Los Guardianes de la Ilusión
Por Yinssy Claudeth Sierra Ortiz
Es víspera de Reyes.
Voy de camino a casa de mi novio luego de reunirnos con nuestros amigos más cercanos para despedir a uno que pronto sale de viaje y no quería hacerlo sin antes haber partido una piñata y una rosca en compañía de la familia que eligió tener en nosotros.
Hoy, a mis 23 años, y mientras me doy cuenta de que ya pasa de la medianoche y de que todavía hay varios padres que están con sus hijos, paseando en la calle y viendo los juguetes, la nostalgia y el recuerdo se entrelazan como las luces centelleantes que desfilan en los árboles de Navidad que decoran las casas.
Y es que hace casi una década, descubrir el secreto de los Reyes, cambió mi vida para siempre.
No recuerdo la fecha exacta, pero sí que era la de un día importante, porque mi mamá me había pedido ir a buscar algo que estaba en la bodega ubicada en la planta baja de mi casa, y que sólo se usaba en ocasiones especiales durante la temporada decembrina.
Esta bodega, que hace tiempo era un departamento, fue invadida por el abandono, lo que la ha convertido en una especie de vertedero de decoraciones, cajas, despensa y muchísimas hojas de papel amontonadas en cuadernos y libros, que no hacen más que seguir acumulándose con el paso de los años.
“¡Está ahí, en el baño de la bordadora!”, se apresuró a gritar mi mamá desde la cocina de la casa que alguna vez fue habitada por mi abuela, pero a la que recientemente nos habíamos mudado.
Y fue en ese momento cuando hice el gran hallazgo; en el baño de “la bordadora”, estaban los juguetes que supuestamente aparecían como por arte de magia durante la madrugada del 5 de enero.
El impacto fue tal, que olvidé qué es lo que me habían mandado a traer.
Y es que nunca podría terminar de describir la ola de sensaciones que me revolvió el estómago en ese momento, mientras me mantenía de pie frente a la gran pila de cajas, todas decoradas con un listón en forma de moño, de diferente color cada uno.
La tristeza y la decepción, pero sobre todo, la curiosidad, fueron lo que motivaron mis acciones siguientes: comencé a mover cada una de las cajas con cuidado, viendo qué es lo que había llegado para que al día siguiente jugáramos mientras los adultos se entretenían con una aburrida rosca que tiene varios potenciales objetos de asfixia esparcidos, y que, por alguna razón (que en ese entonces desconocía), hacía que nos volviéramos a reunir el mes siguiente.
Primero vi lo de siempre; Tutsi botas llenas a reventar de dulces y pijamas para cada uno. Después, los regalos más específicos: una trilogía de libros que hace tiempo yo había querido comenzar a leer, un arma con “balas” de hidrogel, una muñeca que tenía una caja de voz, y un set de arena kinésica y de masa moldeable.
Al volver a tratar de acomodar las cajas, sin reparar demasiado en el orden en el que estaban cuando las encontré, no pude seguir conteniendo las intensas ganas de llorar que tenía, habían estado creando un pesado nudo en mi garganta que fue destensándose a medida que sollozaba en silencio, temiendo ser descubierta.
Fue difícil para mí lidiar con la sensación de traición que implicaba saber la verdad de lo que mis papás se habían esforzado por mantener oculto cada año. “Así que los malditos niños odiosos que se la pasaban diciendo que los reyes eran los papás, al final tuvieron razón”, pensé mientras lloraba, ahora sintiendo también ira y coraje.
Traté de secarme las lágrimas lo mejor que pude, y una vez estando más tranquila, me di cuenta de que ese pequeño incidente también me dio la oportunidad de entender la razón por la que lo hacían; el afán de mantener viva la llama de la ilusión y de la inocencia infantil de sus cuatro hijos.
En esa revelación que tuve, pude sentir el inmenso amor en las acciones de mis padres, y en una fracción de segundo, pasé de juzgarlos por ellas, a admirarlos profundamente por la intención con la que decidían hacerlas.
Les conté lo que había pasado, e incluso me ofrecí a ayudarles a colocar los regalos debajo del árbol para que mis hermanos los encontraran en cuanto decidieran levantarse a buscar, tan colmados de emoción y de expectativas que ese sería el único día de todo el año en el que se despertarían temprano sin quejas ni objeciones.
Es víspera de Reyes.
Hoy, a mis 23 años, soy capaz de ver y admirar el amor con el que los padres salen a buscar regalos para sus hijos.
Hay quienes todavía hacen lo posible para lograr preservar sus sueños y en un futuro puedan decir que tuvieron infancias felices, mientras que para otros es más complicado mantener en secreto la identidad detrás de las personas que dejan los presentes en el árbol.
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