A VECES EN LA VIDA HAY QUE ADAPTARSE ANTES QUE ACOSTUMBRARSE


Por Mariela Yareli García Piña
México (Aunam). “El defecto que tengo es que siempre me desespero”, dice Efraín Piña Romero, pues, su estancia en el Reclusorio Sur de la Ciudad de México fue todo un suplicio y no sólo para él, también para su familia. Definitivamente la cárcel lo cambió.

Para algunas personas no salir a la calle en dos días es demasiado, pero qué pasa cuando no hay opción, cuando sin algún motivo válido se niega esa libertad que es esencial pero a la cual no se le ha tomado importancia pues siempre se ha tenido. Hay momentos en donde no se posee el control de lo que sucede, esos son los instantes más críticos e inciertos de la vida; la cambian.

Se mueve, se sienta en la orilla de la cama y coloca sus brazos en sus piernas, agacha unos instantes la cabeza, ha dejado de mover la gorra roja. Se ríe de manera nerviosa a cada palabra como si intentara minimizar los recuerdos, está mucho más serio que hace unos instantes, sus ojos lo dicen todo.

Criado prácticamente desde que nació por su abuela materna, la señora Antonia Romero Belmont, Efraín se vio rodeado toda su infancia por mujeres, las hermanas de su mamá, Gloria Piña Romero. Por tal motivo no congenia con el sentimiento del “macho popular” como él lo define.

Recuerda que siempre lo enseñaron a hacer las cosas por sí mismo. Su abuela hacía todos los días la comida y si era hora le servía pero si él tenía hambre no se esperaba hasta que alguna de sus tías o la misma abuelita le sirvieran, “no me criaron así”.

Durante los seis primeros años de su vida estuvo con su abue Toña, como él le dice, y sus tíos Elías, Virginia y Marisol, en la Avenida División del Norte, donde su abue era la conserje del edificio donde vivían. En su entorno nunca hubo la figura de un hombre que impusiera, es decir, que por el simple hecho de ser hombre mereciese los mejores tratos.

Al no tener tal figura o referencia, por la educación recibida, se comenzaron a suscitar problemas graves cuando su mamá decidió vivir con Francisco Juárez, el cual según Efraín, es un “macho popular”, la única persona capaz de proveer al hogar, quien dictamina, un hombre orgulloso que siempre debe de tener la razón sin importar si está mal, aquel al que se le deben hacer reverencias todo el tiempo. “No me hubiera gustado ser como él”, dice con cierto desprecio.

Los conflictos entre su mamá y Francisco siempre fueron constantes, al igual que los malos tratos; por eso, Efraín llegó a los golpes con Francisco en varias ocasiones para defender a su mamá de los insultos que recibía. En una ocasión, recuerda, tomó un cuchillo y se lo hubiera enterrado a “el wey ese”, como se refiere a la entonces pareja de su mamá, si su tío Gerardo, hermano de su mamá, no lo hubiese detenido.

Con una mirada lejana hacia la puerta que tiene el cielo de fondo, como si intentara analizar algo, enuncia; “sigo sin saber por qué lo prefirió a él”. Varias veces le dijo a su mamá que no le parecía la situación de mal trato, ella no merecía esa vida con Francisco; sin embargo, nunca le hizo caso e incluso lo corrió de su la casa a los 15 años. “Siempre lo prefirió a él”.

Está recostado en el filo de la cama sobre su brazo izquierdo, juguetea con una gorra roja, mientras revela algo de esperarse, “cuando era chico me dolía más cuando mi abuelita me regañaba a que lo hiciera mi mamá”, tal sensación se debe a que su abue Toña era quien estaba al pendiente de él, más que su mamá.

Efra, como le dicen de cariño, describe a su abuelita como una mujer luchona y de carácter fuerte mas no mala, siente por ella un gran respeto, le agradece haber cuidado tanto de él y la forma en que lo educó, pues lo hizo ser independiente desde pequeño. La fortaleza de Doña Toña se vio puesta a prueba al igual que la independencia de Efra, cuando el día 25 de junio de 2009 una pelea sin importancia modificó el rumbo de su vida.

