UTOPYA: ¡RENUNCIA A VERLO TODO!
Por Yari Jazmín Torrijos Orozco
México (Aunam). ¿Esto es una puesta en escena? ¡No puede ser! ¿Y los actores?, ¿qué pasó con el escenario? Aquí en mi folleto decía que la obra empezaba a las 7:00 de la noche, ¿por qué no hay nada listo aún?, ¿será que cancelaron todo a última hora?, ¿será que me equivoqué de lugar?, ¿en dónde se encuentra el director?, ¿por qué no hay butacas?, ¿en dónde estoy?
Esas serían las preguntas que se haría cualquier persona acostumbrada a la estructura de una obra de teatro tradicional y más al darse cuenta de que ha llegado a un recinto donde en lugar de filas ordenadas de gente, hay cúmulos de personas que caminan por todas las áreas, sin rumbo fijo y a la expectativa de cualquier señal.
“¿A qué hora va a comenzar la obra, papá?” Pregunta un niño con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido. “Ya mero, ya mero”, responde, por décima vez, un hombre que confía en que algo ocurra durante los próximos minutos, un hombre que a falta de pruebas en contra, cree que dice la verdad, un hombre que prefiere sentarse antes que levantarse y preguntar.
Al otro lado de la recepción del Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT), una pareja aprovecha el tiempo para darse unos cuantos besos de piquito y festejar su San Valentín atrasado, pues aunque ya es 15 de febrero, todavía se alcanza a escuchar un suave y delicado “Feliz día de los enamorados, amor”.
Frente a dicha pareja, una cuarentona de cabello alborotado, piel blanca, dientes de porcelana y complexión delgada se muerde la uña del dedo meñique, mientras observa por segunda vez su reloj.
Han pasado 10 minutos desde que dieron las siete. La situación empieza a cambiar. El cuchicheo de la gente se transforma en un ruido insoportable. Los niños se quejan. Las jovencitas ríen. Los adolescentes murmuran. Las señoras echan el chisme. Nadie le pone atención a nadie. El individualismo aumenta conforme la capacidad para interactuar con otros disminuye. “¡Cállense!”, “¡cállense ya!”, replica un anciano, pero nadie le hace caso.
En medio de la recepción aparece un joven extraído de la época de los ochenta. Viste un pantalón ajustado, con cuadros rojos y negros, botas militares, playera blanca y chaqueta de cuero. Tiene el cabello relamido y los ojos chocolate. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños y adolescentes saben o, por lo menos, intuyen que se trata de uno de los artistas de la obra Utopya.
“¿Qué es la utopía?, ¿qué es exactamente la utopía? Soy joven y con la juventud vienen los sueños y el deseo de saber cómo interpretarlos. El mundo de la información, no es el mundo del conocimiento. ¡Bombardeo, bombardeo, bombardeo!”, vocifera el galán de la época ochentera.
“Y tú, ¿qué sabes de utopía?”, cuestiona el joven de cabello relamido al público. Más de una persona se señala a sí misma para comprobar si es a él o a ella a quien se le habla. Hombres y mujeres se miran confundidos. Jóvenes y niños agachan la mirada. En el ambiente se hace presente un silencio sepulcral que, a veces y sólo a veces, es afectado por una risa nerviosa o un estornudo espontáneo.
Pero la tensión no es duradera. Al poco rato, las personas se vuelven a sorprender. No pueden creer que el actor se mueva de un lado a otro y, muchos menos, que constantemente motive la participación del espectador. Sin embargo, ese es un hecho que no se puede evitar. Y es que si algo distingue a Utopya de cualquier otra creación multidisciplinaria es justamente el papel de la audiencia como creadora de significados y su importancia en cuanto a la interpretación de las historias.
Porque, en Utopya, más que respuestas, hay preguntas; más que certezas, hay incertidumbre; más que verdades absolutas, hay cuestionamientos; más que fragmentación, hay unión; más que aceptación de significados, hay negociación de cosmovisiones. En otras palabras, el espectador pasivo es reemplazado por el creador de contenidos.
“Iré ahora mismo a entrevistar al autor de la palabra utopía. Hoy, 498 años después de la invención de dicha palabra, Sir Tomás Moro me va a responder”. Anuncia, con sumo entusiasmo, el joven del pantalón ajustado y las botas militares.
De las escaleras, poco a poco, empieza a descender un hombre con túnica café, ropa blanca y bonete negro. Tiene los ojos chocolate, la piel clara, los dientes ordenados, extrañas patillas en el rostro y una gran barba de candado que combina con el bigote marrón de su cara.
