AFECTADA LA IGLESIA POR LA INFLUENZA
Por José Ángel Garduño García
México (Aunam). En la iglesia de San Hipólito, ubicada en las afueras del Metro Hidalgo, normalmente se reúnen miles de fieles para pedir por su causa; sin embargo, hace unos días la fachada del templo lució vacía, a causa de las medidas tomadas para contrarrestar el virus de la influenza.
Cada día 28 se puede observar por los vagones del Metro y en los alrededores del recinto a un gran número de creyentes que van a rezar y a encomendarse al santo; pero por la alarma tal vez se junten 15 ó 20, ni siquiera como un día normal entre semana o en la hora de un partido de la Selección Nacional de Fútbol.
Los puestos de comercio al interior del templo no tuvieron actividad por órdenes del párroco, pero los comerciantes de afuera acudieron para ver si podían recuperar un poco de su inversión.
De los ocho puestos que normalmente están, abrieron solamente cuatro. Se podía ver sentados a los mercantes, repasando una y otra vez el periódico, acabándose hasta la última página, pues no había a quién venderle.
Un bote de pintura es el asiento de Berenice López; mujer casada y con tres hijos, regordeta y de estatura mediana, tez morena, a simple vista parece una persona de carácter fuerte, con su chicle ya casi seco pero extendido a más no poder, una comerciante que lleva ya casi cuatro años vendiendo objetos de San Judas. A veces pone el periódico en el bote como colchón, para que no le lastime tanto; los años que tiene, 42, ya no le ayudan mucho a conservar la postura.
De repente empieza a jugar con su pelo, lo enrolla en un dedo, una y otra vez, se espulga la cabeza hasta encontrar cabello maltratado para enseguida jalarlo un poco.
Su paciencia se hace cada vez menos. Está aquí desde las nueve de la mañana y son casi las dos de la tarde; sólo lleva una par de pulseras vendidas. No encuentra nada que hacer. Se para una vez, se estira; de repente sacude las caderas, aplaude con las manos, mira a los pocos transeúntes y ve hacia el cielo. Le pide a San Judas un par de clientes, cruza los brazos y revisa la mercancía… de la venta, nada.
Como si fuera un reflejo cristalino, al igual que Berenice, los demás vendedores malgastan su tiempo, contemplan la paz y tranquilidad de un día 28 sin creyentes, sin devotos, sin católicos, sin clientes.
Uno que otro despistado se ha dado cita en la Iglesia de San Hipólito para, según ellos, dar gracias por los favores que les cumple el santo. La mayoría de ellos pega su cabeza a las rejas y cierra los ojos para hacer sus oraciones, después de cinco o diez minutos se persignan y se van.
Joaquín es uno de los despistados que por ningún motivo, así sea correr el riesgo de infectarse o contagiar a alguien con el virus de la influenza, se pierde la visita de cada mes.
Desde su llegada al recinto llamó la atención de las demás personas debido a su singular apariencia: pantalón tipo cholo con una de sus mangas doblada hasta la rodilla, botas de suela ancha color miel, cinturón blanco con hebilla en forma de estrella que se vería desde la otra esquina, una playera blanca sin mangas, un desfile de rosarios de todos colores alrededor del cuello, tatuajes en los brazos, de esos hechos de mala gana y pésima calidad.
Lleva un corte de pelo tipo reguetonero y, por supuesto, una réplica de aproximadamente un metro de alto de San Judas.
¿Vienes por alguna razón especial a rezarle a San Judas?
Pues a rezarle junto con mi novia, para que ya no vuelva a caer en las drogas. No falto cada 28 a la iglesia.
¿Cuál es tu estado civil? –en espera de una respuesta rutinaria, surge otra pregunta-.
“¿Qué? ¿Cómo? ¿Si soy estudiante? ¿O cómo?”; después de una breve explicación, su sonrisa y la de su novia tratan de aminorar la evidente ignorancia.
Un día poco común para los vendedores y los fieles asiduos a la Iglesia de San Hipólito. Triste para los vendedores que no han podido vender sus productos, pero aun más frustrante para los creyentes que tendrán que esperar más tiempo para besarle los pies al santo, al menos hasta la próxima apertura del templo, que ocurriría casi dos semanas después. La fe tendrá que esperar.
