañeros, los amigos y de repente lo desarraigan a uno. Cuando yo tuve hijos, por ejemplo, los tuve siempre en la misma escuela desde el kindergarten hasta que salieron del bachillerato, y siempre en la misma ciudad y en la misma residencia, hasta que cumplieron treinta años.

En Monterrey entré al Colegio Justo Sierra, escuela semi-militarizada, porque estaba cerca de la casa a tres o cuatro cuadras en el centro de la ciudad. Me expulsaron por pelearme con otro estudiante, yo era muy peleonero. Pasé al Franco Mexicano, de maristas. También tenía problemas. Yo fumaba ya entonces y lo hacia en el campus del Colegio. Los maristas se enojaban, pero no les hacía caso. Ahí estudié primero y segundo de secundaria.

He tenido muchos defectos. Siempre fui rebelde y peleonero. Hasta que un día un amigo de mi hermana me dijo:

– Ya deja de pelearte, te estás volviendo el espectáculo semanal de la escuela
– No, pues es que me vio feo
– Pues sí, pero no les hagas caso

Al ser mayor que yo, lo respeté y dejé de pelearme.

Mis padres decidieron venirse a la ciudad de México y entré en el Instituto Patria, de los jesuitas de la Ibero. Ahí me querían expulsar porque era ateo. Les pareció un poco molesta mi presencia y me lo hicieron saber. Me cambié a la Secundaria Número Tres conocida como la de Los Niños Héroes de Chapultepec. Suena cursi, pero era la mejor secundaria del Distrito Federal y era del gobierno. Ahí estudiaron: Luis Echevarría, José López Portillo, Carlos Salinas, José Luis Reyna, digo everybody. Era LA secundaria. Me costó trabajo que me admitieran, mis padres tuvieron que mover influencias en la Secretaría de Educación Pública (SEP).

Estudié en la Preparatoria Número 5. Estando ahí, en 1957, fue la última vez que peleé. Me fue muy mal. Desde entonces lo hago verbalmente y por escrito, es más inofensivo, más divertido y a veces hasta me aplauden. Terminé el bachillerato en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), donde comencé la carrera de Ingeniería Mecánica.

De 1961 a 1965 estudió la licenciatura en Ciencia Política y Administración Pública. Se tituló en 1968, y en 1973 su tesis, que se enfocaba en el Partido Comunista Mexicano, se publicó como libro, editado por El Caballito.

En 1967 inició su maestría sobre Investigación de Operaciones en la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Al mismo tiempo estudió su doctorado, primero en Administración Pública y luego en Ciencia Política. Escogió doctorarse en esta última especialidad.

“La otra cuerda que jalaba de mí”

En Monterrey tenía amigos centroamericanos y sudamericanos exiliados, algunos de ellos comunistas, sin que yo supiera exactamente qué era eso. Tenía otros que eran eruditos en Nietzsche, Goethe, Schopenhauer. Me fui metiendo a la filosofía alemana, me impresionaba mucho. Aprendí con ellos, no en la escuela. Me fui politizando y más a partir de mi ingreso en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas de la UNAM, hoy Facultad.

Tuve profesores que me acercaron al marxismo. Me motivaron a estudiarlo, porque yo tenía influencias de Nietzsche, y de repente me a Marx. Me puse a estudiar al joven Marx, como se le suele llamar. Antes había mucho debate, no como ahora, eso me obligaba a estudiar mucho más para poder derrotar a mis contrincantes.

Al decir esto buscó otro cigarro, se dio cuenta que se le habían acabado y sacó de su pantalón una cajetilla nueva, dijo: “no se asusten, traigo más”.

