Cerebro de pescado

| Por: Yulissa Arcos |
México (Aunam). El 27 de septiembre de 2018 Yazmín Martínez, mi madre, llamó a toda la familia de forma urgente, debían reunirse en el hospital General Enrique Cabrera, mi papá se sentía mareado, perdía la movilidad del cuerpo. El doctor había sugerido aplicar una tomografía craneal lo más pronto posible, tenía un alto riesgo de embolia; ese hospital no podía atenderlo pues no contaba con el equipo médico. Fue así que en la sala de urgencias del hospital Fernando Quiroz le dieron el trágico diagnóstico: ¡tenía un tumor cerebral!

Diagnóstico de tumores cerebrales a través de diversos estudios.
Foto: Avances en el diagnóstico de tumores cerebrales. Instituto de técnicas avanzadas contra el cáncer. 26 de septiembre de 2019.

Era sábado y mi papá, con los ojos desorbitados, no paraba de hablar de comida. —Si salimos por la puerta principal y tomamos un taxi nos puede llevar a comer un caldo de pollo —decía, mientras se rascaba la nariz con la mano derecha— aunque yo la verdad prefiero un taquito de barbacoa. En la cárcel dan mejor de comer, aquí te tratan peor. En un letrero sobre la cabecera de la camilla se leía: Humberto Arcos Tapia, edema cerebral.

Los tumores, también conocidos como neoplastia, son un grupo de células que presentan un crecimiento anormal formando una especie de “masa” con un tamaño que supera los 15 milímetros. Pueden formarse en cualquier parte del cuerpo. Los tumores cerebrales que se llegan a originar dentro del cerebro mismo o en estructuras periféricas a él se conocen como “primarios”. Cuando se detona un cáncer en alguna otra parte del cuerpo y llega al cerebro, se denomina “secundario” o “metastásico”.

Se clasifican en dos: los malignos, cancerosos que tienden a evolucionar rápidamente y los benignos no catalogados como agresivos pero que pueden obstaculizar vasos y nervios sanguíneos produciendo malestar. Existen varias clases de tumores que dependen del tipo de células que los conforman: gliomas, meningiomas, cordomas, ependimomas, meduloblastomas, etc.

No hay una causa específica sobre la formación de tumores cerebrales, sin embargo, los epidemiólogos especialistas en este tipo de enfermedades buscan características comunes entre quienes los padecen. Los principales factores de riesgo son ambientales, debido a la constante interacción con sustancias radioactivas o tóxicas así como hábitos alimenticios o consumo de tabaco, alcohol y drogas. También son comunes los factores genéticos: mutaciones o antecedentes familiares que tienden a desarrollarse con la vejez.

Son diversos los métodos para diagnosticar los tumores cerebrales: un examen neurológico que consiste en la evaluación de visión, audición, tacto, movimientos corporales y reflejos.

También pueden aplicarse estudios por imagen como tomografías computarizadas (CT), resonancia magnética (MRI) y rayos X. Otra forma es a través de estudios de laboratorio (biomarcadores, punción lumbar, potenciales evocados) o biopsia.

Los síntomas varían según la persona: pérdida de memoria, náuseas, convulsiones, cambios de personalidad o de comportamiento. También dependen de la posición del tumor: lóbulo frontal, temporal, parietal, occipital. Lo que provoca trastornos en los sentidos o alteraciones motoras como dificultad o pérdida de movimiento así como cambios en el habla.

—¡Gorda!, ¡Yaz!—gritaba mi papá forzando la mitad de la boca que aún podía mover mientras se intentaba arrancar la bata blanca que le habían colocado; le era imposible. Un doctor de guardia ordenó deliberadamente suministrarle una dosis de haloperidol (fármaco neuroléptico) para que dejara de importunar entre los enfermos. Fue así que lograron dominar al león. Durmió alrededor de 36 horas y en la madrugada del 2 de Octubre recibimos un nuevo aviso: estaban esperando a que muriera...