Acompañado por un caminar lento y una seguridad evidente, avanza como si fuera el rey del mundo, mientras escucha Los tangos de Manouche, de Jorge González, Daniel Paz, Carlos Alegre y Fernando “Saico” Ramírez.
“Mire usted, señor Moro, yo también estudié griego y revisando la etimología de ciertos nombres que aparecen en su obra, me llamó mucho la atención que de entrada utopía significa ‘en ningún lugar’, pero ¿por qué?, ¿está usted queriendo insinuar que la utopía es absolutamente irrealizable?”, pregunta, con el hambre de quien quiere obtener una explicación coherente y no un comentario agradable, el dueño de la chaqueta de cuero.
“La utopía sucede en el Topos Uranus, en el mundo de las ideas, es puro ejercicio de retórica. Lo siento hijo, no puedo ayudarte”. Contesta desinteresado el detractor de la Reforma Protestante, el teólogo, el político, el humanista, el escritor inglés y autor de la palabra utopía, Tomás Moro.
“Los actores se trasladan de un lugar a otro, ¡es increíble!” exclama una niña de aproximadamente 13 años de edad. No hace falta dar indicaciones, pues la gente ya sabe cómo funciona esta “antiexposición catártica”. Así que más de una persona corre hacia el patio que precede al Memorial del 68 y sólo allí, bajo las estrellas de una noche fría, ya sea del lado del joven o desde la posición de Tomás Moro, se prosigue con la discusión sobre la palabra utopía y su importancia. “A fin de cuentas, ¿vale la pena vivir la vida sin utopía?”, se cuestiona el primer actor.
Ahora bien, “es el momento de elegir, en sus manos tienen el mapa de Utopya” explica con voz firme otro de los artistas. Poco a poco se empieza a escuchar como cada una de las personas empieza a desdoblar el papel para ubicar dónde queda todo.
“Recuerden que los actos se realizan seis veces de manera simultánea y por todos los rincones del Memorial del 68. Ustedes podrán ver un máximo de seis actos de las 43 posibilidades. Los actos tienen una duración de seis minutos con un intervalo de tres minutos para desplazarnos de un lugar a otro”, explica el intérprete, no sin antes comprobar que todos han entendido las instrucciones. “¿Alguna duda?”.
“¡Qué emocionante!”, gritan dos muchachitas al mismo tiempo que se toman de las manos. Sin embargo, toda su felicidad, dicha y alegría parece desvanecerse dentro del Memorial. “¿Y dónde vamos primero?”, preguntan aterradas. Quienes son más metódicos se detienen en la videoinstalación ubicada en la sala que tiene el número uno, para después ir a la número dos y así sucesivamente.
Sin embargo, los más arriesgados, aquéllos que pretenden equivocar la ruta y cambiarla para hacer el recorrido más emocionante, bajan al sótano para adentrarse en la mente del personaje “El pingüino”, un acto que se sirve de lo grotesco que resulta ver la televisión mientras se come, para elaborar una crítica hacia los contenidos transmitidos por los medios tradicionales (radio y televisión) y hacia el consumo mediático realizado por la sociedad.
Incluso, para aquéllos que deciden quedarse en el nivel superior, hay múltiples opciones. Y es que también está quien prefiere penetrar en las profundidades de “El uno con el todo”, un sensorama que va más allá de “vivir la experiencia” desde el momento en que una mujer y un hombre se muestran desnudos ante la audiencia. Un sensorama que consigue rebasar la barrera de lo tradicional para ubicarse en lo atípico.
Porque en Utopya hay de todo y para todos. No hay reglas. Todo está permitido. No es obligatorio seguir el protocolo habitual que se desarrolla cada vez que se visita una exposición. No es necesario verlo todo para poder aprender. Y es que, en sentido estricto, la propuesta de Utopya va más allá de que el público haga un trabajo académico sobre su experiencia a la exposición.
Como dice Jorge Maldonado, asistente de producción del proyecto y actor, la idea es apostarle a construir sobre las ruinas, a construir sobre un país que no está en las mejores condiciones y que no tiene los mejores dirigentes, a construir propuestas sobre cómo pasar de la distopía a la utopía, a sembrar mediante un discurso esperanzador, mas no cursi o ingenuo, la idea de que todavía es posible cambiar la situación económica, política y cultural del México actual.
