¡Aquí no hay timbres! Un viaje por el Palacio Postal


Por: Alim Zahir Osorio de la Cruz, Ma. Fernanda Oviedo Juárez y Diego Pacheco Gutiérrez 
México. No tenemos estampillas, ¿te puedo dar una etiqueta de porte pagado?” son las 11 palabras que ningún postcrosser quiere escuchar. Pero ¿qué alternativas hay?, ¿no enviar tú postal?, ¿ir a otra oficina de correos esperando que ahí sí tengan?, ¿resignarte ante la mala suerte de que tampoco tengan timbres? Yo no estaba dispuesta a ninguna de las anteriores. Por eso, después de algunos minutos y tras unas cuantas búsquedas en internet, encontré la solución a mi problema: La tienda Filatélica del Palacio Postal.
 
Aquel día que me decidí a visitar este lugar que prometía solucionar mi problema de las estampillas, era un miércoles y aproveché que no tenía clases. Mi mamá decidió acompañarme y salimos a las 9 de la mañana, con el sol ya asomándose pero el frío de invierno aún presente.  Caminamos unos 10 minutos hasta que llegamos a Calzada de Tlalpan. Allí, tomamos un camión de esos morados que parecen jacarandas en marzo y que nos llevaría al metro General Anaya.

El trayecto estuvo tranquilo, el camión venía sorpresivamente vacío para ser un miércoles a esa hora. Y, para llenar el silencio que había en aquel solitario camión, mi mamá y yo veníamos hablando de la vida.   Llegando a la estación General Anaya, le hicimos la parada al camión e ingresamos al metro. Sus pisos y paredes grises no se veían tan melancólicas gracias a la luz que entraba a través del puente de cristal que tuvimos que atravesar para llegar hasta los andenes. De nuevo, corrimos la misma suerte que en el camión y lo encontramos vacío.

Esto fue hasta que llegamos a la estación Chabacano, pues aquí, tras abrirse las puertas de ambos lados del metro, las personas que entraron llenaron todos los asientos vacíos.  Entre el ruido de aquellos que iban en el metro, se podía escuchar “A diez, a diez el gel antibacterial”, una mujer de poca altura y que no tenía más de 30 años, llevaba en la mano pequeños botes de colores.  Tras asegurarse de que ningún pasajero deseaba adquirir su producto, y al ver que un policía se iba a subir al vagón, guardó aquellos botes en una bolsa roja de esas reutilizables que te venden en el supermercado.  

Unos minutos más tarde, otra voz llenó aquel vagón en el que íbamos: “Le vengo ofreciendo un paquete de 50 cubrebocas por sólo $20, llévele, llévele…”, repetía una mujer que se veía más grande que la anterior (tanto de altura como de edad), aunque ella llevaba su mercancía en una bolsa negra de plástico. Continúo recorriendo los vagones ofreciendo sus cubrebocas hasta que su voz se perdió entre la de la multitud.

Llegando a Bellas Artes, ya era hora de bajarnos. Tras salir de los andenes y pasar los torniquetes, recorrimos un pasillo poco iluminado y subimos las escaleras que nos permitirían casi llegar a nuestro destino.

Al otro lado de la calle, se veía la Alameda Central, y a pesar de que estaba soleado, no había más que unas cuantas personas sentadas en aquellas bancas que se encontraban rodeadas de altos y verdes árboles. 

Dimos vuelta a la izquierda y seguimos derecho para llegar a nuestro destino. Pasamos a un costado de un edificio, que, en letras plateadas y gigantes te decía su nombre: Teatro Hidalgo. Abajo, en letras más pequeñas, también decía Ignacio Retes. Si esto no era suficiente para descifrar que era un teatro, tenía tres grandes espectaculares con las caras de varios autores y los títulos de algunas de sus obras. No me detuve mucho tiempo a observarlos debido a que me sentía ansiosa por llegar a mi destino.

Tras caminar un poco más y cruzar el gigantesco y concurrido Eje Central, pudimos observar la imponente construcción que es el Palacio Postal. El reloj que se encuentra arriba de la entrada principal y los grandes ventanales con los que cuenta, además de los arcos que tiene hasta arriba, decoran este edificio y llaman tu atención incluso desde antes de ingresar. 

Nuestra entrada no fue la principal, que te lleva a un largo pasillo en donde se encuentran las ventanillas en la que entregas los paquetes o la correspondencia que desees enviar.

