El rastro invisible de un perfume sobre el Chiquihuite
Por Ulises Soriano
Ella subió al Cablebús en la estación La Pastora de la línea uno, encallada en medio de una ciudad de ciudades, donde el tiempo apremia, y al igual que este transporte de reciente creación: no se detiene para esperar a nadie
Con pasos temerosos tomó asiento frente a él. Era martes, medio día; el viento soplaba, y el calor después de las lluvias inesperadas de agosto apenas comenzaba. La góndola tomó impulso al salir de la estación y enfiló con dirección a Indios Verdes mientras surcaba los techos de las faldas del Cerro del Chiquihuite.
El cristal izquierdo revelaba a los testigos de una ciudad que de pronto se hizo pequeña y la exigencia por más espacios de vivienda devoró las faldas de un cerro coronado por las antenas de transmisión pertenecientes a diferentes cadenas de televisión.
Las casas de fachadas verdes, amarillas, azules y rosas descoloridas están situadas entre laberintos que desembocan en semejantes pendientes. Esos pasajes serpenteantes son el hogar y espacio donde las familias decidieron hacer su vida y la llegada del Cablebús les robó algo de su intimidad.
—¿Disculpa hay algún problema en que me ponga perfume? — dijo mientras la góndola cruzó sobre la autopista Naucalpan-Ecatepec.
—¡No, para nada! Adelante—respondió él con sorpresa ante el cuestionamiento y optó por bajar la mirada para dar “privacidad” mientras ella abría la mochila rosa de dónde sacó el frasquito.
Una roseada de la botella a la izquierda y otra a la derecha de sus hombros y el cuello, otra más en el pecho sobre su blusa azul; otra más en la muñeca izquierda y otra en la derecha. De pronto, el olor dulce y fresco invadió la atmosfera de la góndola que mostró una zona habitacional distinta a la improvisación del cerro.
De complexión delgada y tez pálida; cabello café oscuro, rizado, húmedo y a los hombros; ella miraba a todos lados, como si admirara el paisaje despejado de una ciudad contaminada, pero que por momentos le dejó entrever sus edificios.
—Oye, si no es indiscreción ¿Cómo se llama tu perfume?
—Ay, ni me acuerdo. Deja ver— contestó con una risita apenada. Tomó su celular y buscó el nombre que, aseguró, había enviado una amiga. —Apenas me lo recomendó y es la primera vez que lo utilizo, estoy viendo si me fija bien, pero no lo alcanzo a percibir—, atajó.
—¿En serio no lo percibes? De verdad que huele muy bien—, respondió mientras volvió a respirar el aroma del perfume, de esos que quedan en la punta de la nariz y no se olvidan.
—¡Ya lo encontré! Se llama Burberry Her y es de Fraiche.
II. Intimidad
Quien gusta de conocer la vida ajena, el Cablebús es el transporte perfecto para dar un vistazo —demasiado invasivo— a la vida de los otros. No importa si uno es pasajero frecuente o lo utiliza como atracción citadina. Sobrevolar las azoteas de alguna u otra forma permite el chisme.
De una estación a la otra, entre Indios Verdes y hasta Cuautepec, las casas son distintas. Antes de cruzar la autopista Naucalpan-Ecatepec, en colonias como Lindavista, hay viviendas de dos o tres pisos las cuales denotan dos características: la amplitud de los terrenos que se vendían en el pasado; y que el tiempo también se detuvo en los acabados, los cuales dan un aire ochentero.
Eso sí, para los jóvenes del 2025, dichos hogares son impensables. El precio y la plusvalía del lugar las convierten en espacios que cuestan y costarán más millones, mientras los salarios para las generaciones que apenas egresan de las universidades no permiten un poder adquisitivo como el de sus padres, y ni hablar de los abuelos.
Sin embargo, las azoteas develan más que enormidad: la intimidad de la ropa. El sol, tras las lluvias, es aprovechado para secar las enormes sábanas amarillas, la cobija de rayitas negras y blancas o el cubre colchón de holanes.
