La naturaleza del bien-morir
Por Fabio Antonio González Rojas
CDMX. “Desde que empezamos a crecer, perdemos. El andar de la vida significa pérdida; ya sea la niñez o la juventud, los amigos o el cabello. Es algo natural e inevitable. Hay que perder, y eso significa muerte. Para vivir, hay que morir.”
Un hospital le ha dado la bienvenida a Emilia cada día desde 1986, cuando ella tenía apenas 19 años de edad. Lo ha hecho en diferentes formas, horarios y condiciones, pero en un aspecto se ha mantenido constante: Siempre ha sido el mismo hospital. Siempre la misma fachada color gris, construida a partir de una circunferencia convertida en cilindro.
La misma avenida infestada de automóviles y ubicada a un lado de Periférico Sur, los mismos puestos de comida corrida, la misma unidad habitacional donde ha vivido su familia por décadas. Podría recordar cada detalle de los pasillos que fácilmente pueden convertirse en ciclos eternos, a pesar de las remodelaciones. Podría nombrar a cada una de las personas que ha conocido en el hospital, aunque muchos probablemente ya no están presentes en esta dimensión.
En nuestra dimensión, estamos ella y yo. En el entonces presente, inmortalizado en palabras y transformado a través de memorias. La dimensión trae consigo la oscuridad de la noche y el frío repentino del invierno. ¿Siempre ha sido así de frío? Resulta difícil saber sin certeza y sin buscar cifras específicas en internet. En la sala de estar, estamos; con luces débiles y cubiertos en suéteres. Ella tuvo un día largo, marcado principalmente por lo acontecido en sus horas de trabajo.
Habla de pacientes que atendió, conversaciones difusas y películas que vio recientemente. Sus ojos me miran con cansancio. Acaba de ponerse sus gotas diarias, aquellas que detesta y -de alguna manera- agradece por igual, aquellas que utilizará por el resto de su vida.
La entrevista comienza sin formalidades. Como madre e hijo, afortunadamente existe un trato constante. Ella empieza explicando sus estudios en relación a la muerte, de manera específica.
–Estudié un diplomado de tanatología en la Iglesia Metodista de México. A partir de ello, estuve en una asociación civil donde atendimos a pacientes en fase terminal, principalmente de SIDA (enfermedades empeoradas a partir de) y cáncer. Muchos de ellos no tenían a dónde ir, y lejos de un tratamiento, buscaban consuelo.
–¿Cómo definirías “tanatología”?
–Encaminar al “bien-morir”, un acompañamiento hacia el término de la vida. Tanto para los pacientes como para sus seres cercanos, se busca alguna preparación mental, espiritual. Todo se basó en el trabajo de Elisabeth Kübler-Ross, una psiquiatra suiza.
Hoy, Emilia tiene 54 años de edad. Durante sus casi cuatro décadas de trabajo en cilindro llamado hospital, ha conocido un número incontable de rostros bajo circunstancias completamente diferentes. Como recepcionista, su ubicación cambió continuamente, habiendo trabajado en casi todas las áreas del hospital, desde pediatría hasta oncología. En esta última área, dice haberse enfrentado a más situaciones difíciles que en cualquier otra, principalmente pacientes que no serían capaces de recuperarse. Decidió entrenarse tanto para poder encontrar las palabras adecuadas al dirigirse a ellos, como para sí misma.
Por varios años, ha relacionado sus creencias relacionadas a la tanatología y a lo que llama “el buen-morir” a las religiosas, ambas directamente conectadas. Parecería lógico asumir que la espiritualidad otorgaría un sentido de calma de manera general, y que un estudio de esta naturaleza modificaría por completo la percepción de un individuo con relación a la pérdida de un ser querido. Pero para ella no es así. Los sentimientos fluctúan, y el miedo, como un sentimiento vital en la naturaleza humana, permanece siempre.