El ambiente es tenso, su esposa Wendy se encuentra en la cabecera de la cama, siento su mirada, como entrevistadora estoy en una situación incómoda; su mamá está acostada detrás de él con las piernas dobladas; su hermano Paco está sentado en el suelo, un mueble impide verlo, es el más relajado del momento; Efraín sigue en la cama pero ahora sentado y con las manos libres, me ve con tristeza.

Actualmente vive por la caseta a Cuernavaca y es ahí donde una tarde justo a la hora de ir por su hijo Iván a la escuela, tuvo un percance en apariencia banal. Recuerda que iba con Wendy en una calle muy estrecha a bordo del taxi que le trabajaba a su tío Elías, una muchacha no quería mover su auto lo que generaba la lentitud de la vialidad, él en su desesperación pasó el carro de la chica y “le menté la madre”.

La necia conductora comenzó a insultarlo y Wendy se molestó, se bajó del taxi y comenzó a pelear con ella, Efra las separó. La mamá de la muchacha que iba también en el auto, lo insultó e incluso le dio un golpe en la mejilla, pero él no hizo nada. La joven le tomó una foto a las placas del carro que conducía Efraín, pero esto no le preocupó a la pareja.

Tiempo después llegó a su domicilió un citatorio donde se le pedía presentarse al juzgado. Lo hizo y al ver a la señora con su hija, supuso que algo estaba mal, pero intuyó que era un problema sin importancia, con unas disculpas y una multa quedaría resuelto, pero no fue así.

Lo que pasa con su mirada impresiona, esos ojos de color café se vuelven más claros conforme pasa el tiempo, ahora ya voltean a ver a la entrevistadora como para asegurarse les presta atención. Hay una extraña sensación en el aire, pareciera que a su esposa no le gusta que hable del incidente, de las consecuencias, de los cambios en la vida de Efraín, del cómo, del por qué.

De un momento a otro ya le habían dicho que lo iban a procesar al reclusorio, el tío Elías estaba afuera y se le notaba una inmensa tristeza. El que ahora pasaba a ser un delincuente con cargos de robo y abuso sexual, estaba tranquilo, se encomendó a Dios. Lo trasladaron a él y a otros ocho, su táctica a implementar; ver quién de los que estaba ahí tenía experiencia en el lugar al que iban.

El azul del cuarto no me da tranquilidad, desearía salir con él hacia el jardín pero probablemente su esposa no nos deje solos, se nota que “la gorda”, como le decían a Efra en el reclusorio, cuida sus palabras, su relato nunca para.

Son tres secciones en el reclusorio, se pasan de acuerdo al tiempo que lleva el juicio o la resolución del caso; primero es ingreso, después Centro de Observación y Clasificación (C.O.C.) y por último población.

La parte más intensa y a la que nunca creyó llegar, pero lo hizo, era a Población. Ahí ya se era parte de las estadísticas, se convivía con todo tipo de personas y personalidades, ahí no se podía caminar solo sin correr el riesgo de que te hicieran la china, “te agarran por atrás, te aprietan el cuello con el brazo y te desmayan para robarte”.

La primera noche en Población fue difícil, la voz de Efra se hace más tenue y pausada a cada segundo del recuerdo, lo mandaron a la zona cuatro, la de abusos sexuales. Al entrar a su “cantón”, su celda, los que ya vivían ahí le preguntaron de forma agresiva qué era lo que buscaba, “no pues nada, sin pedos, todo tranquilo”, les respondió, acto seguido iniciaron el cuestionamiento del por qué estaba ahí.

La técnica para sobrevivir ahí es hacerte pasar por malo y juntarte con los malos, los que pueden protegerte de todos, “cuando me preguntaban qué había hecho, yo sólo decía del robo…en realidad ni hice eso ni lo otro, pero a los que están por violar, también les toca lo mismo”.

Su primera noche no durmió, ni esa ni las demás de su estancia, comenta que se escuchaban los golpes y gritos de los recién llegados igual que él, en las otras celdas los recibieron como se acostumbra y pensó que también le iban a pegar en cuanto se quedara dormido, tenía miedo.

Álvaro y David eran las dos personas con las que se juntó recién llegado, ellos iban por robo a cuentahabiente, ya habían estado ahí y le empezaron a contar cómo estaba el ritmo de vida al pasar a Población. Fueron ellos los que le indicaban qué se podía y que no.

