CON AUTE: DESNUDOS A LA INTEMPERIE
Por Pablo Saldaña
México (Aunam). Su voz vibraba sola, sin ningún acompañamiento musical, y las personas, extasiadas, lo contemplaban en silencio. Imperceptibles habían pasado tres horas y media de música, poesía, confesiones, anécdotas y reencuentros.
En el Teatro de la Ciudad "Esperanza Iris" no cabía nadie más y el amor se desbordaba; mientras Luis Eduardo Aute interpretaba las canciones de su nuevo disco, Intemperie, y algunas otras “del siglo pasado”, en los corredores del recinto unas cuantas parejas se besaban y algunos solitarios miraban la lluvia por los ventanales.
Tras algunas piezas, vendrían un par de confesiones, en particular una que dejaría a los presentes en silencio: Aute cree en dios. Irreverente como es, aseveraba que la creación se debía al divino placer solitario a tres manos, por aquello de la Santísima Trinidad, y entonces “dios nos salpicó a todos”.
Además, aportó dos pruebas de la existencia de un ser divino: el sexo y el Papa; el primero por el placer, el segundo porque “todo en la vida tiene un contrario”. Aunque puntualizó que si el Pontífice se creía en verdad el representante de dios en la Tierra, “por menos de eso muchos están en el manicomio”.
El concierto se asemejaba a una buena tertulia de amigos en una cafetería bohemia, Aute se levantaba de su asiento, caminaba, aplaudía, y regresaba al micrófono. Y cual tertulia hablaba lo mismo del amor que de política y esa podredumbre que vive el mundo en la cual, incluso, es posible encontrar esperanzas.
Solidario con el movimiento de los “indignados” en España y las manifestaciones en Grecia, alertó que hasta ahora se han portado pacíficos, pero que ante la creciente represión, pronto, muy pronto cambiarán de acciones; entonces saldría a la luz la faceta “anarquista” del poeta.
Hizo un llamado a pensar diferente, a liberarse, a discernir, a transformarse y ser diferentes: “Pero yo que no pretendo fortalezas ni fortuna, sólo un sueño soñaría: entre un mar de girasoles buscaría un Giraluna que velara y desvelara, cada noche, la otra cara de la luna...”.
Aute abrazaba con su voz, en especial cuando llegaron los clásicos y se daba el lujo de jugar con ellos. Como un chiquillo, se regodeaba ante los aplausos y coros de los presentes, los alentaba.
Sus músicos iban y venían del escenario hasta dejarlo solo, para que pudiera interpretar Dentro, su canción más amorosamente individualista: “Así me reanuda la sangre, tensando la canción dormida, mis dedos aprietan, amantes, un hondo compás de caricias…”.
Sin tu latido, Aleluya, Alevosía, De alguna manera, una a una iban desfilando las letras más conocidas del cantautor. En algunas se despertaba la voz monumental; en otras, el silencio de la estupefacción se manifestaba hasta que gritos de “¡te amo!” lo interrumpían. Si en verdad hay un dios, esa noche se llamaba Luis Eduardo.
Las grandes ausentes eran pedidas de manera pasional, quizá la única manera de pedirle algo a la estrella que iluminaba el teatro: “¡Slowly!”, “¡Anda!”, “¡Rosas en el mar!”. Sin embargo, las plegarias no fueron escuchadas.
Pero se mostró piadoso. Aute regresó un par de ocasiones al escenario y dejaría lo mejor para el broche: una tenue luz iluminándolo y él, en solitario y a capela, pondría fin a una noche mágica y de la cual, entre la lluvia y el concierto, los presentes saldrían húmedos y cultivados, promesa hecha al inicio y más cumplida, imposible.
La velada terminaría como suelen hacerlo aquellas que implican al amor, la comunión y la creación: con los involucrados a la intemperie, desnudos del alma y, por supuesto, Al alba…
México (Aunam). Su voz vibraba sola, sin ningún acompañamiento musical, y las personas, extasiadas, lo contemplaban en silencio. Imperceptibles habían pasado tres horas y media de música, poesía, confesiones, anécdotas y reencuentros.
En el Teatro de la Ciudad "Esperanza Iris" no cabía nadie más y el amor se desbordaba; mientras Luis Eduardo Aute interpretaba las canciones de su nuevo disco, Intemperie, y algunas otras “del siglo pasado”, en los corredores del recinto unas cuantas parejas se besaban y algunos solitarios miraban la lluvia por los ventanales.
Tras algunas piezas, vendrían un par de confesiones, en particular una que dejaría a los presentes en silencio: Aute cree en dios. Irreverente como es, aseveraba que la creación se debía al divino placer solitario a tres manos, por aquello de la Santísima Trinidad, y entonces “dios nos salpicó a todos”.
Además, aportó dos pruebas de la existencia de un ser divino: el sexo y el Papa; el primero por el placer, el segundo porque “todo en la vida tiene un contrario”. Aunque puntualizó que si el Pontífice se creía en verdad el representante de dios en la Tierra, “por menos de eso muchos están en el manicomio”.
El concierto se asemejaba a una buena tertulia de amigos en una cafetería bohemia, Aute se levantaba de su asiento, caminaba, aplaudía, y regresaba al micrófono. Y cual tertulia hablaba lo mismo del amor que de política y esa podredumbre que vive el mundo en la cual, incluso, es posible encontrar esperanzas.
Solidario con el movimiento de los “indignados” en España y las manifestaciones en Grecia, alertó que hasta ahora se han portado pacíficos, pero que ante la creciente represión, pronto, muy pronto cambiarán de acciones; entonces saldría a la luz la faceta “anarquista” del poeta.
Hizo un llamado a pensar diferente, a liberarse, a discernir, a transformarse y ser diferentes: “Pero yo que no pretendo fortalezas ni fortuna, sólo un sueño soñaría: entre un mar de girasoles buscaría un Giraluna que velara y desvelara, cada noche, la otra cara de la luna...”.
Aute abrazaba con su voz, en especial cuando llegaron los clásicos y se daba el lujo de jugar con ellos. Como un chiquillo, se regodeaba ante los aplausos y coros de los presentes, los alentaba.
Sus músicos iban y venían del escenario hasta dejarlo solo, para que pudiera interpretar Dentro, su canción más amorosamente individualista: “Así me reanuda la sangre, tensando la canción dormida, mis dedos aprietan, amantes, un hondo compás de caricias…”.
Sin tu latido, Aleluya, Alevosía, De alguna manera, una a una iban desfilando las letras más conocidas del cantautor. En algunas se despertaba la voz monumental; en otras, el silencio de la estupefacción se manifestaba hasta que gritos de “¡te amo!” lo interrumpían. Si en verdad hay un dios, esa noche se llamaba Luis Eduardo.
Las grandes ausentes eran pedidas de manera pasional, quizá la única manera de pedirle algo a la estrella que iluminaba el teatro: “¡Slowly!”, “¡Anda!”, “¡Rosas en el mar!”. Sin embargo, las plegarias no fueron escuchadas.
Pero se mostró piadoso. Aute regresó un par de ocasiones al escenario y dejaría lo mejor para el broche: una tenue luz iluminándolo y él, en solitario y a capela, pondría fin a una noche mágica y de la cual, entre la lluvia y el concierto, los presentes saldrían húmedos y cultivados, promesa hecha al inicio y más cumplida, imposible.
La velada terminaría como suelen hacerlo aquellas que implican al amor, la comunión y la creación: con los involucrados a la intemperie, desnudos del alma y, por supuesto, Al alba…
Fotos: Cortesía Magnos
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