Luego me acerqué a los espartaquistas, disidentes del partido comunista: José Revueltas, González Rojo, etc. Fui militante espartaquista, sí. Entré porque un día iba en un camión, como cualquier pasajero discutiendo con un compañero, y atrás de nosotros venía sentado un dirigente espartaquista, nos venía oyendo y nos regaló unos folletitos. Me llamó mucho la atención, me puse a leer. Así me fui metiendo. Con el argumento de que iba a hacer mi tesis, dejé la militancia. Ya no soy militante. Vivo muy a gusto como profesor, como académico. Los militantes, si asumen seriamente su militancia, tienen que seguir la línea del partido; si no la van a seguir, entonces no se metan. Soy defensor de los partidos como tales pero no voy a comprometerme con uno. Me comprometo con una idea y me comprometo políticamente con lo que representa esa idea.

A partir de su mirada podíamos ver su denuncia ante lo absurdo de militar sin vocación.

Al Trotskismo me acerqué años después, cuando era funcionario de Pemex. Siempre de manera clandestina. Para no ser absorbido por la burocracia. Pagan muy bien, es muy fácil perder la conciencia por esos salarios. Me quise defender y busqué a mis amigos trotskistas, me acerqué a ellos sin militancia, pero en colaboración. Esa otra cuerda jalaba de mí y fue la que terminó ganando. Dejé Pemex aunque ahí tenía base y una buena plaza.

Los maestros que probablemente tuvieron mayor influencia en mí fueron: Víctor Flores Olea, Mario Monteforte Toledo, Francisco López Cámara, Enrique González Pedrero, Pablo González Casanova, este último influyó más después de que fue mi profesor- comentó con admiración.

Ricardo Pozas, también, él nos hizo ir a la realidad del país, a conocerla. Nosotros le propusimos ir a la región del norte del país. Esa zona era muy atractiva, ahí estaban las contradicciones más grandes del país –dijo con un aire de rebeldía . En ese norte del progreso vivían los pobres más pobres de México. Comían hasta lagartijas y raíces. Durante años, en las carreteras de San Luis Potosí, uno veía gente pidiendo limosna a pleno sol durante todo el día y los coches pasaban a 150 km por hora con la absoluta indiferencia de sus conductores.

El director, Pablo González Casanova, se negó a que fueramos como grupo a esa zona. Habían matado en la zona candelillera de Coahuila a un egresado de la Escuela de Ciencias Políticas que fue a trabajar con los campesinos; existía ese antecedente y era peligroso. Ricardo Pozas lo convenció. Pozas tenía cara de viejito bondadoso pero los pantalones muy bien puestos.

Mi vida como docente

Mi vida como docente empezó cuando me titulé, el 12 de julio de 1968. Yo era ayudante de Miguel Duhalt Krauss en el departamento de Administración Pública y ya estaba a cargo de clases, quizás por escasez de profesores. Después del movimiento estudiantil de ese año, y de que el ejército allanara mi cubículo, dejé la docencia. Hace ya varios años me reconcilié con ella.

El doctor se desempeñó en la FCPyS como coordinador del Centro de Investigaciones en Administración Pública y jefe de la División de Estudios de Posgrado (1970-1984), donde creó el Centro de Educación Continua.

Ha impartido más de 140 cursos y seminarios en su facultad, además de otros en varias universidades de México, Estados Unidos, España, Nicaragua, Francia y Argentina.

Aparte de sus cursos, ha sido invitado a dictar conferencias en diversas instituciones nacionales y extranjeras. Entre las nacionales, prácticamente, en todas las universidades públicas del país; y en el extranjero, en Bogotá (Colombia), Caracas (Venezuela), La Habana (Cuba), Managua (Nicaragua), Río de Janeiro (Brasil), Londres y Edimburgo (Gran Bretaña), Milán (Italia), Szeged (Hungría), San Diego, El Paso, San Antonio y Nueva York (Estados Unidos), Rosario y Buenos Aires (Argentina), Santiago (Chile), Madrid, Coruña y Santiago de Compostela (España), Berlín (Alemania), Serpa (Portugal).

“El que va a ser escritor va a ser Octavio”

El periodismo para mí siempre fue un imán. Mis paradigmas eran los profesores que escribían en la revista Política, la mejor revista en su género que ha habido en México desde la Segunda Guerra Mundial. Yo leía a los tres cochinitos: Flores Olea, González Pedrero y López Cámara, los llamábamos así sólo porque eran tres. Los apodos simples de entonces.

