La niñez que perdió en las labores

Florencia Aquino Hernández

Por Karen Denisse Montiel Jimenez 
CDMX. Ojalá la empatía fuera una práctica, una clase en las escuelas y una regla en la constitución; de cuantas disputas sociales nos salvaría; al menos así tendríamos más seguro un lugar en la mesa y una infancia que ayudara a desarrollar los sentidos.

Un caso que muestra esto y la forma en la que la decisión propia y circunstancias distintas pueden constituir el ser de una persona, es el de Florencia Aquino Hernández, o Flor; el ejemplo de que la niñez está solo a un recuerdo de distancia. Nacida en una comunidad náhuatl en Huautla Hidalgo, Flor es una mujer que nació en 1947 y que, desde entonces, por 76 años ha recorrido la vida con amabilidad y anhelo. 

Su casa está repleta de plantas, es la única  de su calle que parece tener un toque cálido, y a través de la puerta se escuchan los ladridos de los perros que inauguran su llegada; su mesa está cubierta por un mantel bordado de flores, y no creo que haya un objeto que la represente más, pues es en estos pequeños detalles es donde se encuentran sus antiguos sueños y deseos de llevar la vida de diseñadora de modas.

La historia comienza en su toma de conciencia, a la corta edad de cinco años, en un rancho en Tampico, donde por órdenes de su mamá se instala en la casa de su “madrina” y donde sus primeros recuerdos consisten en los deberes; los cuales constaban de cuidar a un niño más niño que ella, recogiendo sus juguetes y vigilando una infancia que debió ser suya. 

Florencia creció aprendiendo el náhuatl, pero su destino la llevaría de la mano por el español y los mexicanismos. Su primer contacto con esto se resumió a no entender letra y palabra, hasta que su padrino dio por concedido que necesitaba un vaso de agua, el mismo vaso de agua con el que puso en práctica la lengua. Él le especificaba diariamente que le trajera su bebida, y en el momento de tenerla de frente no se la aceptaba hasta que ella dijera las palabras: “tenga usted”, esta fue la forma de asociación que tuvo con las cosas, apenas tenía 6 años en ese entonces. “Se me hacía muy difícil, todavía ahora se me andan saliendo mis cuatros”, aun en estos tiempos en sus ojos existe la añoranza que conecta con la fluidez de sus palabras cuando encuentra con quien hablar el náhuatl.

Junto con otras tres mujeres compartió un cuarto hasta los doce años; durante esta etapa aprendió a hacer la limpieza del hogar, cargar agua, ordeñar vacas, y hacer queso. Hasta que la problemática que implica crecer, y la búsqueda, por parte de su hasta entonces cuidadora, de evitar dichos problemas, terminaron con Flor siendo enviada de vuelta con su madre.

“Mi mamá no me tuvo ni siquiera tres días cuando me buscó trabajo y me fui con los señores, a Veracruz”. Era época de lluvias, así que su llegada fue recibida en tierra húmeda; las inundaciones en el río Tantoyuca dominaban el pueblo, por lo que en su primera noche se vio obligada a pasarla en una camioneta. Pero como la tormenta no dura para siempre, al siguiente día la llevaron a desayunar, le dieron un café cargado, una rebanada de pan negro y unos huevos estrellados; la novedad de estos sabores terminaría con la frente ardiendo de fiebre y con una batalla violenta en su estómago, batalla que tuvo que soportar, pues cuando dio la tarde, ya se encontraba acatando órdenes de cómo lavar a mano una enorme maleta de ropa. 

Bordados y alfileres

Esta experiencia con la ropa no fue solo el primer contacto con la tela y el hilo. De hecho, a partir de ahí aprendió a hacer costuras y con las prendas usadas que tiraban a la basura sus jefes se hacía sus vestidos, de esos que se utilizaban con crinolina debajo. 

También aprendió la maña de usar los pantalones del señor, córtalos y amarrarlos a la cintura para subir a los caballos. Su sueño hubiera sido ser diseñadora y darle al pedal de la máquina para crear. Hoy en día es bordadora profesional de las servilletas que sale a vender con las vecinas. 

Durante su juventud no podía comprarse los vestidos que le gustaban porque desde el primer momento en que empezó a trabajar ahí, su mamá cobró por ella. Todas las veces, todos los días, sin un peso, ni supervisión. 

De hecho, toda su vida se ha preguntado por qué esa actitud tan distante de su madre hacia ella. Comparte la consanguinidad con sus otros dos hermanos, pero a ellos no los trató de igual forma, incluso tuvieron la oportunidad de estudiar. 

Un día de esos donde las preguntas invaden, Flor acompañaba a su madre a una revisión en el hospital cuando paró en seco y como si su garganta destapara años de preguntas que no esperaban ser resueltas, respiró y soltó “¿Mamá, y yo soy tu hija?”, es la única explicación que se le ocurría para semejante indiferencia. A lo cual su madre contestó “Pues si quieres, eh”. Eso solamente la dejó igual que al principio, nunca supo por qué. Pero ya no lo necesita, ya no pica ni rasguña el filo con el que la trató.