“El Piña”, como también le decían allá adentro, dice que a los que son nuevos en el cantón se les llama “monstruo” y les toca hacer la “fajina”, o sea, la limpieza de la celda y si no lo hacían los demás los golpeaban. A él como le tocaba “monstrear”, un compañero de celda, “la bruja”, le ofreció hacer su trabajo por $70 a la semana, dejándole como única tarea lavar los trastos.

“En mi cantón vivía con secuestradores, homicidas y rateros, en total éramos 16 weyes en un cuarto de cuatro por cuatro”, había una “mamá” en cada celda, era el que llevaba más tiempo ahí, a él se le tenía que obedecer en todo.

“El Piña” no conocía los términos utilizados, tampoco podía preguntarlos de manera tan evidente porque corría el riesgo de parecer una “presa fácil”. Conforme pasó el tiempo y con base en la observación, se dio cuenta que “el mono pasa lista”, significaba que el guardia pasaba lista, pero por cada pase les cobraba diez pesos todos los días, vamos a comer “rancho” era la comida gratuita de la institución pero los guardias cobraban el postre o el yogurt.

Todo lo que se quisiera hacer allá adentro tenían que aprobarlo los guardias, señala Efraín quien ya se muestra más relajado, si alguien no quería al nuevo en el cantón les daba dinero y ellos lo mandaban a otro. “Había celdas con 30 o 50 personas…a esos weyes no les importaba”.

En las celdas había diferentes formas de dormir; de a “momia”, parado con lazos que amarraban a los barrotes; como “murciélago”, al colocar una hamaca en el techo; como “gárgola”, en el baño de cuclillas: como “sarcófago”, debajo de los camarotes sin moverse.

Efraín asegura que “se puede hacer de todo mientras tengas dinero”, se rentaban televisiones, DVD’S, grabadoras, hornos de microondas, Play Station, prácticamente cualquier cosa. “Sólo escuchaba salsa y reggaeton”, dice el rockero de corazón, pues nadie conocía los grupos que él escuchaba antes de perder su libertar.

Efra recuerda que en la primaria fue cuando le empezó a gustar el rock gracias a un compañero que venía de los Estados unidos. Comenzó a escuchar a Pantera, Megadeth, Sepultura, Guns N’Roses, etcétera; el trash y heavy metal se convirtieron en sus géneros favoritos. Cada semana compraba un casete original en el Aurrera cerca de su casa, con los cinco pesos que juntaba diario.

Ahora cuenta con más de 150 CD’s originales de diversas bandas y géneros musicales, el grupo que marco un antes y un después en Efraín fue Nirvana, ya que fue por el líder de la agrupación, Kurt Cobain, que le puso a su hijo Iván Kurt.

Sería imposible imaginarse a Efraín Piña sin mencionar a su esposa y a su hijo, “no me veo sin ellos”. Cuando nació Iván tenía 17 años, el sentimiento paternal lo invadió, le dio mucho gustó; sin embargo, el hecho de no haber conocido a su papá, por primera vez le causó curiosidad. Kurt tenía dos años y las dudas comenzaron a surgir.

Según me cuenta Wendy, cuando Gloria se enteró de que estaba embarazada fue a decirle al papá de Efra, pero él era casado y no quiso saber nada, por tal motivo, lo llevó a registrar como madre soltera dándole sus dos apellidos. “A lo mejor sí me hizo falta”, dice Efraín, mientras recuerda una foto donde aparecía su papá pero toda la familia decía que era su abuelo, él se daba cuenta del parecido pero nunca preguntó nada.

Fue hasta su estancia en el reclusorio cuando su mamá y su tía Lucero le contaron quién había sido su padre. “Según esto se llamaba Ramón Sosa, era cerrajero y ya tenía otra familia”, sin necesidad de buscar, las respuestas a las preguntas de hace 10 años llegaron. El apoyo que mostró toda su familia fue importante y el sostén principal de Efraín durante los largos meses que estuvo en la cárcel,

La mayoría de las cosas, que se dicen de los reclusorios, si no es que todas, no son ciertas, se tiene que ver, vivir la experiencia, la desgraciada experiencia, para entender y saber cómo es que un peso allá adentro es la gloria, y acá afuera no sirve de nada, encerrado “tenías que pagar por todo”.

