LOS ÁNGELES BAILAN EN LA NOCHE AL RITMO DEL DANZÓN

Por José Alejandro Rangel Ramírez
Ciudad de México (Aunam). El sol aún ilumina a la emblemática colonia Guerrero. Las puertas del salón Los Ángeles se abren lentamente, como si los años le pesaran al portón. El gran reloj marca casi las 5 de la tarde y las parejas ansiosas empezaron a entrar. El recibimiento de la música en vivo no se dejó esperar.


La pista apenas era pisada por 10 parejas, aunque era cuestión de minutos para que los movimientos de los zapatos caros y zapatillas elegantes atiborraran el recinto.

El olor a loción y el aroma a vejez se impregnan en la nariz al momento en que el primer pie toca la pista de baile, como si se tratara de una de las tantas visitas a la casa de los abuelos.

El desnivel del recinto es algo que se siente fácilmente, lo que provoca que todos sean atraídos al centro de la pista. La amabilidad será el primer coctel que te tomarás en la noche y durante tu estancia, el trato será diferente al de un club de noche. Aquí todos se saludan y sonríen, como si cada invitado fuera el cantante que los asistentes esperan escuchar.

El perímetro parece sacado de los años cuarenta: candelabros con una luz amarilla que quedó en el olvido tras el paso hacia los modernos focos ahorradores; telones parecidos a los de un teatro en el que estás a punto de ver una obra; espejos opacos y desgastados; y la dulcería Los Ángeles, que se encuentra en la tierra y no el paraíso, ofrece una buena pastilla para endulzar el baile con tu pareja.

La elegancia del caballero, que no tiene plumaje de pavorreal, cautiva a su dama con buenos movimientos de cintura, pies, manos, cuello, y con unas articulaciones que acaricien el cuerpo de su compañera. Ellas, engalanadas como si se tratara de la primera cita con el joven que las hace sonrojar, usan vestidos que tonifican su cuerpo y unos tacones de aguja que hacen ver unas piernas perfectas y sensuales.

En el lejano rincón del recinto se encuentra aquel Santo, el grande Dámaso Pérez Prado que alguna vez hiciera pulir la pista de baile con su cantar. Veladoras y flores adornan su pequeño espacio para no olvidar los años en los que hizo gozar con sus interpretaciones.

Los cantantes de la salsa cubana, que empiezan a sudar después de cada canción, se desabotonan dos botones de sus camisas negras. Son cómplices de la tranquilidad y la sensualidad y también de aquellos que desean ejecutar pasos más agitados con golpes más rápidos de la conga.

Dieron las 6:50 de la tarde, y llegó el momento para que Felipe Urban, el príncipe del danzón, hiciera levantar de sus asientos a las parejas que durante un breve tiempo se dispusieron a descansar. La función estelar estaba a segundos de dar inicio.

El baile es ejecutado de manera suave, disfrutando a la compañera de baile. A manera de espejo se realizan los deslizamientos con los pies, acercándose cada vez más, frente con frente como si se estuviera a punto de dar el primer beso, pero con una delicadeza que caracteriza a dos experimentados novios.
En algún momento de la canción, los danzantes paran y voltean al escenario para esperar un cambio de ritmo. Tres segundos pasan y el entusiasmo por el danzón de ayer y hoy cobra vida de nuevo.


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