¡CHIQUITITA, NO PARES!
Por Guillermo Armenta Ugalde
Ciudad de México (Aunam). Una tras otra, cada una de las faldas es levantada con agitación por el muchacho alto. Sus movimientos son rápidos, pues las chicas huyen de sus audaces manos. La sonrisa no desaparece de su rostro, lo que ocurre parece emocionarlas más que alarmarlas. Al mismo tiempo, una señora exclama: “tan bonitos que están los vestidos como para usarlos para eso”.
Laberinto de colores es la expresión que mejor describe al mercado de artesanías de la Ciudadela. Cada uno de sus pasillos alberga montones de piezas elaboradas a mano, desde figuritas de papel maché hasta joyería de plata. Pequeños tesoros se esconden en los rincones de este lugar, en la espera de ser comprados y llevados a algún hogar.
Pero en el centro del sitio se alberga un motín mayor. Entre los puestos hay un espacio abierto, un pequeño patio que resguarda el clásico altar dedicado a La Virgen de Guadalupe. Alrededor conviven varios locales de comida, sus mesas y sillas se ubican al margen de la zona y son ocupadas por comensales que presencian un espectáculo al tiempo que consumen su almuerzo dominical.
Se trata de un grupo de danzantes: Ballet Folklórico Tlatoani, compuesto principalmente por adultos que interpretan bailes de la denominada “Tierra caliente”, espacio fragmentado entre Guerrero, Michoacán y el Estado de México. Los pies de los distintos bailarines impactan en el piso de manera veloz, suben y se levantan como si trataran de no quemarse. El líder del grupo profesa: “¡Échele DJ, que ya me estoy cansando!”.
Antes de finalizar, dos de los integrantes realizan una representación un tanto alejada de la danza. La pareja, compuesta por un hombre y una mujer, toma las riendas del escenario. Entre ellos, lanzan y reciben albures para hacerse quedar mal frente a la audiencia. El señor remata a la dama: “Primero le meto la mitad… ¡y después le meto la otra!”.
El combate verbal provoca risas en el público. Algunos más se muestran incómodos y callan. Previo a su retiro, cada uno de los intérpretes recibe un reconocimiento por su participación. Forman una fila horizontal y posan para ser fotografiados como niños de primaria en su ceremonia de clausura escolar.
La escena no pasa mucho tiempo desocupada, un nuevo colectivo anuncia su llegada. A diferencia de los anteriores, la Compañía de danza Miztli se conforma por bailarines jóvenes. Las chicas lucen vestidos coloridos y apretadas trenzas y moños en sus cabezas. Por su lado, los jóvenes dejan reposar en su cuello pañoletas de rojas y lucen entreabiertas camisas blancas.
Sus coreografías son más rápidas que las de Tlatoani. Las largas faldas forman figuras al ser manipuladas por las intérpretes. En cada momento los muchachos deben cambiar de posición para realizar formaciones e iniciar un nuevo paso. Además de la mencionada cacería de enaguas al ritmo del son de La iguana, una de las representaciones más llamativas es el baile de los machetes.
Durante dicha interpretación, los chicos utilizan sus hojas de metal para intentar cercenar los tobillos de sus compañeras, quienes esquivan el ataque con saltos precisos. Debido a las exigencias de la danza, los participantes reflejan poco a poco el cansancio. Además del sudor en sus rostros, algunos comienzan a cometer errores y dejan de coordinarse con los otros.
No obstante, sus familiares los observan desde la primera fila de sillas de plástico colocada en el sitio, por lo que continúan lo mejor que pueden. Entre cada una de las representaciones, las mujeres emiten agudos gritos. Asimismo, la cabecilla de la agrupación lanza alaridos. “¡Aaaaay, chiquitiiita!” y “¡no pares, mujeeer!” retumban en los oídos y emocionan al público.
A pesar de haber expuesto muestras culturales de distintos estados como Michoacán, Nayarit y Sinaloa, hay un elemento que unifica todo su trabajo: el constante e infinito zapateo. Al iniciar su última pista, este movimiento cobra su mayor fuerza. Al unísono, todos comienzan a golpear el piso. Luego de unos instantes, parece que un aguacero azota el lugar.
Su labor termina. Los varones levantan a las muchachas y las cargan en sus brazos, como dos novios recién casados. Entre ellos, uno es un niño más pequeño, por lo que, incapaz de levantar a su amiga, solo la recarga en su costado.
Los aplausos se hacen presentes, las gotas de sudor invaden los cuerpos de los bailarines. Las cámaras enloquecidas entran en acción y comienzan a registrar el momento. Los jóvenes, por primera vez, permanecen quietos. Cuando la anfitriona del evento aparece y toma la palabra, lo primero que dice es: “hasta yo me cansé nada más de verlos”.