Para Efra el problema de la reincidencia es muy sencillo porque afuera no hay oportunidades para personas con antecedentes penales, y además los que salen ya están acostumbrados a los precios de adentro, ya que, con cinco pesos se come bien; “compras tu peso de aceite, otro de puré, tu peso de Knorr-Siuza, y dos pesos de sopa, y ya tienes tu comida”.

Aunado a esto hay reos que al ser liberados regresan a los 15 o 20 días porque ya no tienen familia, empleo o casa y les es más fácil sobrevivir en el entorno que ya conocen a salir a una ciudad totalmente cambiada en los tres, ocho o 15 años que estuvieron adentro, a una ciudad que los rechaza.

La idea que lo mantenía con esperanzas era que al salir ya tenía el trabajo seguro, así él no sufriría el desempleo como muchos otros cuando se van, su tío Elías le había dicho que iba a seguir al volante del taxi en cuanto lo liberaran; pero no fue así. Sin haberlo previsto Efra se convirtió en una más de las personas que al salir de prisión no encuentran trabajo, el volver a manejar el taxi era algo muy peligroso para él y para su tío, pues con cualquier mínima sanción podía regresar a la cárcel y perder el carro.

Otro motivo importante para la no rehabilitación es que “ahí circula la droga como dulces”, Efraín asevera que se puede conseguir cinco pesos de marihuana o de piedra, activo, monas, de todo. Incluso en el reclusorio se vende cerveza en $60 pesos, un tequila cuesta $1200, según lo recuerda.

El ex taxista, quien estuvo diez meses en el reclusorio, me explica la razón de la inexistente rehabilitación social, la cual se debe al no hacer otra cosa más que cuidar tu vida, ver televisión, conseguir dinero para seguir con la droga y al desinterés que muestran las autoridades. “La directora sabe muy bien lo que pasa pero ante los medios dice ‘no hay drogas en mi reclusorio, aquí sí se vela por la rehabilitación’…enseñan lo que les conviene, es obvio”.

Allá adentro, encerrado “la desesperación es muy cabrona” más cuando había problemas en el cantón porque te pones a pensar, “si en mi casa no aguantaba esto, qué necesidad tengo de estar aguantando a estos weyes”, y ahí es cuando comienzas a valorar todo lo que perdiste, lo que te quitaron, lo que lograron una señora y su hija con tal de joder o demostrar que ellas son más.

A lado del reclusorio Sur hay una carretera que se ve desde el patio central, ya que está en un cerro, “El Piña” se podía pasar horas cautivado por el tránsito de los coches, pues una de las cosas que más extrañaba, era manejar. Se imaginaba cómo se sentiría al tener nuevamente un volante enfrente, cada cambio de velocidad, el acelerar y poder llevar a su familia de paseo. Al salir no tardó en conducir un automóvil.

Los días más peligrosos en Población eran los de visitas, martes, sábado y domingo, pues todos los presos sabían que la familia llevaba dinero. Esos días muchos trabajaban como mandaderos para sacar unos pesos; calentaban la comida de las visitas; les ofrecían el trabajo que hacían en los talleres, los cuales se exhibían en estaciones del metro como Chabacano y se vendían; les conseguían una mesa; cortaban el cabello; paseaban en un coche de metal, como si fuese un parque, a los niños; hacían cartitas de amor; vendían bolsas de frijol, arroz, chiles y demás a tres o cinco pesos; depilaban las cejas; cantaban y tocaban música; leían la mano. En fin de todo lo que se pudiera sacar aunque fuese un peso era hecho los días de visita.

“La primera vez que fue mi esposa y mi hijo, lloramos en la entrada”, sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas, me pide que imagine la entrada de familiares. Para entrar a visita tienes que formarte y pasar con una Trabajadora Social (T.S), ella te pregunta el nombre y la celda de tu familiar, te pide una identificación oficial con fotografía para que apunte en un papel con el sello del Gobierno tu nombre y el del preso. Después pasas a unos vestidores donde te tocan, te registran el cuerpo para que no metas cosas que están prohibidas, como celulares, y revisan la ropa que llevas, pues algunas prendas no entran, por ejemplo; las playeras blancas porque los presos así visten; tenis con bota; blusas transparentes o escotadas; cinturones; ropa deportiva; chamarras que hagan bulto, entre otras cosas.

