Paloma negra
Por Ximena Miranda Herrera
México. Desde la tierra de Guadalajara, una Paloma negra se desplomó en nuestras manos. A las dos de la tarde de un miércoles de abril, nos reunimos un buen amigo y yo. Habían pasado cuatro días sin vernos, pero se asemejaban más con años. Decidimos reunirnos en su casa y disfrutar de un ambiente hogareño.
Salimos a caminar por la colonia y prender algún cigarro que se terminó al cabo de unos minutos. En el camino nos encontramos con una licorería de color verde, con vidrios transparentes como paredes, en la entrada con una estatua de Johnnie Walker de apenas metro y medio de color amarilla.
Nunca había entrado a un lugar así pero me pareció fascinante. Había estantes que iban del piso al techo acomodados en pasillos, en las repisas se encontraban todos los sabores y colores de botellas de alcohol acomodadas de acuerdo con su contenido: vinos rosados, amarillos, tintos, vodka, ron y licores, todos con sus elegantes etiquetas y diseños coloridos, desde una botella común hasta una en forma de cabeza de ovni verde con ojos negros.
Después de recorrer el lugar, optamos por llevar un licor de agave con etiqueta negra que plasmaba la palabra “Premium” debajo del nombre “Paloma negra”. Emprendimos nuestro camino de regreso a casa, y en el jardín, en unos juegos de plástico con resbaladilla y techo rojo donde un día jugamos, se convirtieron en nuestro lugar para probar el licor de agave.
Inmersos en una larga plática de diversos aspectos de nuestra vida como el amor, Dios y la música, pasaron tres horas. A las cinco y media el frío comenzaba a sentirse a través del aire, así que entramos a la casa.
Pasamos el resto de la tarde en el cuarto de mi amigo, una habitación de no más de cuatro por tres metros cuadrados, su puerta que un día fue color verde estaba ahora tapizada de fotos, boletos de museos, estampas coloridas de caricaturas, imágenes de los Beatles. Al interior del cuarto, un clóset de madera oscura con puertas corredizas con dos posters de los Beatles, uno de ellos era la portada de Abbey Road.
Una vez ahí, nos sentamos en su cama y pusimos música en la una laptop conectada a un monitor extra, con bocinas negras ubicadas en el piso por dónde retumbaba el sonido en todas las habitaciones y por la ventana del cuarto. El repertorio comenzó con “Diario de un impostor” de Tino el pingüino y siguió con “La asimetría según Cardín”.
Al cabo de un rato, nos acostamos a ver el techo, él de lado de la pared color aguamarina y yo del lado de la laptop. Él viendo el techo y yo recargando mi cuerpo del lado derecho. Así estuvimos hasta que la música comenzó a tomar el camino que el algoritmo de YouTube decidía y “On the turning away” de Pink Floyd sonaba.
Al terminar esa canción, él cambió su posición y también se recargó hacia el lado derecho, quedó abrazado a mí y mi cabello corto, chino y esponjado pegaba en su cara de forma en que yo sentía su respiración. Así estuvimos, acostados y durmiendo durante hora y media mientras sonaba música muy relajante, de tipo electrónica para relajarse.
Para cuando despertamos eran las ocho, nos sentamos y cantamos unas canciones que incluían a Billie Eilish, Camila Cabello y a Elisabeth Roma. Media hora más tarde era mi hora de partir. Tomé mis cosas y salimos de la casa tomamos del brazo. Un cigarro para terminar el día nos acompañó de camino al metrobús y ahí nos separamos.
Leave a Comment