El laberinto de los libros y la nostalgia


Por Alison Mabel Uriostegui Zarco 
¿Cuántos libros caben en un solo lugar? ¿Cuántos puedes palpar en un solo día? ¿Cuántos puedes desear tener? La mente se llena de este tipo de preguntas al entrar al Palacio de Minería, recinto en donde se encuentra la Feria del Libro, la cual se organiza en el primer trimestre del año. 

Bajando del metro de Bellas Artes, caminé dos minutos hasta encontrarme frente a frente con la enorme estancia, fijándome un poco en los detalles del edificio, que lo hacían notar como una construcción de tal vez unos siglos atrás. 

Después de unos segundos de apreciación, decidí entrar, encontrándome en primera instancia con ese característico olor a libros nuevos, llenándome por completo el olfato y concentrándome tanto en ello, que tuve que detenerme unos segundos antes de echar un vistazo a lo que se hallaba ahí. 

Asimismo, el rechinido de la madera se escuchaba con cada paso que daba, la presión de los pies al caminar sobre este material hundiéndose de manera mínima. Los murmullos de las personas se combinaban con la madera, hablando de diversos temas. “¿Cuál es el precio de este libro?”, se alcanzaba a escuchar. Y, a su par, algunas campanas, que pude percibir como pequeñas, pues eso era lo que indicaba su sonido. 

Al mirar los estantes, uno en específico llamó más mi atención. Fue así que caminé hacia él; libros de comunicación se encontraban esperándome, miré un poco algunos de ellos y decidí continuar mi camino. 

Entré a un pasillo en donde se observaban distintas salas, libros por doquier. Comencé el recorrido por la primera, y el primer libro que vi era una ironía: El Diario de Gravity Falls. Recuerdo cómo durante toda mi secundaria, al presentarme como Mabel, la gente solía decirme: “¿Mabel? ¿Como la de Gravity Falls?”. Por el recuerdo, una sonrisa pintó mi rostro.

Había todo tipo de libros y autores que lograba identificar, como Elena Poniatowska, autora mexicana de suma relevancia en el ámbito del periodismo, especialmente de las crónicas, resaltando por su escrito La noche de Tlatelolco, un ejemplo a seguir para muchas de las mujeres dentro del mundo de la comunicación periodística. 

Libros de Gabriel García Márquez, como Cien años de soledad, estaban ahí, en los estantes. Al mirarlo, recordé una entrevista de él en donde su pederastia se hacía visible con comentarios como: “Si a mi hijo de 20 le gustan las niñas de 15, ¿por qué a mí no?”. 



Otra autora que logré reconocer era Simone de Beauvoir. De igual manera, mi primer pensamiento fue sobre las acusaciones de pederastia que tuvo, recordando aquel escrito con plumón negro en los baños de mujeres de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales: “Simone de Beauvoir apoya la pederastia”. ¿Por qué estos pensamientos malos venían a mi mente? Tal vez sea parte de mí. 

Siempre me he considerado una persona pesimista, alguien que tiende a pensar en las cosas malas antes que en las buenas. Quizás eso provocó mi reacción en la siguiente sala al mirar un libro titulado La Prosa Completa de Alejandra Pizarnik. Mis ojos se iluminaron, pues mi poeta favorita estaba ahí, entre tantos escritos. 

Lo primero que logré pensar fue: ¿se encontrará mi poema favorito? El Despertar, aquel poema de los 20 años, con el cual me sentía tan identificada. ¿Acaso este sentimiento es porque la idea de cumplir 20 años me aterra? Pero me aterra más que la maestra Pizarnik siempre tiende a tener la razón. 

A lo mejor es porque ella me hace sentir en casa; la forma en la que percibe al mundo es la misma en la que yo lo hago, con la misma nostalgia, aquella nostalgia que he creído que algún día me matará. 

Y, de repente, recordar esa teoría que habla de cómo todos somos todos, la del huevo, me hace sonreír nuevamente, pues probablemente en otra vida fui ella y por eso me siento así, siento que me entiende aunque no me conozca. 

Decidida, me acerqué a preguntarle al encargado de esa zona cuánto costaba ese libro. Su respuesta me entristeció un poco, pues no era suficiente la cantidad que llevaba. “Se lo pediré a mi papá”, pensé, y caminé a la siguiente sala, mientras se escuchaba de fondo Island In The Sun. 

El espacio se hizo aún más grande, muchos más libros de todo tipo, de cualquier tema que podría imaginar. Era un mundo de libros. Los pájaros cantando le daban un ambiente tranquilo, lleno de paz, lleno de felicidad. 

Había de todo: playeras, totebags, separadores, rompecabezas 3D y unas hermosas artesanías que llamaron mi atención, así que me acerqué para admirarlas de cerca. Los dibujos me parecían hipnóticos: mujeres en posiciones extrañas, sus cuerpos expuestos, desnudos, hechos arcos. 

Las libretas me hicieron desearlas, creando en mí una necesidad de escribir sobre ellas, de plasmarlas con mis historias, con mis escritos, con mis crónicas. 

El póster que observé con admiración decía: “Las montañas y los ríos han sido destruidos, pero el Estado permanece”. Consciente de la frase, me quedé atónita unos segundos y retomé mi rumbo. 
Entre los pasillos, un olor a incienso llamó mi atención. Era una sala un tanto cultural, de Oaxaca. La verdad, no comprendí muy bien el concepto, pues estaba un poco llena y la idea de entrar no me agradó tanto en ese momento, así que giré y me puse en marcha en busca de algo más que llamara mi atención. 

Más adelante, observé un mural con el escudo de la UNAM y me acerqué para observarlo mejor. Me senté en un banco muy cómodo, blanco, y permanecí ahí unos minutos, contemplando a todos aquellos que estaban ahí, viendo cómo se tomaban fotos frente al mural o tomaban los libros entre sus manos, ojeándolos para ver si les convencía lo suficiente para comprarlos. 

Esa sala fue el final de mi recorrido, así que, luego de indagar en los rincones de esta, salí del recinto, mientras veía a la gente en la calle y los carros pasaban con ese ruido tan reconocible. Un vehículo militar pasó frente a mí con personas con trajes típicos, un escenario que se me hizo tan peculiar. 

Con la brisa ligera de la tarde rozando mi rostro, di un último vistazo al Palacio de Minería. La feria seguía su curso, las voces de los vendedores, el aroma a papel nuevo y el murmullo de los visitantes aún resonaban detrás de mí. 

Caminé de regreso al metro, mientras en mi mente aún se hallaba la idea de comprar el libro de Pizarnik.


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