FUE POR AMOR
Por Guillermo Armenta Ugalde
Ciudad de México (Aunam). Paso a paso los pies tratan de sostener al cuerpo que intenta subir aquellas colinas urbanas. Las manos arden, el fuego que sostienen les lastima la piel, la negrura nocturna obliga a forzar la visión. Es toda una odisea, pero aquellos audaces que la realizan aceptan la penitencia en silencio. Tratan de experimentar emociones históricas, de sufrimiento y estoicismo.
Uno tras otro, los creyentes entran al templo religioso. Muchos de ellos lucen en sus cuellos cruces platinadas sostenidas por una cadena. En la entrada, una cartulina los invita a pasar, su lienzo azul, decorado por estrellas, expresa: “Bienvenidos a misa”.
La ceremonia, como cada año, comienza pasadas las cinco de la tarde en la iglesia de San Vicente de Paul. Olivar del Conde, la colonia que la alberga, está compuesta por calles inclinadas y casas irregulares, en su mayoría, color amarillo y rojo, los símbolos del partido político dominante en la zona.
Se ponen de pie, se sientan, cantan, repiten de manera monótona las palabras del sacerdote, quien, sentado de manera relajada sobre su gran silla, profesa un discurso sobre el sacrificio de Cristo. El ritual es bastante similar al de cualquier domingo pero, al tratarse del Viernes Santo, la situación se toma más en serio y las insolencias no son permitidas.
Una mujer trae consigo un bebé. Inquieto, el pequeño niño deja en claro su falta de interés y entendimiento por lo sagrado. Su madre, tras recibir miradas acusadoras y numerosos “¡shhh!” decide salir por su cuenta del recinto.
Al terminar de escuchar una larga grabación que enaltece las hazañas del sacrificado, el padre toma una enorme cruz de madera, la cual se encuentra cubierta por un gran manto morado. Camina por el pasillo que divide los dos bloques de bancas hasta la entrada, durante su desplazamiento despoja a la pieza poco a poco de su cubierta. Se refiere a ella como el lugar “donde estuvo clavado Cristo. Salvador del mundo”.
Posteriormente, los asistentes se paran y hacen fila. Uno por uno, esperan llegar hasta el frente y besar la cruz. Cuando llega su turno, se inclinan tímidamente y posan sus labios sobre la antigua madera. Un monaguillo, de entre siete u ocho años, se encarga de limpiar con un pañuelo los restos de saliva pero las personas que pasan se esfuerzan por mostrar sus sentimientos en un lugar distinto a quien pasó antes que ellos.
Al finalizar, los cantos sacros comienzan, a pesar de la violencia implicada en los hechos que describen, su ritmo es muy armónico, entre las letras se distinguen frases como: “Acepta todas mis lágrimas, por favor. El sacrificio fue por amor a todos nosotros”.
Un “Padre nuestro” da por terminada la parte oral. Como es costumbre, cada uno de los religiosos le da la mano a sus compañeros más próximos. El acto se realiza con más fuerzas que ganas y, tras superarlo, recogen la preciada oblea bendecida en sus bocas.
De pronto, cuatro mujeres aparecen por la parte trasera, están vestidas de negro y cubren sus rostros con velos. Las enlutadas señoras cargan sobre sus hombros una tabla que sostiene una figura de la Virgen. Tras ellas, otro pequeño ejército de damas aparece. En las manos cargan canastas con flores y rocían agua con atomizadores que inundan el lugar con una fragancia mística, similar al incienso.
Cuando el clérigo anuncia el inicio de la esperada procesión en silencio, orgullosas madres alientan a sus hijas, vestidas con velos de colores, a salir a escena. Entre todas cargan la gigante cruz de manera horizontal y se dirigen a la salida. Las siguen las señoras cargando el altar a la Virgen luego de adornarlo con innumerables flores amarillas que pretenden simular el Paraíso.
En un intento por seguirlas a la salida, la gente se aglutina en el umbral. Cerca hay una astuta vendedora que convirtió su negocio de veladoras en un éxito. Son pequeñas y cada una cuesta 10 pesos, pero los entusiastas compradores no quieren dejar pasar la oportunidad.
Una vez que todos están fuera, se colocan para comenzar su camino. Primero los niños, luego el cura y al final el pelotón de matronas que cargan a la Virgen acompañadas de todos los otros colaboradores.
Cualquier tipo de sonido está prohibido. Las personas caminan manteniendo en sus rostros una mirada solemne. La oscuridad de la noche los ha alcanzado y caminan guiados por la luz de sus veladoras. Su plan es recorrer toda la colonia, subiendo y bajando por sus irregulares calles.
A simple vista, el recorrido parece un martirio, ya que más de uno comienza a ser cansado por la fuerza de gravedad. Los pasos se vuelven lentos y a uno que otro se le queman las manos por la cera derretida. Lo único que se escucha son los pasos. Es todo un sacrificio, pero no tan grande como el que realizó aquel a quien le dedican su fuerza y aliento.