En la puerta del consultorio 15, angustiados, esperábamos al neurocirujano. Salvador Manrique se acercaba. Joven como de unos 32 años, llevaba puesto filipina y pantalón azul acero, su tez blanca resaltaba los redondos y aceitunados ojos. Escuchó atentamente mientras intentábamos resumir lo que había sucedido; el insomnio, los dolores de cabeza, el mareo, la pérdida de conocimiento.

El especialista con seguridad descartó la posibilidad de una muerte próxima, no todo estaba perdido. A pesar de ello no podía designar un diagnóstico debido a la existencia de un edema (hinchazón debido a retención de líquido en tejido cerebral) en el hemisferio derecho de su cerebro. La inflamación había hecho que mi papá perdiera la movilidad únicamente en el lado izquierdo del cuerpo.

La cirugía es el primer paso del tratamiento de este tipo de padecimientos pues tiene como objetivo la extracción de la mayor cantidad de tejido tumoral para que después sea valorado y así determinar el procedimiento posterior. Las técnicas de la intervención pueden variar: estereotaxia, neuronavegación, mapeo funcional cortical intraoperatorio y florescencia.

Las esperanzas de la familia se habían reafirmado. El médico había planteado la posibilidad de utilizar un método llamado 5-ALA. Explicó que es un dispositivo utilizado principalmente en los pacientes con tumores cerebrales que tienen alta probabilidad de ser malignos primarios. Según la Agencia de medicina europea (EMEA) es un polvo en forma de solución que ayuda al neurocirujano a captar con mayor precisión el glioma maligno (tipo de tumor cerebral).

Ácido 5-aminolevulínico es el nombre científico del medicamento que a través de la fluorescencia guiada (luz negra) ayuda al neurocirujano a localizar con mayor facilidad el tejido afectado y diferenciarlo del sano pues produce un grupo de porfirinas que se tiñen al estar expuestas a la luz de un microscopio especializado. Se le debe suministrar una dosis al paciente al menos tres horas antes de someterlo al procedimiento quirúrgico.

—Lo que hace el Gliolan —nombre comercial del dispositivo— es encender el tejido tumoral cuando lo exponemos a la luz del microscopio. Así como cuando estábamos chiquitos y pegábamos estrellas fluorescentes en el techo que se encendían al apagar la luz, es el mismo fenómeno que tiene este medicamento—explicaba el médico mientras intentaba arreglar su impresora—. En este hospital tenemos una chulada de microscopio, pocos lo tienen, recomiendo que no se precipiten.

Las posibilidades de trasladar a mi padre a un hospital privado fueron frenadas por Manrique. A pesar de que el hospital Fernando Quiroz forma parte de una dependencia pública (ISSSTE) contaba con un microscopio especializado con luces negras que ayudan a activar el medicamento.

Fluorescencia en células tumorales después de suministrar 5-ALA Gliolan.
Foto: Consideraciones anestésicas con el uso de Gliolan para la resección de gliomas malignos. Anestesiar.org. 7 de febrero de 2018.

Los avances tecnológicos se habían alineado a favor del inesperado caso de la familia. Sin embargo, el precio del dispositivo oscilaba entre los mil euros, sin contar los costos de la cirugía. Manrique comentó que en un laboratorio con el que colaboraba se hacían donaciones del medicamento a hospitales públicos. Indicó, de forma audaz, que la extirpación tumoral se haría con o sin la donación.

Hay tres condiciones básicas para poder ejecutar una intervención de ese tipo: tener un microscopio con una fuente de luz específica, contar con el dispositivo y la certificación del neurocirujano especialista por parte del productor de Gliolan para su uso. Con suerte, mi papá sería uno de los candidatos a recibir la ayuda.

Salvador Manrique es uno de los dos médicos certificados en América Latina para utilizar el mecanismo 5-ALA. Al hablar se notaba la experiencia que sus estudios y las colaboraciones con el Consejo Mexicano de Cirugía Neurológica le habían dado. —Cuando lo vi llegar me pareció ver un ángel —decía mi mamá entre lágrimas—. Sin duda había una nueva oportunidad para todos.