–Es fácil cuestionar todo. Hace poco mi padre murió. No fue sorpresa, porque ya estaba enfermo. Pero de cualquier forma, ninguno de nosotros estaba listo. No se sintió real hasta el momento en el que estábamos en la funeraria, cuando nos preguntaron “¿Cómo quieren que lo vistamos?”. En ese momento, me di cuenta de que ni siquiera habíamos hablado de la ropa que él quería que su cuerpo usara durante el velorio. Que a pesar de la cercanía, aún lo sentíamos como algo lejano, algo irreal.
Su discurso se vuelve cada vez más pausado. Su mirada se aleja, como si estuviese recordando y reviviendo un momento específico dentro de su memoria. Se transportó a aquella madrugada, a aquel momento de verdadera incertidumbre. Recordar se convierte en una actividad dolorosa para muchos, por lo que es común no referirse directamente a eventos de esta naturaleza de manera casual. Existe un aire de oscuridad alrededor de concebir la muerte propia o la de alguien cercano. Después de un momento, pregunto si cree que estos temas deberían discutirse de manera directa.
¬–Es importante que conozcamos la muerte y aceptemos su cercanía. Por ejemplo, creo que es importante que los niños estén presentes en funerales de sus seres queridos, de que comprendan la situación como realmente es. No podemos ocultarlo, no debemos ignorarlo. Desde que empezamos a crecer, perdemos. El andar de la vida significa pérdida; ya sea la niñez o la juventud, los amigos o el cabello. Es algo natural e inevitable. Hay que perder, y eso significa muerte. Para vivir, hay que morir.”
Los ojos frente a mí se vuelven llorosos. Quizás siempre lo estuvieron, debido a las gotas, pero ahora las lágrimas cobraban sentido; de pronto tenían un valor indescriptible. Continúa.
¬–Sobre todo, hay que dejar que las emociones se presenten como realmente son. Hace poco, alguien cercano a mí empezó a llorar espontáneamente frente a mí. Me desconcerté, pensando que tenía que ver con lo que discutíamos. Pero me lo dijo muy claro: “Estoy triste, y quiero llorar”. Era por otra pérdida que tuvimos hace poco. Es importante llorar, dejar todo afuera y atravesar el proceso de luto en todos sus aspectos.
Una vez más, se detiene por un momento. Me mira con gentileza, a pesar del cansancio y la tristeza. Es una mirada que se ha mantenido constante a lo largo de los años, sin importar los cambios o el paso del tiempo. Recientemente, me di cuenta de lo mucho que se parece a su propia madre físicamente. Pero no es lo único. Las similitudes parentales son algo casi indescriptible, fuera de lo obvio.
En ciertos momentos, se expresa de una manera sutil; junta los labios en concentración o expresa confusión levantando solamente una ceja. Al ver esas expresiones, mi mente cree poder relacionarlas a algo, pero no sabe a qué. No es hasta después que me doy cuenta de que había visto ambas expresiones en su padre (mi abuelo) hace apenas unos meses.
¬–Todo pasa muy rápido. Nunca anticipé llegar a esta edad con tanta velocidad, verme con canas y arrugas. Mi abuelo me decía “como te ves, me vi, y como me ves, te verás.”
–Si tienes suerte.
–Claro, si tienes suerte. Nunca sabemos cómo pasará.
Es cierto. Es interesante pensar en la forma en la que la certeza y la incertidumbre se unen perfectamente. Sabemos que moriremos, pero no sabemos cuándo, ni como. Es una carga otorgada (quizás designada, dependiendo de la perspectiva de cada quien) a los seres humanos.
La entrevista termina con una pregunta estrictamente personal.
–¿Le tienes miedo a la muerte?
–Sí, totalmente. Creo que cualquiera puede estudiarla desde todos los ángulos, pero de cualquier forma, permanece algo desconocido. Puede que yo haya encontrado palabras para ayudar a alguien, pero el miedo siempre estará conmigo. Y eso no quiere decir que no haya formas de disminuir el dolor a través de estudios como éste. Soy una persona espiritual y creo que, en muchos casos, saber que la muerte es algo cercano y asegurado puede ser indescriptiblemente doloroso. En muchos casos, en la mayoría de los casos, el dolor del alma es más fuerte que el del cuerpo.
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