Pedro Infante... heridas sanadas


Por José Uriel Hernández Sánchez 
CDMX. Son las diez de la mañana y el cielo es azul rey, hombres y mujeres caminan y, como manada de cachorros, se detienen en cada uno de los espacios para reconocer, admirar y extasiar sus sentidos. Están ante un cementerio antiquísimo, pero bien conservado que, despojándole de sus tumbas, podría ser un jardín de palacio francés con sus estatuas góticas y sus edificaciones neoclásicas. 

Pero no hace falta quitar ninguna tumba. Nadie llora y todos van enfiestados. El ambiente no es de solemnidad pues hay algo en el bullicio y el intercambio de sonrisas que se asemejan más a una salida de campo, o a una boda de hacienda, que a una despedida eterna y amarga. Se lloró la perdida en 1957, Pedro había muerto un 15 de abril en un accidente aéreo en tierras de Mérida; más tarde ya se lloraba en todo el país. Sin embargo, hoy todos asisten como si fueran a verlo en concierto: comen tacos o mole y compran suvenires en puestos que se parecen a los que colocan afuera de un Pepsi Center o un Auditorio Nacional, aunque están en el Panteón Jardín.

Por su aglomeración, un lugar reclama la mirada. Hay una carpa color hueso que se extiende sobre un pasillo angosto. Filas y columnas de sillas negras (de esas desarmables que abundan en los salones para fiestas) se extienden por todo el pasillo y miran hacia un escenario de unos ocho metros de largo y seis de ancho, el cual está revestido con mantas de publicidad exagerada: el fondo es azul y tiene imágenes parecidas a las de la revista TVyNotas con su tipografía dorada. 

Encima, un presentador con bigote tupido y sonrisa de payaso anima a las casi trescientas personas que reservaron su asiento de plástico. Pero las sillas no fueron suficientes, ´volaron´ como hubieran ´volado´ los boletos del Inmortal. Para solucionar la falta de espacio, las parejas, familias y amigos se dispersan alrededor encontrando la comodidad para espectar.

 

Unos encontraron en la sombra de árboles posada y otros, profanadores, convirtieron tumbas en sillas, y hasta en mesas. Los que llegaban tarde ya no tenían que luchar con el dilema moral; “si ellos lo hacen por qué yo no”, argüía la madre a la hija, mientras servía un Jarrito de limón sobre una cruz de tiza.

Al evento asistieron algunos familiares de Pedro Infante y algunos herederos del regional mexicano. Lupita Torrentera, hija de Pedro, se regocijaba con la atención, algunos le pedían fotos y otros se conformaban con admirarla desde su silla. La mujer subió al escenario y agradeció el entusiasmo. Sus ojos brillaban cuando el nombre de su padre le llegaba a la boca y su sonrisa derretía en los presentes todo sentimiento de melancolía. Era una candidata del Partido de la Vida.

Bandas y artistas subieron con su propio repertorio de covers. Algunas tonadas se repetían, Cien años fue una de ellas, la diferencia consistió en la interpretación. Por un lado, el presentador hizo un acapella, mientras los Dandys arreglaban problemas de sonido y afinación. Al cabo de unos minutos la gente coreaba con él, sabían cada verso y estrofa y coordinaban hasta lograr ser el coro más talentoso de la cuadra. Al final, el presentador los dejó, y el estruendo rebotó en cada corazón, si Pedro hubiese despertado habría sentido la misma satisfacción que siente el humano común al oír a los pájaros por la mañana en un día libre.

Por el otro lado, Los Dandys maravillaron con su versión, había virtud en la guitarra y su requinteo. Ya no estaba la emoción del coro, pero sí la de las notas y los acordes. La voz clavaba tenaz en el tempo y los instrumentos tenían una armonía eclesiástica y una virtud bolera.

Los invitados fueron diversos. Había parodiadores de Televisa: Shakibecca y Carlos Donald; ellos cantaron Cielito lindo y Maldita sea mi suerte, respectivamente, a lado de un grupo de mariachis turquesa. 