Una vez cruzando la autopista, a las faldas del Chiquihuite, el panorama contrasta. Las casas asemejan ser una obra negra y con pocos acabados. El gris del cemento y ladrillos predomina, salvo algunas fachadas descoloridas donde el sol hizo su trabajo implacable.
Pero el constante es la ropa colgada de lazos amarillos o rojos, de esos que valen 20 pesos en la tienda de la esquina. Con el pasar de la góndola, uno admira el pants, el short y si es más incisivo o presta atención, puede ver los boxers que parecen paracaídas, o el cachetero rojo de encaje coqueto.
La altura diluye el sonido de tránsito de una ciudad tan caótica como la Ciudad de México [CDMX], sin embargo, en las faldas del Chiquihuite, el paisaje sonoro lo dominan los ladridos constantes de los perros guardianes de las azoteas. Mientras los canes de diversas razas, tamaños y colores duermen al fresco, la sombra de la góndola los despierta y el ladrido provoca un efecto dominó con otros perros vecinos.
También, la cabina sobrevuela un riachuelo de aguas negras que se abre paso entre las casas construidas obedeciendo el capricho del agua; no obstante, el olor hace mella hasta en las alturas.
En las proximidades de la estación Campos Revolución, frente a la ola de casas del cerro, a unas cuadras está el Reclusorio Norte. Desde el teleférico capitalino se aprecian los torreones azules que vigilan la actividad al interior de la prisión y también las crujías desde donde, de vez en cuando, una mano se alza por las ventanas intentando tocar el cielo, aunque sea lo más cercano a la libertad que pueda haber.
El viaje redondo por las seis estaciones —Indios Verdes, Ticomán, La Pastora, Campos Revolución, Tlalpexco y Cuautepec— dura alrededor de 55 minutos y hasta una hora, dependiendo de los ajustes del Cablebús para brindar el servicio.
Entre los pasajeros están los habitantes de las diferentes zonas por donde transita la obra que comunicó los barrios serpenteantes con el caos de Indios Verdes; pero también hay uno que otro extranjero que se sube para conocer lo “mexican curious”.
Hay hombres que vienen de la construcción, pues sus zapatos o el cansancio los delatan; y mujeres que van al trabajo o a la escuela y mientras la góndola surca por lo alto de las viviendas; hay momentos en que van enchinándose las pestañas, poniéndose colorete o pintándose los labios de varios tonos rojizos.
III. Nunca más
La chica de ojos medianos pero amplificados por sus anteojos delgados y grandes continuó poniéndose crema en las manos, luego se hizo un delineado sutil en los ojos y optó por no usar labial.
El teleférico avanzó sobre la aún desierta ESIME Ticomán, del Instituto Politécnico Nacional, pues las vacaciones politécnicas continuaban, aunque fuera agosto; mientras que ellos, sentados frente a frente, de vez en cuando intercambiaban miradas, mas no daban paso a más conversación.
Por la cabeza de ella pasó la idea de pedirle su número de teléfono o alguna red social para demostrar algo de interés. Ambos eran casi de la misma edad, unos 20 o 23 años.
Sin embargo, ninguno de los dos —por miedo ante los tiempos extraños donde intercambiar contactos en el transporte público puede tener implicaciones de seguridad— volvió a hacer la plática.
A unos metros de entrar a la estación de Indios Verdes, él suspiró y mientras las puertas de la góndola abrían, ella se despidió de forma tímida y sincera, aunque muy genérica.
—¡Adiós! Que llegues con bien a dónde vayas.
—¡Que te vaya bien! Ten un bonito día—, dijo él mientras la vio salir y también emprendió su salida para adentrarse a los torniquetes que marcarían el fin de su travesía.
El eco de una despedida más quedó desperdigado entre el bullicio que subía desde el paradero. Entre el tumulto de gente ella desapareció y él, aunque intentó seguirla con la mirada la perdió. Seguramente ellos nunca más se volverán a ver, pero nunca olvidará el olor del Burberry Her de Fraiche.

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