LA HERIDA REABIERTA

Por David Ricardo Beltrán López
Ciudad de México (Aunam). Escribir un día como hoy no es fácil, despertando con un temblor en un sábado, y aún con el sabor amargo que desde hace cuatro días se mantiene en la boca y en el corazón. Si he de partir y desaparecer, que sea escribiendo, quizás en algún lado esto se pueda leer en otro tiempo, en otra dimensión, en otro mundo.


Escribo desde México, con 37 años de edad y con la memoria fresca, por lo menos en los detalles que se mantuvieron fijos de aquél fatídico 19 de septiembre de 1985. En mi memoria permanece el recuerdo de una sacudida. En ese instante de visita estaba en casa de mis abuelos, durmiendo en un catre. Recuerdo que adjudiqué el movimiento a que alguien seguro había pasado cerca de mí y se había golpeado. De inmediato, mi papá me arrebató del sueño y de toda idea de tranquilidad esa mañana y, en sus brazos, nos resguardamos bajo el marco de una de las puertas.

Recuerdo el crujir de la tierra, el movimiento de la casa y los gritos de mi abuelita y mis tías; mi hermana, apenas una bebé, fue rescatada de su cuna por una de mis tías. La incertidumbre y la confusión dotaban al escenario de un clima de miedo en su máxima expresión. Pasó el susto y después vino el llanto y luego la incertidumbre, la incomunicación y el sonido de una ciudad lastimada por la madre naturaleza. Ella, que da la vida y también la quita, nos presta por un instante la tierra para nuestra convivencia y después nos devuelve a ella sin remedio, a veces de manera violenta.

Esperamos, con angustia, la llegada de cada uno de nuestros familiares y, mientras tanto, la radio se convirtió en un narrador de historias de terror, de suspenso y de dramas verdaderamente desgarradores. No se podía dar crédito a lo que salía del aparato de transistores. Enseguida vinieron las compras de pánico y los adultos sólo salían acompañados los adultos. A mis cinco años no alcanzaba aún entender del todo la tragedia. Transcurrieron las horas y entonces la oscuridad, la falta de energía eléctrica y un silencio que duele se apoderaron de mi domicilio.

Sólo cuando vi las imágenes, muchas horas después, en la televisión logré contemplar el panorama. Aún así, me parecía sumamente ajeno, parecía ser otro país, otro mundo. Escuchaba el mismo idioma, el nombre de varios sitios en mi ciudad, en mi país, pero no era el mismo, no podía ser. ¿Por qué sucedió algo así?

El silencio y el luto duraron semanas, meses. Al siguiente año se hizo el mundial de futbol y pareció que todo se olvidaba con el gol de Negrete, y pecamos de olvidadizos. La solidaridad quedó como una bella anécdota y un relato de valía para el pueblo de México y la ayuda nacional e internacional opacó la entonces tibia reacción gubernamental.

En el transcurso de mi vida pude ver en la televisión un documental sobre las medidas de los japoneses para enfrentar bombardeos, erupciones, explosiones nucleares y terremotos. Hasta su mobiliario era especial para cada tipo de situación y las escuelas tenían protocolos de seguridad muy bien estructuradas. De inmediato recordé los simulacros escolares y me resigné.

Pasaron los años, y vinieron otro tipo de catástrofes que mostraron la solidaridad de los mexicanos, como el pueblo que se une bajo circunstancias extremas, pero la amabilidad ya se había perdido. El recuerdo del terremoto del 85 era el pretexto para que en septiembre se realizaran simulacros simultáneos, sin la seriedad necesaria para recordar a los que nos dejaron durante aquel desastre. La ironía abunda en ejemplos y el precio de haber olvidado, ha sido muy costoso. La herida se ha reabierto.

Nuevamente es la solidaridad la que hace respirar al pueblo, la que desahoga ese llanto y abraza la esperanza de vida. Una vez más las autoridades han quedado expuestas, rebasadas, ante la sociedad. No comparto el linchamiento en tiempos de desgracia, pero es ahora cuando menos se necesita la delincuencia, la tranza, la corrupción y el partidismo. Lo que ahora se requiere son manos bien organizadas para brindar alimento, para sostener una mano, para levantar el puño y pedir silencio.

Nuevamente aparece ese crujido de almas, esa sensación de incredulidad que acompaña al hecho de saber que debajo de la montaña de escombros puede que aún existan vidas atrapadas, de que el paisaje frente a nosotros alguna vez fue una ciudad que respiraba su normalidad… Pero se da la aparición de esa fe, la que provoca que las fuerzas no se agoten en todos y cada uno de los rescatistas, que los perros logren milagros y la gente siga unida como nunca. Surge la esperanza que lleva a entonar el Himno Nacional de la forma más solemne, la que brota lágrimas en sus entrañas y que destroza los corazones al ver la fortaleza de todos y cada uno de los que comparten la tragedia.

A esto se suma la hermandad de los pueblos, cuyo lenguaje universal es la solidaridad. Miles de personas han enviado muestras de apoyo, paisanos alrededor del mundo han brindando sus manos y corazones para honrar el amor por la humanidad, para sostener piedras una a una y llenar camiones enteros.

En estos días, la angustia se mantiene sólo en el pensamiento, porque en las acciones se muestra la fuerza de la vida, la respuesta a la naturaleza, que tan convincente expone su poder, temeridad y magnificencia. En estos días volvemos al origen, a pensar en sus misterios con el mayor respeto y a valorar la vida que nos presta. En estos días el pueblo vuelve a ser pueblo, hermanos de sangre, de patria, de humanidad. Es ahora cuando nuestra fortaleza descansa en la esperanza de aquellos que hacen posibles cada rescate entre los escombros. Es la reconstrucción de vidas a pesar de toda la destrucción.

Fotografía: [Cortesía ABC News]

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