Foto: Cortesía CCUT
México (Aunam). ¿Esto es una puesta en escena? ¡No puede ser! ¿Y los actores?, ¿qué pasó con el escenario? Aquí en mi folleto decía que la obra empezaba a las 7:00 de la noche, ¿por qué no hay nada listo aún?, ¿será que cancelaron todo a última hora?, ¿será que me equivoqué de lugar?, ¿en dónde se encuentra el director?, ¿por qué no hay butacas?, ¿en dónde estoy?
Esas serían las preguntas que se haría cualquier persona acostumbrada a la estructura de una obra de teatro tradicional y más al darse cuenta de que ha llegado a un recinto donde en lugar de filas ordenadas de gente, hay cúmulos de personas que caminan por todas las áreas, sin rumbo fijo y a la expectativa de cualquier señal.
“¿A qué hora va a comenzar la obra, papá?” Pregunta un niño con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido. “Ya mero, ya mero”, responde, por décima vez, un hombre que confía en que algo ocurra durante los próximos minutos, un hombre que a falta de pruebas en contra, cree que dice la verdad, un hombre que prefiere sentarse antes que levantarse y preguntar.
Al otro lado de la recepción del Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT), una pareja aprovecha el tiempo para darse unos cuantos besos de piquito y festejar su San Valentín atrasado, pues aunque ya es 15 de febrero, todavía se alcanza a escuchar un suave y delicado “Feliz día de los enamorados, amor”.
Frente a dicha pareja, una cuarentona de cabello alborotado, piel blanca, dientes de porcelana y complexión delgada se muerde la uña del dedo meñique, mientras observa por segunda vez su reloj.
Han pasado 10 minutos desde que dieron las siete. La situación empieza a cambiar. El cuchicheo de la gente se transforma en un ruido insoportable. Los niños se quejan. Las jovencitas ríen. Los adolescentes murmuran. Las señoras echan el chisme. Nadie le pone atención a nadie. El individualismo aumenta conforme la capacidad para interactuar con otros disminuye. “¡Cállense!”, “¡cállense ya!”, replica un anciano, pero nadie le hace caso.
En medio de la recepción aparece un joven extraído de la época de los ochenta. Viste un pantalón ajustado, con cuadros rojos y negros, botas militares, playera blanca y chaqueta de cuero. Tiene el cabello relamido y los ojos chocolate. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños y adolescentes saben o, por lo menos, intuyen que se trata de uno de los artistas de la obra Utopya.
“¿Qué es la utopía?, ¿qué es exactamente la utopía? Soy joven y con la juventud vienen los sueños y el deseo de saber cómo interpretarlos. El mundo de la información, no es el mundo del conocimiento. ¡Bombardeo, bombardeo, bombardeo!”, vocifera el galán de la época ochentera.
“Y tú, ¿qué sabes de utopía?”, cuestiona el joven de cabello relamido al público. Más de una persona se señala a sí misma para comprobar si es a él o a ella a quien se le habla. Hombres y mujeres se miran confundidos. Jóvenes y niños agachan la mirada. En el ambiente se hace presente un silencio sepulcral que, a veces y sólo a veces, es afectado por una risa nerviosa o un estornudo espontáneo.
Pero la tensión no es duradera. Al poco rato, las personas se vuelven a sorprender. No pueden creer que el actor se mueva de un lado a otro y, muchos menos, que constantemente motive la participación del espectador. Sin embargo, ese es un hecho que no se puede evitar. Y es que si algo distingue a Utopya de cualquier otra creación multidisciplinaria es justamente el papel de la audiencia como creadora de significados y su importancia en cuanto a la interpretación de las historias.
Porque, en Utopya, más que respuestas, hay preguntas; más que certezas, hay incertidumbre; más que verdades absolutas, hay cuestionamientos; más que fragmentación, hay unión; más que aceptación de significados, hay negociación de cosmovisiones. En otras palabras, el espectador pasivo es reemplazado por el creador de contenidos.
“Iré ahora mismo a entrevistar al autor de la palabra utopía. Hoy, 498 años después de la invención de dicha palabra, Sir Tomás Moro me va a responder”. Anuncia, con sumo entusiasmo, el joven del pantalón ajustado y las botas militares.
De las escaleras, poco a poco, empieza a descender un hombre con túnica café, ropa blanca y bonete negro. Tiene los ojos chocolate, la piel clara, los dientes ordenados, extrañas patillas en el rostro y una gran barba de candado que combina con el bigote marrón de su cara.