Ciudad de México (Aunam). Paso a paso los pies tratan de sostener al cuerpo que intenta subir aquellas colinas urbanas. Las manos arden, el fuego que sostienen les lastima la piel, la negrura nocturna obliga a forzar la visión. Es toda una odisea, pero aquellos audaces que la realizan aceptan la penitencia en silencio. Tratan de experimentar emociones históricas, de sufrimiento y estoicismo.
Uno tras otro, los creyentes entran al templo religioso. Muchos de ellos lucen en sus cuellos cruces platinadas sostenidas por una cadena. En la entrada, una cartulina los invita a pasar, su lienzo azul, decorado por estrellas, expresa: “Bienvenidos a misa”.
La ceremonia, como cada año, comienza pasadas las cinco de la tarde en la iglesia de San Vicente de Paul. Olivar del Conde, la colonia que la alberga, está compuesta por calles inclinadas y casas irregulares, en su mayoría, color amarillo y rojo, los símbolos del partido político dominante en la zona.
Se ponen de pie, se sientan, cantan, repiten de manera monótona las palabras del sacerdote, quien, sentado de manera relajada sobre su gran silla, profesa un discurso sobre el sacrificio de Cristo. El ritual es bastante similar al de cualquier domingo pero, al tratarse del Viernes Santo, la situación se toma más en serio y las insolencias no son permitidas.
Una mujer trae consigo un bebé. Inquieto, el pequeño niño deja en claro su falta de interés y entendimiento por lo sagrado. Su madre, tras recibir miradas acusadoras y numerosos “¡shhh!” decide salir por su cuenta del recinto.
Al terminar de escuchar una larga grabación que enaltece las hazañas del sacrificado, el padre toma una enorme cruz de madera, la cual se encuentra cubierta por un gran manto morado. Camina por el pasillo que divide los dos bloques de bancas hasta la entrada, durante su desplazamiento despoja a la pieza poco a poco de su cubierta. Se refiere a ella como el lugar “donde estuvo clavado Cristo. Salvador del mundo”.
Posteriormente, los asistentes se paran y hacen fila. Uno por uno, esperan llegar hasta el frente y besar la cruz. Cuando llega su turno, se inclinan tímidamente y posan sus labios sobre la antigua madera. Un monaguillo, de entre siete u ocho años, se encarga de limpiar con un pañuelo los restos de saliva pero las personas que pasan se esfuerzan por mostrar sus sentimientos en un lugar distinto a quien pasó antes que ellos.
Al finalizar, los cantos sacros comienzan, a pesar de la violencia implicada en los hechos que describen, su ritmo es muy armónico, entre las letras se distinguen frases como: “Acepta todas mis lágrimas, por favor. El sacrificio fue por amor a todos nosotros”.
Un “Padre nuestro” da por terminada la parte oral. Como es costumbre, cada uno de los religiosos le da la mano a sus compañeros más próximos. El acto se realiza con más fuerzas que ganas y, tras superarlo, recogen la preciada oblea bendecida en sus bocas.
De pronto, cuatro mujeres aparecen por la parte trasera, están vestidas de negro y cubren sus rostros con velos. Las enlutadas señoras cargan sobre sus hombros una tabla que sostiene una figura de la Virgen. Tras ellas, otro pequeño ejército de damas aparece. En las manos cargan canastas con flores y rocían agua con atomizadores que inundan el lugar con una fragancia mística, similar al incienso.
Cuando el clérigo anuncia el inicio de la esperada procesión en silencio, orgullosas madres alientan a sus hijas, vestidas con velos de colores, a salir a escena. Entre todas cargan la gigante cruz de manera horizontal y se dirigen a la salida. Las siguen las señoras cargando el altar a la Virgen luego de adornarlo con innumerables flores amarillas que pretenden simular el Paraíso.
En un intento por seguirlas a la salida, la gente se aglutina en el umbral. Cerca hay una astuta vendedora que convirtió su negocio de veladoras en un éxito. Son pequeñas y cada una cuesta 10 pesos, pero los entusiastas compradores no quieren dejar pasar la oportunidad.
Una vez que todos están fuera, se colocan para comenzar su camino. Primero los niños, luego el cura y al final el pelotón de matronas que cargan a la Virgen acompañadas de todos los otros colaboradores.
Cualquier tipo de sonido está prohibido. Las personas caminan manteniendo en sus rostros una mirada solemne. La oscuridad de la noche los ha alcanzado y caminan guiados por la luz de sus veladoras. Su plan es recorrer toda la colonia, subiendo y bajando por sus irregulares calles.
A simple vista, el recorrido parece un martirio, ya que más de uno comienza a ser cansado por la fuerza de gravedad. Los pasos se vuelven lentos y a uno que otro se le queman las manos por la cera derretida. Lo único que se escucha son los pasos. Es todo un sacrificio, pero no tan grande como el que realizó aquel a quien le dedican su fuerza y aliento.
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