El 11 de octubre, catorce días después del internamiento, mi papá fue visitado a las 6 de la mañana por un médico colega de Manrique. En el buró dejó una cajita con un frasco color ámbar, era el Gliolan. A eso de las 11, las enfermeras tenían órdenes de aplicar el medicamento y preparar al paciente. Raparlo y quitarle el bigote característico posiblemente fue lo más complicado. A las 3 se encontraba en quirófano. Al siguiente día, en terapia intensiva mi madre pudo hablar con él. —Todo salió perfecto, ahorita no te esfuerces en hablar, si me escuchas mueve tu dedo—. Él movió la mano.

Su recuperación fue aún más compleja. En su expediente médico las especificaciones del doctor eran claras; cuidados especiales, paciente en recuperación, dieta blanda. Este tipo de atenciones son asignadas a quienes presentan graves riesgos en los signos vitales por lo que deben ser asistidos por enfermeros y médicos de forma continua. Sin embargo, después de veinte días en el hospital, el mayor problema de mi papá era que tenía hambre, demasiada hambre.

Quizás era un buen síntoma para alguien que, después de una remoción de células tumorales en el cerebro, se estaba recuperando en perfectas condiciones. Pero, ¿cómo le explicas a un enfermo cerebral que no puede comer más que alimentos molidos? Justamente, no hay manera. Entre gritos y manotazos mi papá intentaba levantarse de aquella cama para ir a buscar algo que comer. Claramente, yo representaba su mayor obstáculo para cumplir su cometido. —Te lo juro por Dios, Yulissa, te la pierdes conmigo, ¿no me vas a dejar bajar?—.

A eso de medio día, para la hora de la comida, un enfermero dejó una charola sobre la mesa. Tenía un pescado empanizado con ensalada de lechuga, también arroz y un bolillo. La bebida: jugo de manzana y zanahorias con pasas de postre. Sorprendida y aliviada le describí con lujo de detalle aquel banquete mientras desenvolvía los cubiertos.

Antes de que pudiera degustar el bien parecido guiso, el enfermero volvió. Había una confusión. Esa bandeja no correspondía a la cama 222, donde estábamos mi hambriento padre y yo. Era la comida de otro paciente, pronto traería la de él. Mi papá no podía esperar. —A ver chatita, ya pasa para acá ese pescadito, porque eres capaz de que no me lo das—, estaba emocionado.

Comencé a darle la comida de la nueva charola que había colocado el enfermero en lugar de la otra. Esta sólo tenía una papilla y un vaso de leche; sin protestar la comió. Pero, en cada bocado me recordaba que mejor ya pasáramos al "plato fuerte". No podía decirle que aquel majestuoso pescado se había convertido en una caliente y grumosa plasta color verde.

La culpa se apoderó de mí y con un nudo en la garganta hice lo que cualquier otra hija habría hecho por su padre: me robé el pescado que ya estaba puesto en otra mesa. Cerré la cortina que rodeaba la cama, abrí el bolillo, metí el filete, el arroz y la lechuga. Le ordené que comiera lo más rápido que pudiera. Sin pensarlo dos veces, accedió. Abría la boca tan grande que yo podía ver el puente de metal que tenía en las muelas.

Cuatro o cinco bocados fueron suficientes para que aquella gran torta desapareciera. Pasó lo mismo con el postre y la bebida. Traté de esconder la evidencia pero el enfermero regresó por el platillo antes de que pudiera hacer algo. —¡Te dije que no se lo dieras!— protestó alebrestado —eso era para otro paciente.

El 26 de octubre mi casa se encontraba repleta de gente, algunos lloraban a los pies de la cama, otros más reían mientras contaban anécdotas que habían surgido en el hospital. Mi papá solo devoraba una gran torta de huevo con longaniza que había pedido desde el camino en la ambulancia. —Lo más feo de estar ahí era que no me daban de comer, me pude haber muerto de hambre.

Un año después, el 16 de agosto de 2019, mi papá perdió la batalla. No lo mató el hambre... El vocablo “cáncer” se convirtió en la palabra prohibida; en casa todos se limitan a mencionarla. Quizá porque rehusamos a aceptarlo. Ni el gran especialista, ni la avanzada tecnología pudieron contra una enfermedad tan invasiva; se apagó por siempre el cerebro del pescado.






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