Calaveras y diablitos invaden el Zócalo de CDMX


Por: Ulises Soriano
CDMX. Era el ocaso… aquellos colores amarillos pastel, naranjas y hasta llegar a los rosas y morados gobernaban el cielo del Centro de la Ciudad de México, una tarde linda de sábado. En el subterráneo, a las cinco de la tarde, el metro de la línea 2 aún permitía algo de movimiento entre sus vagones, pero el calor evocaba al mismísimo averno.

En el andén de la estación Pino Suárez, hombres, mujeres e infancias subían y bajaban; sin embargo, las y los que descendían llevaban playeras negras con la leyenda “Los Fabulosos Cadillacs” o la “yera” del Pumas. Antes de salir de la estación, un gentío se concentraba frente a los torniquetes, un presagio, una especie de entrenamiento para evitar el pisotón artero o el aviso para mantener las pertenencias en un lugar lejos del alcance de los amantes de lo ajeno.

Una vez más, escaleras para emerger del infierno metronauta. En la plaza Izazaga, además de las chacharas comunes y ofertones de tres termos por ochenta pesos, un señor con aspecto cadavérico y bigotón hacía pasar unas bolsas rascuaches, azul agua, por “los impermeables de a veinte, de a veinte, para que no se moje en el concierto”. En otro lado, se veían las banderas blancas con la impresión del cartel oficial de la banda argentina conformada por Vicentico, Sr. Flavio, Sergio Rotman, Ricciardi, Mario Siperman, entre otros.


Al avanzar por José María Pino Suárez, avenida adyacente a uno de los accesos a la Plaza de la Constitución, las aceras se notaban más transitadas de lo normal. Los fans de la mítica banda argentina no se lograban mimetizar con los compradores habituales. Más playeras negras y ahora se hacían presentes los jerséis de la selección albiceleste. Algunas mujeres, en su maquillaje usaron brillantina y su rostro se asemejaba a una constelación de la cual, solo la noche y la luna podrían ser testigos.

Más adelante, en la calle de Corregidora, el primer y único filtro de seguridad hacía operativo mochila. “¿Cuántas chelas traes, ‘maestro’?”, preguntó un policía a un joven como de veinte años. Él, con cara de intimidación le mostró la mochila y sacó dos latas. El oficial le pidió las tirara en una caja a un lado de las vallas metálicas naranjas, las cuales hacen un embudo y provocan una entrada al Zócalo a cuentagotas, además de lenta.

Entre la multitud congregada desde antes de las cuatro de la mañana en la plancha del Zócalo, no solo se podía percibir ese calor humano, además de esa hermandad de las y los desconocidos los cuales comparten un metro cuadrado de adoquín y rozan sin querer los cuerpos; sino también ese sabor a sal emanado del sudor, entremezclado con el inconfundible aroma a chela la cual, a la menor provocación era lanzada en círculos al aire, asimismo, a primera nariz se percibía el inconfundible tufillo penetrante a tabaco y marihuana.

Mientras el sol se ocultaba, los colores pastel eran tragados por la oscuridad de las nubes cargadas de agua. A las siete de la tarde, quien osaba mirar sobre 20 de Noviembre solo podía atestiguar un mar de cabezas con gorras hacia atrás y niños colgados en unos insignificantes árboles  o más bien, ramas en maceta. Minutos después, el sonido local del escenario informó a los asistentes que se había rebasado la capacidad del Zócalo y la única forma de ver el concierto de Los Fabulosos Cadillacs sería en las calles aledañas. Al unísono, todos gritaron y brincaron, por otro lado, aplausos y en otra parte más alejada, la cerveza o refresco eran lanzados por encima de las cabezas de los asistentes.




Los minutos trascurrieron y faltando media hora para el comienzo del concierto calló la primera gota gorda de agua. Luego, un trueno que cimbró a media ciudad. Mientras Tlaloc desahogaba su furia, los paraguas y las bolsas verde agua, suerte de impermeables, empezaron a enfundar y cubrir a parejas o a grupos de amigos. Otros más no llevaban nada para cubrirse y optaron por quitarse sus playeras y bailar con una mezcla pregrabada de regué y otros ritmos, los cuales invitaban a mover las caderas lenta y seductoramente.