Acompañado por un caminar lento y una seguridad evidente, avanza como si fuera el rey del mundo, mientras escucha Los tangos de Manouche, de Jorge González, Daniel Paz, Carlos Alegre y Fernando “Saico” Ramírez.
“Mire usted, señor Moro, yo también estudié griego y revisando la etimología de ciertos nombres que aparecen en su obra, me llamó mucho la atención que de entrada utopía significa ‘en ningún lugar’, pero ¿por qué?, ¿está usted queriendo insinuar que la utopía es absolutamente irrealizable?”, pregunta, con el hambre de quien quiere obtener una explicación coherente y no un comentario agradable, el dueño de la chaqueta de cuero.
“La utopía sucede en el Topos Uranus, en el mundo de las ideas, es puro ejercicio de retórica. Lo siento hijo, no puedo ayudarte”. Contesta desinteresado el detractor de la Reforma Protestante, el teólogo, el político, el humanista, el escritor inglés y autor de la palabra utopía, Tomás Moro.
“Los actores se trasladan de un lugar a otro, ¡es increíble!” exclama una niña de aproximadamente 13 años de edad. No hace falta dar indicaciones, pues la gente ya sabe cómo funciona esta “antiexposición catártica”. Así que más de una persona corre hacia el patio que precede al Memorial del 68 y sólo allí, bajo las estrellas de una noche fría, ya sea del lado del joven o desde la posición de Tomás Moro, se prosigue con la discusión sobre la palabra utopía y su importancia. “A fin de cuentas, ¿vale la pena vivir la vida sin utopía?”, se cuestiona el primer actor.
Ahora bien, “es el momento de elegir, en sus manos tienen el mapa de Utopya” explica con voz firme otro de los artistas. Poco a poco se empieza a escuchar como cada una de las personas empieza a desdoblar el papel para ubicar dónde queda todo.
“Recuerden que los actos se realizan seis veces de manera simultánea y por todos los rincones del Memorial del 68. Ustedes podrán ver un máximo de seis actos de las 43 posibilidades. Los actos tienen una duración de seis minutos con un intervalo de tres minutos para desplazarnos de un lugar a otro”, explica el intérprete, no sin antes comprobar que todos han entendido las instrucciones. “¿Alguna duda?”.
“¡Qué emocionante!”, gritan dos muchachitas al mismo tiempo que se toman de las manos. Sin embargo, toda su felicidad, dicha y alegría parece desvanecerse dentro del Memorial. “¿Y dónde vamos primero?”, preguntan aterradas. Quienes son más metódicos se detienen en la videoinstalación ubicada en la sala que tiene el número uno, para después ir a la número dos y así sucesivamente.
Sin embargo, los más arriesgados, aquéllos que pretenden equivocar la ruta y cambiarla para hacer el recorrido más emocionante, bajan al sótano para adentrarse en la mente del personaje “El pingüino”, un acto que se sirve de lo grotesco que resulta ver la televisión mientras se come, para elaborar una crítica hacia los contenidos transmitidos por los medios tradicionales (radio y televisión) y hacia el consumo mediático realizado por la sociedad.
Incluso, para aquéllos que deciden quedarse en el nivel superior, hay múltiples opciones. Y es que también está quien prefiere penetrar en las profundidades de “El uno con el todo”, un sensorama que va más allá de “vivir la experiencia” desde el momento en que una mujer y un hombre se muestran desnudos ante la audiencia. Un sensorama que consigue rebasar la barrera de lo tradicional para ubicarse en lo atípico.
Porque en Utopya hay de todo y para todos. No hay reglas. Todo está permitido. No es obligatorio seguir el protocolo habitual que se desarrolla cada vez que se visita una exposición. No es necesario verlo todo para poder aprender. Y es que, en sentido estricto, la propuesta de Utopya va más allá de que el público haga un trabajo académico sobre su experiencia a la exposición.
Como dice Jorge Maldonado, asistente de producción del proyecto y actor, la idea es apostarle a construir sobre las ruinas, a construir sobre un país que no está en las mejores condiciones y que no tiene los mejores dirigentes, a construir propuestas sobre cómo pasar de la distopía a la utopía, a sembrar mediante un discurso esperanzador, mas no cursi o ingenuo, la idea de que todavía es posible cambiar la situación económica, política y cultural del México actual.
Foto: Cortesía CCUT
Suena interesante. Gran redaccion :-)
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