Mamá y papá de Flor

Sin advertencia 

Se mantuvo sin protesta hasta que en un viaje a la esquina de la tortillería coincidiría con la esposa de Víctor Alcocer, en esos tiempos un renombrado actor de doblaje que también era parte de muchas de las películas del conocido Cantinflas.  

- ¿Sabes de alguna muchacha que quisiera trabajar en la limpieza? 
- Si gusta, yo voy con usted.

La noche en la que escapó, les dio de cenar a sus jefes con normalidad; le dieron indicaciones de que cerrara el zaguán, pero a escondidas lo dejó entreabierto, más tarde de puntitas y silenciosa salió del lugar.

Su plan se vio intervenido a la mañana siguiente cuando fue a recoger sus cosas; la vecina ya había devuelto las cosas a sus ahora exjefes, viéndose forzada a tocar la puerta, acompañada de su nueva dirigente. Sus cosas seguían medio empaquetadas en una caja, sin embrago, ya le habían incluido cosas ajenas para que se viera como si fuera una ladrona; el plan de sus antiguos patrones falló pues su nuevo destino empezó a escribirse con la familia Alcocer en las calles de la Del Valle, en el entonces Distrito Federal.

El cambio de ambiente le vino bien, un aire templado, el sonido de los carros y una nueva normalidad más libre. Todo fue bien durante un tiempo, ella hacía las labores del hogar y al fin recibía un pago a cambio, lo que en ese tiempo eran cincuenta pesos, hasta que pasó lo que quebraría la relación. 

Para Flor es intimidante hablar de alguien que en el momento en que sucedió, era su jefe y una figura en la época del cine mexicano de oro. Uno de esos días rutinarios, Flor paseaba por la casa, cuando se acercó ese hombre con el que llevaba una relación cordial. 

Alcocer comenzó hablándole hasta que el tema salió a la mesa, le preguntó sin trabas que “si quería tocar su pajarito”. Flor automáticamente respondió que no, que ella no, que dejara de insinuarse y él proclamó “si todas han aceptado” como si fuese una especie de derecho que debía de tener con las mujeres que se dedican a la limpieza del hogar. Ella terminó la conversación con un “Señor, otras niñas sí se dejan, yo no, si usted les da dinero a mí no, yo estoy aquí por necesidad”. A partir de ese día, como anillo al dedo a Flor se le ofreció un nuevo trabajo y ella pudo dejar el lugar donde vivió dos años, sin ninguna explicación por detrás. 

En este punto, cualquiera se puede cuestionar, ¿cómo es que Florencia era tan consciente de que estaba en peligro si nunca hubo quien la advirtiera?, ¿cómo es que se le daba fácil decir que no? Según sus palabras todo se remonta a que siempre creció rodeada de personas privilegiadas, pese a que ella no viviera en igualdad de condiciones, aun en la misma casa. “Nunca vi pelear a mis jefes, nunca escuché que le dijeran a mi madrina de cosas”. En ese contexto no estuvo rodeada de violencia verbal. 

En cuanto a la línea que custodia la violencia sexual, Florencia estuvo muy cerca de rozarla en otras ocasiones. Pues desde que fue adolescente su madrina la señaló con conclusiones premeditadas al confundir su deseo de ser y vivir una niñez con una actitud de deseo sexual. Todo porque a sus 12 años salía a jugar con los niños de su calle. Y para “evitarse problemas”, la regresó con su mamá nuevamente.

En otra ocasión una vecina, allá en Tampico, la invitó al cine, Flor quería saber cómo era un cine, qué significaba ver una película en una sala. Al llegar las verdaderas intenciones se revelaron; apenas empezaban los comerciales ya estaba siendo abrazada por uno de los acompañantes que llevó la vecina sin previo aviso. “El fulano estaba atrás de mí, me quiso tocar y no me dejé” en ese instante la vecina le dijo: “déjate, no te hace nada”, Flor hizo caso omiso y salió de sala y de la plaza lo más rápido posible. Al llegar afuera no sabía cómo regresar a casa, no sabía leer y, por lo tanto, no podía diferenciar los letreros de los camiones. A su suerte llegó un policía y la auxilió a tomar su camión que la hizo llegar a casa.

Al abrir la puerta y mostrarse nerviosa llegaron las palabras que la confinaron a algo más grande que un sentimiento causado por el acoso del hombre. Su jefa le dijo “te iba a decir, pero no me quería meter, esa muchacha tiene fama de conseguir niñas y las vende”.

A pesar de estas circunstancias, Flor siempre tuvo algo muy claro. No quería que ninguna situación con un joven se interpusiera en su camino. Sí tenía novios, pero con ninguno se quedó hasta que le dieran confianza y estabilidad. En esos años la sexualidad era aún más tabú y los hombres le pedían “la prueba de su amor”. Y ella no quería arriesgarse a quedar embarazada porque en sus palabras “no tengo casa, no tengo mamá, si pasa algo así, a mí me corren, ¿y qué hago?”.