La lluvia mojó, pero se agotó relativamente rápido y a las ocho de la noche con siete minutos, la banda sonora de James Bond resonó en toda la plancha del Zócalo y calles aledañas para crear una expectativa enorme. Las luces del escenario se apagaron, al igual que las de todos los edificios aledaños. La multitud congregada explotó en jubilo “Wuhhh”, aunado a los aplausos y más gritos en los que se percibía la emoción por ver a la banda argentina.

Las pantallas de los celulares y los flashes de estos eran la única iluminación de aquel instante y, gracias a eso, los asistentes presenciaron la entrada de la banda al escenario. Los Fabulosos Cadillacs ya estaban listos. Al redoble de tambores, las luces se encendieron y con las primeras notas de “Cadillacs”, todo el público comenzó a saltar y la plaza tembló.


Mientras Vicentico cantaba “Manuel Santillan, el León”, jugaba con un bastón. Lo mecía de un lado a otro tratando de hipnotizar a los asistentes. El inconfundible estruendo de las tarolas que imponían el ritmo sumado a la melodía de las trompetas y saxofón evocaba a las masas a mover las cabezas balanceándose junto con las manos estiradas que van de arriba abajo. Todos al unísono cantaban Van al mar/ van al mar.

Luego, Los Fabulosos Cadillacs cantaron “El muerto”. Y después a manera de himno y mantra las más de 300 mil almas reunidas corearon noche de calor en la ciudad/ ella te dejó y todo sigue igual/ quisiera volver el tiempo atrás/ pero lo que vuelve es esta noche y nada más. “Demasiada presión” unió corazones amorosos o rotos bajo la consigna “Esta noche es hora de que pienses en cambiar, el tiempo pasa pronto y todo tiene su final”.


Con “Carmela”, el ritmo y la letra hicieron retumbar la plancha del Zócalo. Una vez más y bajo la petición de toda la agrupación, la multitud brincó y brincó. No hubo piedad para los pies, pues aquellos despistados sufrieron las consecuencias al recibir el peso de una o más gente atrabancada: se hizo presente el slam. Entre codazos y pisotones, risas, jalones de cabellos fue como la energía emanaba de un público ya entregado.




Al ritmo lento de “Calaveras y diablitos” bajaron esos espíritus provenientes de universos de tierra y agua para apoderarse de las almas de la concurrencia, aquellos y aquellas que estaba dispuestos a liberarse de todos los males cantando a todo pulmón y bailando hasta agotarse, pues Las tumbas son para los muertos/ Las flores para sentirse bien/ La vida es para gozarla/ La vida es para vivirla mejor.

Ya entradas las nueve de la noche, el cielo se despejó y en el escenario tocaron los primeros acordes de “Siguiendo la luna”. La multitud se emocionó y algunos derramaron algunas lágrimas. Vamos, mi cariño, que todo está bien/ Esta noche cambiaré/ Te juro que cambiaré. Esta canción para muchos adquirió una connotación dolorosa la cual evocó amores del pasado, esos que ya no son; otros tantos la dedicaron y cantaron al oído de su querer. Sin embargo, pocos asistentes voltearon por el rumbo de Palacio Nacional en el que una luna llena coronaba el cielo de la CDMX, en una noche que ya era mágica. 



“Matador” y “Mal bicho” fueron un éxito en el que nadie perdió la oportunidad de mover las caderas , soltarse el cabello y terminar de eliminar los prejuicios de bailar en público. Por un momento las trompetas y los tambores provocadores de un ritmo embrujante unió a todo el Zócalo en una sola alma que cantó Yo no voy/ A la guerra/ A la violencia/ A la injusticia/ Y a tu codicia/ ¡Digo no, digo no!

Todo terminó con los cuatro éxitos de la banda: “Mi novia se cayó en un pozo ciego”, “Vasos vacíos”, “El satánico Dr. Cadillac” y “Yo no me sentaría en tu mesa”. Mientras cada una de las canciones terminaba, los asistentes derramaban lágrimas, otros más no dejaban de seducir con esos movimientos de caderas y de hombros. Todos coincidían en que no querían irse, pero “el tiempo pasa pronto y todo tiene su final”.




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