El SANTUARIO DEL PAN
- “La Vasconia” se condecora de ser la panadería más antigua de la Ciudad de México
Ciudad de México (Aunam). El olor se extiende hasta la calle de Tacuba, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. No le basta a la panadería “La Vasconia” el territorio que tiene delimitado desde hace casi 150 años. Provoca a cualquier transeúnte se detenga e ingrese al lugar a comprar alguno o empaparse un poco de historia.
o que inicio como una panificadora creada por vascos en el siglo XIX, desde el año 1870, se ha vuelto un híbrido. Desde la entrada luce el gran y colorado trompo de pastor para preparar los tacos que piden los comensales.
Los pollos rostizados son uno de los fieles compañeros de las conchas y los bolillos, pues abundan en los asadores giratorios y son muy demandados por la clientela.
Dentro de esa zona de comida o lonchería no faltan las tortas, los chilaquiles o los empanizados, que están al alcance de muchas personas por sus bajos precios; pero ¿cuál es la especialidad de la casa? Lo único que es especial es el pan que se elabora en el lugar.
La barra de comida y las mesas quedan atrás. Lo histórico se reserva hasta el fondo. Se aprecian la infaltables donas, los cuernitos, las rebanadas con mantequilla y azúcar, los bizcochos con pequeños chochos de colores, los polvorones amarillos, las grandes orejas, las rejillas, los ojos de buey, las banderillas, los panques y el canasto de los bolillos. El secreto de todas las piezas: su elaboración artesanal.
La elección de alguno de los tipos resulta complicada. Los clientes se ponen en aprietos. No saben qué elegir porque todos tienen un sabor particular. La gente experimenta un auténtico ritual para escoger el mejor de los panes. Peor es el asunto si se trasladan a la zona de los panes gourmet; se demoran aún más, no obstante, estos últimos requieren de más dinero en el bolsillo.
Las galletas, los postres, los pasteles y los helados también son ofrecidos en la panadería más vieja de la Ciudad de México, pero los clientes no concentran su atención en esos productos. Ellos se dirigen por lo tradicional, por lo que distingue al lugar desde hace más de una centena de años.
Al negocio ingresan los que van a comprar una charola completa, quizás para la cena o para llevarla con algún familiar, y los que van sólo por un buen pan dulce con el propósito de levantar el ánimo o entretener el hambre. Las piezas artesanales son envueltas por las trabajadoras del lugar, que visten de forma higiénica, con una gorra y una bata blanca, en la que destaca el gran logotipo color naranja de la empresa.
El “Buenas tardes” del “panero” se queda en el aire. No hay respuesta de las empacadoras a la cortesía del cliente. Piden las pinzas, colocan el pan en un envoltorio de plástico y, algunas avientan el pan bruscamente sin pensar que las banderillas van a llegar rotas; otras, lo depositan en la bolsa de papel con la más sutil delicadeza.
Mientras le empaquetan su pan a los compradores y acuden a pagar a la caja ubicada en la entrada, éstos pueden leer la “Carta al panadero”, esa declaración de principios que está en uno de los muros principales; escuchar las conversaciones de los comensales del área de comida; o leer la frase que define la filosofía de la panificadora: “La tradición de ayer, la frescura de hoy, la calidad de siempre”.
En las caras de los sujetos se dibujan grandes sonrisas. Ya se están saboreando las piezas que llevan en sus bolsas. Probaran historia, deleitaran su paladar con las recetas del pionero de la panificación en México, Marcelino Zugarramurdi, que han triunfado y trascendido de generación en generación en la Ciudad de México.
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