Ciudad de México (Aunam). Una tras otra, cada una de las faldas es levantada con agitación por el muchacho alto. Sus movimientos son rápidos, pues las chicas huyen de sus audaces manos. La sonrisa no desaparece de su rostro, lo que ocurre parece emocionarlas más que alarmarlas. Al mismo tiempo, una señora exclama: “tan bonitos que están los vestidos como para usarlos para eso”.
Laberinto de colores es la expresión que mejor describe al mercado de artesanías de la Ciudadela. Cada uno de sus pasillos alberga montones de piezas elaboradas a mano, desde figuritas de papel maché hasta joyería de plata. Pequeños tesoros se esconden en los rincones de este lugar, en la espera de ser comprados y llevados a algún hogar.
Pero en el centro del sitio se alberga un motín mayor. Entre los puestos hay un espacio abierto, un pequeño patio que resguarda el clásico altar dedicado a La Virgen de Guadalupe. Alrededor conviven varios locales de comida, sus mesas y sillas se ubican al margen de la zona y son ocupadas por comensales que presencian un espectáculo al tiempo que consumen su almuerzo dominical.
Se trata de un grupo de danzantes: Ballet Folklórico Tlatoani, compuesto principalmente por adultos que interpretan bailes de la denominada “Tierra caliente”, espacio fragmentado entre Guerrero, Michoacán y el Estado de México. Los pies de los distintos bailarines impactan en el piso de manera veloz, suben y se levantan como si trataran de no quemarse. El líder del grupo profesa: “¡Échele DJ, que ya me estoy cansando!”.
Antes de finalizar, dos de los integrantes realizan una representación un tanto alejada de la danza. La pareja, compuesta por un hombre y una mujer, toma las riendas del escenario. Entre ellos, lanzan y reciben albures para hacerse quedar mal frente a la audiencia. El señor remata a la dama: “Primero le meto la mitad… ¡y después le meto la otra!”.
El combate verbal provoca risas en el público. Algunos más se muestran incómodos y callan. Previo a su retiro, cada uno de los intérpretes recibe un reconocimiento por su participación. Forman una fila horizontal y posan para ser fotografiados como niños de primaria en su ceremonia de clausura escolar.
La escena no pasa mucho tiempo desocupada, un nuevo colectivo anuncia su llegada. A diferencia de los anteriores, la Compañía de danza Miztli se conforma por bailarines jóvenes. Las chicas lucen vestidos coloridos y apretadas trenzas y moños en sus cabezas. Por su lado, los jóvenes dejan reposar en su cuello pañoletas de rojas y lucen entreabiertas camisas blancas.
Sus coreografías son más rápidas que las de Tlatoani. Las largas faldas forman figuras al ser manipuladas por las intérpretes. En cada momento los muchachos deben cambiar de posición para realizar formaciones e iniciar un nuevo paso. Además de la mencionada cacería de enaguas al ritmo del son de La iguana, una de las representaciones más llamativas es el baile de los machetes.
Durante dicha interpretación, los chicos utilizan sus hojas de metal para intentar cercenar los tobillos de sus compañeras, quienes esquivan el ataque con saltos precisos. Debido a las exigencias de la danza, los participantes reflejan poco a poco el cansancio. Además del sudor en sus rostros, algunos comienzan a cometer errores y dejan de coordinarse con los otros.
No obstante, sus familiares los observan desde la primera fila de sillas de plástico colocada en el sitio, por lo que continúan lo mejor que pueden. Entre cada una de las representaciones, las mujeres emiten agudos gritos. Asimismo, la cabecilla de la agrupación lanza alaridos. “¡Aaaaay, chiquitiiita!” y “¡no pares, mujeeer!” retumban en los oídos y emocionan al público.
A pesar de haber expuesto muestras culturales de distintos estados como Michoacán, Nayarit y Sinaloa, hay un elemento que unifica todo su trabajo: el constante e infinito zapateo. Al iniciar su última pista, este movimiento cobra su mayor fuerza. Al unísono, todos comienzan a golpear el piso. Luego de unos instantes, parece que un aguacero azota el lugar.
Su labor termina. Los varones levantan a las muchachas y las cargan en sus brazos, como dos novios recién casados. Entre ellos, uno es un niño más pequeño, por lo que, incapaz de levantar a su amiga, solo la recarga en su costado.
Los aplausos se hacen presentes, las gotas de sudor invaden los cuerpos de los bailarines. Las cámaras enloquecidas entran en acción y comienzan a registrar el momento. Los jóvenes, por primera vez, permanecen quietos. Cuando la anfitriona del evento aparece y toma la palabra, lo primero que dice es: “hasta yo me cansé nada más de verlos”.
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