Sino que entramos por Calle de Tacuba. Para ingresar, nos recibió una policía muy amable pero confundida por nuestra petición de ir a la tienda filatélica: “¿Pero tienen cita?”. Tras explicarle que había estado en contacto con el encargado de esta tienda y tras una llamada que hizo para confirmar mi historia, nos tomó nuestros datos, nos pidió nuestra identificación y nos llevó hasta el elevador.


El palacio tiene cuatro niveles. Sus fachadas están constituidas con cantera de Chiluca. Su estructura metálica de acero tipo Chicago fue traída desde Nueva York. Por dentro, el Palacio Postal es aún más majestuoso que por fuera. Tiene pisos blancos y relucientes, detalles dorados en cada pared y techo, lámparas antiguas y unas escaleras que atraen tu vista. El dorado es un color que predomina dentro de este recinto, y el elevador no era la excepción. 

Allí, mientras observaba los detalles de este lugar, bajó Alejandro, el encargado de la tienda filatélica, y nos pidió que entráramos al elevador. La tienda se encontraba en el primer piso. Cuando salimos, nos encontramos con buzones viejos. Alejandro notó mi impresión y me contó que esos buzones fueron donados por varios países. Había de todas las formas y tamaños. Uno rectangular rojo; otro pequeño, verde y redondo; y, mi favorito, era un buzón negro cuadrado que tenía tallado el escudo del sistema postal italiano en el centro, junto con letras que decían REGIE POSTE, BUCA DELLE LETTERE. 

Después de apreciar estos buzones unos minutos, fuimos hasta una habitación a la que nos guío Alejandro. Tenía puertas de cristal y pisos de madera. Alrededor, había vitrinas de pared a pared que contenían diversos productos que podías comprar, desde plumas hasta mochilas. También había imágenes de ediciones anteriores de estampillas postales, tenían de los años 2018 a 2021. Alejandro, quien era joven y muy entusiasta, me preguntó si buscaba algo en específico. Le dije que no y sacó 5 folders color amarillo claro, de esos que usas para llevar tus papeles a la escuela.
 
 Adentro, había todo tipo de timbres postales que iban desde el año 2018 hasta el 2021. Miles de colores, personajes históricos, edificios emblemáticos o tradiciones era lo que se podía observar en aquellas estampillas que no pasaban el tamaño de una corcholata. 

Tras observar detenidamente todas las hojillas, decidí comprar timbres del Palacio Postal, el Día de Muertos, la navidad, Leona Vicario, el Día Mundial del Correo, el Día del Cartero, el Día de la Bandera, la Lucha social maya, 100 años de la UNAM y las mariposas. Todo estuvo bien hasta que llegó la hora de pagar. Debido a que cada timbre cuesta entre $7 y $15, mi cuenta llegó hasta los $1500. Aunque, esta inversión hizo que no tuviera que gastar nada en envíos por un poco más de un año, en ese momento me arrepentí de cada uno de los timbres que había elegido. 

Después de pagar, bajamos por las escaleras hasta llegar a un costado de lo que se conoce como el Patio de los Carteros. Allí, caminamos hasta la entrada para recoger nuestras identificaciones y le agradecimos a la policía, quien con una sonrisa se despidió de nosotras. 



Caminamos hasta llegar a la puerta que nos permitiría llegar a las ventanillas y entramos.

Tras esperar unos 5 minutos detrás de una fila con algunas personas que llevaban sobres y paquetes de todos los tamaños, fue mi turno de pagar. Pregunté qué estampillas tenía que usar, debido a que el porte depende del país al que va, y tras unas cuantas indicaciones supe lo que tenía que hacer. Fui a una mesa que había en las paredes de aquel pasillo para poder pegar los timbres postales necesarios y los eché al pequeño buzón que tienen dentro del Palacio Postal.

Finalmente, hice el mismo recorrido de regreso a casa, solo que esta vez ya estaba más lleno, pues era la 1:30 y el sol ya estaba en su máxima expresión. Esto fue algo que a mí no me importó, pues estaba eufórica de haber resuelto mi problema, o más bien el de Correos de México, con respecto a las estampillas. Nunca más iba a tener que escuchar “No tenemos estampillas, ¿te puedo dar una etiqueta de porte pagado?”.


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