Cuando vino la caravana ixtlera-candelillera a la Ciudad de México para entrevistarse con López Mateos, que era Presidente, estábamos en frente de Los Pinos y salió Humberto Romero, el secretario particular, para decirnos que el Presidente no nos podía recibir porque “tiene una entrevista con un boxeador”. Hubo enojo. Nos reunimos los estudiantes y los líderes con Ricardo Pozas en un pequeño grupo y dijimos “¿qué hacemos?”. Ricardo Pozas dijo: “nos enfrentamos, finalmente moriremos los de mero adelante nada más”. Alfredo Jaime, el líder de los ixtleros, no quiso. Fuimos a la Confederación Nacional Campesina (CNC) donde le pusieron moño negro a Zapata en la entrada. Los campesinos con sus manos grandes, que parecían tortas por el tallado del ixtle, lloraron. Pozas tenía razón: si nos hubiéramos enfrentado y hubiéramos tratado de tomar Los Pinos, mueren los primeros cien, o morimos los primeros cien, pero los demás, representantes de mil pueblos, hubieran sido atendidos. Ahí se acabó el movimiento ixtlero-candelillero, no volvió a resurgir jamás. Ese era Pozas y muy poca gente lo sabe. Esa fue una experiencia fundamental. Ahí empecé a escribir en el periódico La Voz del Desierto, donde hablaba de la lucha obrero-campesina. Empecé a escribir como periodista. Por un momento, bajó la cabeza. Se enderezó casi enseguida y nos miró.

Al narrar la caravana ixtlera-candelillera sus manos hacían el papel de las manos de los campesinos, cuando las calificaba como “tortas” y su voz se entristeció cuando nos habló del final de dicho movimiento.

Cuando estudiaba en la “escuelita” (FCPyS antes de ser facultad) tenía un coche: Plymouth 46, Monteforte le llamaba “El Leviatán” porque era muy grande –rió mientras recordaba. Me había costado tres mil pesos y era mío. Un día le dimos aventón a Henrique González Casanova a su casa, vivía aquí por la colonia Florida, nos quedamos platicando en el coche como una hora, era como una sala ese coche, y dijo: “usted, Felipe –a uno de mis compañeros- quiere ser escritor, usted Raúl también, pero el que va a ser escritor va a ser Octavio”. ¡Chin!, que se la creo y me dediqué a escribir.

Durante muchos años dije: “mi máxima ambición es escribir una novela política policiaca”. Cuando escribí La Organización (2004) me sentí completamente realizado. No me interesaba si me iban a premiar o no. Me interesaba escribirla y que se publicara, aunque se hubieran impreso sólo diez ejemplares. Ver tu nombre impreso en una revista, un periódico o un libro te hace decir “¡qué padre!”.

Sus ojos se cristalizaron al hablar del periodismo y de su aspiración como escritor. Sonrió en un sentido de aceptación y realización debido a sus múltiples publicaciones.

Mis primeros artículos no eran de Ciencia Política ni nada semejante. Fueron en El Día, en una página dirigida por Arturo Azuela que se llamaba: Ciencia Técnica y Desarrollo Social. También escribía artículos esporádicos en Excélsior (antes de Scherer).

Un día Ángeles Mastretta tocó mi cubículo:

–Oye, ¿no quieres participar como articulista en Ovaciones?
–Ovaciones es un periódico deportivo, yo no sé nada de deporte
–No, no, tú de política en la sección no deportiva
–Pues sí

Me entrevisté con el coordinador editorial y le dije, bueno, contra quién no puedo escribir, me dijo: “Televisa, el Presidente y el Ejército”. Acepté y empecé a publicar semanalmente. Estando ahí me invitaban a escribir algunas revistas de izquierda, una de ellas era Por esto, continuación de Por qué. Era la revista más izquierdosa de todas las que había en México.

