LOS QUE SE OCULTAN

Por Liliana Quiroz Zavala
Ciudad de México (Aunam). La plaza Perisur se yergue imponente desde sus mil novecientos ochenta metros de altura constituyendo uno de los centros comerciales más importantes del país. Liverpool, Sears y El Palacio de Hierro se aglomeran para aparentar una enorme caja de cristal en donde son posibles los sueños. A las once de la mañana, las puertas eléctricas de vidrio templado reciben a los exitosos, a los elegantes. Por los pasillos andan los que pueden comprarlo todo y los que se conforman sólo con ver detrás de los aparadores.


Los compradores hablan el lenguaje del dinero: “mamá, éstos están de oferta” asegura una adolescente que busca entre los jeans unos de su talla; “¿y si vamos a ir por mi reloj swatch? reclama un niño pequeño de cabellos rojos; “Alberto me dijo que hoy en L’Occitane había descuentos”, advierte una mujer a otra. El ambiente se ha transformado en los almacenes, la moneda es la conversación. Aún con los pasillos luminosos, la excitación por el consumo enturbia la visión y la realidad de los que trabajan ahí se oculta tramposamente.

Una barrera de piedras volcánicas que adorna el estacionamiento de la plaza dibuja otra entrada: la pendiente por la que pasan los trabajadores de Perisur. Un túnel ancho, que poco a poco se oscurece, deviene en una bodega húmeda y fría donde los sonidos del exterior se resguardan y se simulan puertas entre las paredes desgastadas. La zona de descarga número cuatro es la ruta de acceso de los que sostienen la mole gigantesca de placeres deliciosos, glamour y status.

Pasan por ahí los uniformados identificados con gafetes: intendentes, basureros, cocineros, cargadores. A los que dicen “estoy para servirle” les corresponde otra forma de entrar y salir. La casa de cristal los divide, haciéndolos invisibles. Es casi imposible verlos en medio de tantas distracciones. Los almacenes y las marcas se apoderan del espacio, transformando las caras humanas que recorren los pasillos en ojos cegados por las cosas. Inconsciente, la indeferencia se apodera de su andar y la historia de los que trabajan ahí queda escondida.

Sin embargo, ahí están ellos. Llegaron antes que los otros. Entraron por la puerta oscura para dejarlo todo listo antes de las once de la mañana. Descargan, limpian, ordenan, barren, trapean, acomodan. Su condición no les permite ir con la mirada distraída: tienen las caras bajas y en su actitud hay resignación y disciplina.

Los trabajadores de las tiendas juegan un papel distinto: tuestan el café, hacen el pan, acomodan los zapatos, planchan la ropa, friegan los pisos, controlan la seguridad, recogen la basura, obedecen órdenes, producen, ríen y callan.

Los compradores pueden y merecen todo mientras las manos invisibles hacen su trabajo. Para ellos no sirven los descuentos, las ofertas, los miles de artículos claves para la felicidad. Producen las cosas que otros disfrutan, pero no merecen todo lo exhibido en los aparadores.

“Sin los trabajadores no existirían los ferrocarriles, los automóviles, los coches. Nada de lo que es útil al hombre existiría sin los trabajadores” dijo alguna vez el luchador social yucateco Felipe Carrillo Puerto. En sus palabras había un intento de reconocimiento desesperado para los que llevan a cuestas la riqueza humana. En la caja de cristal, hay un fragmento de esa historia que tímidamente se oculta entre las sombras.

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