La independencia

Tocó a su puerta una mujer de 38 años con tres niños y una abuelita. Le dieron asilo al menos cinco años de plenitud, podía salir los fines de semana, le daban un espacio en la mesa y a pesar de que compartía cuarto con Dulce (la viejita de 85 años) a la cual llamaban “pasita”. Flor estaba agradecida.

Hasta tuvo la oportunidad de ir a la Nocturna, una escuela primaria para adultos. En ese lugar conoció a Atenógenes, un hombre que tomaba fotos, de hecho, muchas fotos; trabajaba en la basílica de Guadalupe como fotógrafo, y eso que solo tenía un ojo real, el otro lo perdió en un asalto y lo sustituyo por una prótesis de vidrio que cubría siempre con unos lentes negros.

A ella le daba risa que quisiera salir con ella, pues tenía 19 años y él 40. Ya tenía una familia con otros hijos, pero las circunstancias de los años sesenta y la frecuencia con la que se veían hicieron que se diera el asunto. De hecho, influyó mucho que le diera confianza, confianza que traspasó y, finalmente, Flor dejó su trabajo, se casó y se mudó con él a un terreno en la colonia “Prizo” ubicada en Ecatepec de Morelos dentro del Estado de México. 

Por primera vez se volvió ama de casa, de su casa. Estaba hecha de paredes de ladrillo y cemento, con una parte cubierta por techo de lámina, pero rodeada de flores. “Según yo, estaba cansada de trabajar, y trabajé más. Tenía que hacer comida, lavar, planchar”. 

Tuvo a sus tres hijos, Alfredo, Atte y Brenda; a los tres los sacó adelante con su amabilidad al decir las cosas y al otorgar la oportunidad que ella no tuvo en su infancia, la de estudiar, así como fomentando la unión entre hermanos con la clásica regla donde el hermano mayor se vuelve mentor del menor.

Florencia Aquino, en su casa de Ecatepec

La inseguridad 

En la zona comenzaron a haber muchos asaltos e inseguridad. Era la era de los carteristas en las combis, los que te rompían la bolsa con un cuchillo y no los que ahora existen y te apuntan con una pistola. 

Incluso a un lado de la casa pasaban la tarde unos muchachos que se drogaban en la puerta. Uno de esos días, Flor acababa de llegar a casa, apenas terminaba de pasar el patio cuando se escucharon varios balazos. Ella y su hija menor Brenda corrieron a lo más profundo de su casa a esconderse hasta que pasara lo estrepitoso de la situación. Al otro día el periódico apuntaba a su casa, habían matado a los vecinos. Por un pelo estuvo a salvo.

Está de sobra decir que se fue de ahí, no sin recibir un último asalto cuando su hijo la visitó. Ella y Alfredo estaban en la esquina comiendo tacos cuando se robaron su camioneta, y por su seguridad, la dejaron ir.  

A partir de ahí se mudaron a Nextlalpan, ella y su hija. Pues falleció su esposo, Atenógenes, con quien estuvo 38 años, 5 meses y 15 días. Por la necesidad volvió a trabajar limpiando casas en la zona habitacional repleta por casas suburbanas. Hasta que los años le fueron pasando factura.

Actualmente, sigue cocinando, pero ya no trabaja a menos que sea vendiendo gorditas o las servilletas tejidas que hace. Flor escribió su vida, como cualquiera, pero el hacerlo sola, el darse sus gustos solo para ella es lo que le llena el corazón. Cada cumpleaños se arregló y vistió para irse a sacar una foto que solamente ahora puede ver con orgullo. 

Porque no olvida aquella vez que en las calles de Insurgentes tuvo su primer contacto con la muerte y el único que continúa presente, la iban a atropellar. “Solo quedaría en una fosa común”, explicaba flor, sin nada que la reconociera, más que un acta de nacimiento que era un papel de cuaderno escondido en un buró.  

¿Cómo cambio eso tu forma de ver la vida?

Con sus ojos pequeños por el cansancio puede decir: “Gracias a dios yo vivo mi vejez feliz porque tengo unos hijos buenos que me ayudan, que me apoyan, que me dan casa, gracias a todos los santitos que, aunque no a todo los conozco, me ayudan y gracias a dios soy muy feliz y si no hay algo, nos aguantamos. Todo lo que batallé, pero ahora estoy bien.” 

No alcanzo a comprender la complejidad del sistema que hemos armado, ya no puede seguir así la vieja historia de tener que sobrevivir, pero al menos Flor demuestra ser bordadora, con manos que dan vida a las plantas, una mujer trabajadora que actualmente puede descansar de sus labores de limpieza. Su historia ciertamente reclama que la calidad de vida debería durar lo más posible, que se extienda tanto que el cuerpo no lo resienta, y que la niñez sea el presente menos ausente.






Bookmark and Share

No hay comentarios.

Con tecnología de Blogger.