Después dos integrantes de la familia Negrete protagonizaron el siguiente número, recalcando la inexistencia de rivalidad entre ellos y los Infante. Lorenzo Negrete regaló la presentación del día pues cantó con una voz inquebrantable y deseosa del infinito. Tras él, presentó a su hijo: un pequeño mozo con rostro ovalado y de facciones finas, con unas cejas pobladas y unos ojos abismales. ¿Su nombre? Emilio Julián. Actuó trémulo, las lágrimas estaban a punto de ahogarle la voz celestial, pero un “¡qué guapo!” del público le dio la fortaleza y alcanzó notas que solo un David bíblico podría. Al halago, contestó tiempo después: “no me digan eso que me chiveo”. Bajó enrojecido pero triunfante. Su padre dijo que no sabía si se dedicaría a “la cantada”, pero que estaba orgulloso de él. 

En su camino al auto, que los sacaría del evento, los dos Negrete hablaron con fanáticos, tomaron fotos y firmaron autógrafos. Entre ese gentío resaltaba Jimmy, un muchacho de poco más de metro ochenta, rubio, con un traje de charro beige y un sombrero café que ansiaba tomarse una foto con Lorenzo Negrete. Desde 2013, Jimmy asiste a los homenajes del Panteón Jardín, es un joven experimentado pero recatado, su timidez lo hace tambalear, pero su fanatismo lo sostiene. Para él, Infante es “un maestro” en el ámbito de la actuación, pues estudió Artes Escénicas y ha actuado en diferentes películas del cine mexicano. En su voz rasposa se puede oír el entusiasmo, su canción favorita es Cien años y confiesa que se la dedicó a Elsa Aguirre. 

Está contento de que la conmemoración anual se continuara después de que hubiese un parón de dos años debido a la pandemia, en donde solo pudo ver un maratón de películas para recordar a su ídolo. Finalmente, orgulloso sostiene que “Pedro rebasó a todos los compositores, incluyendo a Vicente Fernández y a Javier Solís […] a nivel internacional”. Su mirada esquiva encuentra a Lorenzo solitario y sale corriendo, con una timidez se acerca y le dice “una última por favor” al hombre de la voz infinita. Negrete acepta mientras ve a otras cinco personas acercarse, Jimmy se derrite de miedo y de felicidad, nos despedimos desde lejos y él se pierde en la multitud.   

A las dos de la tarde, personas comienzan a retirarse o a pasear encima de las tumbas. Entre ellas están Prudencia y Adela, dos mujeres que se conocieron en el fulgor del evento. Recuerdan risueñas sus primeros acercamientos al mundo de Pedro: Prudencia atrapa en su memoria escenarios en los que su padre solía escuchar la música del Inmortal; por otro lado, Adela lo conoció por su hermano que sintonizaba Una hora de Pedro Infante en la radio. El valor del artista es diferente en cada una. Prudencia admira al mito porque “era un buen actor, estaba guapo, era muy dadivoso [y] muy noble”; Adela lo admira por “buen actor, porque cantaba bonito [y era] buen intérprete”, entre sus razones explica que “se ve que ponía toda su alma y su corazón en sus actuaciones”. 

Como Prudencia, Adela y Jimmy había miles, sus historias eran más numerosas que las tumbas. Pero todas coincidían en algo: Pedro Infante. Algunas veces el Inmortal se reflejaba brillante en los ojos de los asistentes, otras tantas, Pedrito parecía dirigir mil mariachis que se paseaban por el panteón. El autor está muerto, pero su alma se dividió, sin dolor, entre todos sus fans.   

El día transcurrió entre cantos y aplausos, los que se iban parecían relevarse con los que llegaban. El evento duró hasta un poco después de las cuatro, pero tras los Negrete no hubo nada que avivara tanto a los presentes. Como el día decayó el evento también y fue cerrándose como una herida: lentamente, pero segura.




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