Al pasar los vestidores caminas entre unos lockers metálicos, bajas unas escaleras, sigues de frente y una policía te pone un sello con tinta invisible en el antebrazo, sólo se ve con luz ultravioleta, continúas caminando y llegas a una barra con dos custodios, detrás de ellos hay un muro con identificaciones y el número de celdas, ahí entregas la identificación que le enseñaste a la T.S y te dan una credencial de madera con un número, sigues en camino por los túneles y por último hay un oficial que revisa tu papelito. Si llegas a perder el papelito o se te borra el sello no te dejan salir del reclusorio hasta que pasan la lista de las 19:00 horas.

Cuando llevas comida también la revisan, los guardias meten la mano, destapan y abren todo, no se puede meter plátano, ni hojas de maíz “tienes que encuerar tus tamales”, el refresco no debe estar sellado, son una infinidad de normas. A llegar a la zona de población, es decir, al pasar al último guardia, más de 70 reos están en la entrada, inmediatamente comienzan a preguntarte a quién buscas para que ellos te lleven y saquen unos pesos, te dicen “güerita o madrecita con todo respeto”, cómo ves tipos que están ahí por haber matado o violado a alguien tienen todas las atenciones, con verlos hasta el miedo se te quita cuando andas en la calle de noche, algunos otros sólo vigilan, incluso te siguen, “es muy fuerte esa imagen”, voltea hacia la derecha, no permite que los sentimientos lo invadan.

De la manera más relajada argumenta, “te vas desensibilizando ahí, pero por lógica te cuidas más tú”, y es que no fue sólo un muerto el que vio en el reclusorio, con el primero, dice Efra, sí se asustó porque iba caminando y al chavo de enfrente le clavaron un pica hielos en la yugular, con el segundo muerto fue menor la impresión, con el tercero no le sorprendió y perdió la cuenta de a cuántos habrán asesinado.

Esta situación, comenta Efraín, se da ya que las personas que tienen condenas de 100 años o por el estilo, les da igual matar a uno, de todos modos nunca van a salir de ahí, por eso “hay que jugarle al amigo” porque no sabes quien te puso el ojo sólo por haber pasado o haberlo visto feo.

Adentro es muy deprimente, sientes que el tiempo no pasa, la incertidumbre de no saber cuándo te van a encontrar inocente es muy grande, “del 100% de la población, el 40% es inocente o los detuvieron por otros cargos” dice refiriéndose a Beto, su compañero de celda quien vendía droga como legado familiar y lo metieron por el robo de un celular.

Efraín y su familia no veían el día en el que lo declararan inocente, los 10 meses que estuvo recluido fueron muy difíciles y pesados para él y las personas que estuvieron a su lado. “Los días de visita, al ver que se iba mi familia, me daban ganas de llorar”.

Y así entre lágrimas fue recibido ya entrada la madrugada del día de su libertad, eran más de las tres de la mañana, toda su familia estaba esperándolo en las afueras del lugar que mantenía encerrado a Efraín, él mismo al salir le preguntó a uno de los custodios “¿por aquí entra mi familia?”, sí le contesto éste, “está muy feo”.

Lo primero que hicieron, sus tíos (as), primos (as), su abuelita, mamá, esposa, hijo y amigos fue darle un abrazo, después le dieron ropa para que se cambiara, pues antes de salir los custodios rasgan la vestimenta de los que ahora son hombres libres, le dieron una cerveza, prendió un Marlboro y lo llevaron a cenar. Incluso la comida ahora sabía diferente.

“Nunca voy a dejar solo a mi hijo…quiero enseñarle todo lo que he aprendido”, dice al contarme su experiencia, la cual en definitiva es muy impactante. Con un cigarrillo en la mano enuncia, “no me acostumbré, sino me adapté a la cárcel”. Ahora después de seis meses de libertad la lección que dice le dejó fue tener tolerancia. Su mirada ya no está fija, su mirada ya cambió, evita en la medida de lo posible hablar del tema pero cada que lo hace, me parece, se aleja de manera positiva de ese pasado.





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