Años después entré a Uno más uno. Manuel Becerra Acosta era el dueño. Un hombre brillante, inteligente, pero alcohólico. Empezó a hacer cosas que no coincidían con lo que había sido el espíritu original de Uno más Uno: querer venderlo, buscar socios capitalistas… Ahí algo no checó con el subdirector, Carlos Payán. Payán convocó a un grupo de amigos del periódico y nos preguntó qué pasaría si formábamos uno nuevo. Formamos un nuevo periódico, La Jornada, nunca me gustó el título; tampoco me gustaba Uno más uno, llegaba yo y decía me da Uno más uno: me decían “dos” en el puesto de periódicos. Pero bueno los periódicos se pueden llamar como sea. Fue una experiencia muy interesante.

Una de las recompensas del periodismo es la influencia que uno tiene en gente que uno ni sospecha. Un día fui a Matehuala a dar una conferencia y la gente me conocía por mis artículos en Uno más uno. Cuando llegué a Cuba, la primera y única vez que fui, los trotskistas me hicieron una fiesta porque ellos me leían en la revista Por esto y viejos trotskistas que habían estado en la cárcel crearon un círculo de estudios sobre mis artículos- recordó con sorpresa. Ahora ya tengo 45 años publicando.

El doctor ha escrito 25 libros de índole académica y de investigación. Su más reciente libro lo presentó este 2012, en la FCPyS, Poder y elecciones en México, editado por la Editorial Orfilia.

Ha publicado más de 30 capítulos en libros colectivos y más de 70 artículos de investigación.

Tiene tres novelas: La organización, El asesino es el mayordomo y Entre pasiones y extravíos.

“Rompo con Marcos pero seguiré siendo zapatista”

Otra experiencia importante fue cuando participé con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Estoy convencido de que fue un movimiento histórico. Dentro de veinte años se seguirá hablando de él. Nunca tuve total acuerdo con Marcos, pero cuando uno se mete a un movimiento uno acepta las reglas del juego. Por un lado, no había compatibilidad teórica ni estratégica. Por otro lado, Marcos tenía un problema: su trato con la gente. Él no es difícil, simplemente era intratable. En lugar de sumar, restaba. Usaba a la gente. Había, por ejemplo, personas que hacían grandes esfuerzos por ir hasta allá, estar con ellos, acompañarlos, ¡dispuestos a morir por el Zapatismo! Y este miserable les hacía majaderías. Yo era de los afortunados. Él sabia quién era yo perfectamente, era el Profesor de su hermano mayor, tenía un estatus especial. La primera vez que llego a San Cristóbal de las Casas para la Convención Nacional Democrática, iba invitado por el comité y con una carta personal de Marcos, una invitación VIP. Marcos y yo tuvimos diferencias, como también las tuvo con otros compañeros. Cuando pensé que ya no era posible aguantar sus majaderías, escribí en un artículo: rompo con Marcos pero no con el zapatismo. Y así lo hice.

El doctor participó como asesor del EZLN entre 1994 y 1997.

Ha participado como consejero en movimientos como la huelga de la UNAM, en 1999-2000, donde se desempeñó como Consejero Universitario. Hasta el 2002 formó parte de un grupo de profesores y estudiantes que los medios llamaron “consejeros independientes”.

En el 2006 fue miembro del Consejo Consultivo en la campaña de Andrés Manuel López Obrador y en 2012 del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). Durante la entrevista declaró que se separaba de este movimiento al anunciarse su intención por convertirse en partido.

La entrevista duró 11 cigarros.

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“Me volví un enamorado de la Ciudad de México hasta que me fastidió la Ciudad de México: perder tres horas para ir a cualquier lado en coche es un absurdo. Tengo otras cosas que hacer. Por eso me fui a vivir a Cuernavaca, donde atravieso toda la ciudad en veinte minutos”

Actualmente el doctor vive en Cuernavaca con su esposa Teresa Guitián, viene a la ciudad cada semana a impartir su clase en la FCPyS. Sigue publicando en el periódico La Jornada.

Foto: Genoveva Ortiz




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