México (Aunam). En la iglesia de San Hipólito, ubicada en las afueras del Metro Hidalgo, normalmente se reúnen miles de fieles para pedir por su causa; sin embargo, hace unos días la fachada del templo lució vacía, a causa de las medidas tomadas para contrarrestar el virus de la influenza.
Cada día 28 se puede observar por los vagones del Metro y en los alrededores del recinto a un gran número de creyentes que van a rezar y a encomendarse al santo; pero por la alarma tal vez se junten 15 ó 20, ni siquiera como un día normal entre semana o en la hora de un partido de la Selección Nacional de Fútbol.
Los puestos de comercio al interior del templo no tuvieron actividad por órdenes del párroco, pero los comerciantes de afuera acudieron para ver si podían recuperar un poco de su inversión.
De los ocho puestos que normalmente están, abrieron solamente cuatro. Se podía ver sentados a los mercantes, repasando una y otra vez el periódico, acabándose hasta la última página, pues no había a quién venderle.
Un bote de pintura es el asiento de Berenice López; mujer casada y con tres hijos, regordeta y de estatura mediana, tez morena, a simple vista parece una persona de carácter fuerte, con su chicle ya casi seco pero extendido a más no poder, una comerciante que lleva ya casi cuatro años vendiendo objetos de San Judas. A veces pone el periódico en el bote como colchón, para que no le lastime tanto; los años que tiene, 42, ya no le ayudan mucho a conservar la postura.
De repente empieza a jugar con su pelo, lo enrolla en un dedo, una y otra vez, se espulga la cabeza hasta encontrar cabello maltratado para enseguida jalarlo un poco.
Su paciencia se hace cada vez menos. Está aquí desde las nueve de la mañana y son casi las dos de la tarde; sólo lleva una par de pulseras vendidas. No encuentra nada que hacer. Se para una vez, se estira; de repente sacude las caderas, aplaude con las manos, mira a los pocos transeúntes y ve hacia el cielo. Le pide a San Judas un par de clientes, cruza los brazos y revisa la mercancía… de la venta, nada.
Como si fuera un reflejo cristalino, al igual que Berenice, los demás vendedores malgastan su tiempo, contemplan la paz y tranquilidad de un día 28 sin creyentes, sin devotos, sin católicos, sin clientes.
Uno que otro despistado se ha dado cita en la Iglesia de San Hipólito para, según ellos, dar gracias por los favores que les cumple el santo. La mayoría de ellos pega su cabeza a las rejas y cierra los ojos para hacer sus oraciones, después de cinco o diez minutos se persignan y se van.
Joaquín es uno de los despistados que por ningún motivo, así sea correr el riesgo de infectarse o contagiar a alguien con el virus de la influenza, se pierde la visita de cada mes.
Desde su llegada al recinto llamó la atención de las demás personas debido a su singular apariencia: pantalón tipo cholo con una de sus mangas doblada hasta la rodilla, botas de suela ancha color miel, cinturón blanco con hebilla en forma de estrella que se vería desde la otra esquina, una playera blanca sin mangas, un desfile de rosarios de todos colores alrededor del cuello, tatuajes en los brazos, de esos hechos de mala gana y pésima calidad.
Lleva un corte de pelo tipo reguetonero y, por supuesto, una réplica de aproximadamente un metro de alto de San Judas.
¿Vienes por alguna razón especial a rezarle a San Judas?
Pues a rezarle junto con mi novia, para que ya no vuelva a caer en las drogas. No falto cada 28 a la iglesia.
¿Cuál es tu estado civil? –en espera de una respuesta rutinaria, surge otra pregunta-.
“¿Qué? ¿Cómo? ¿Si soy estudiante? ¿O cómo?”; después de una breve explicación, su sonrisa y la de su novia tratan de aminorar la evidente ignorancia.
Un día poco común para los vendedores y los fieles asiduos a la Iglesia de San Hipólito. Triste para los vendedores que no han podido vender sus productos, pero aun más frustrante para los creyentes que tendrán que esperar más tiempo para besarle los pies al santo, al menos hasta la próxima apertura del templo, que ocurriría casi dos semanas después. La fe tendrá que esperar.
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