PASEO SURREALISTA DE UN DÍA CUALQUIERA
Por Virginia Trejo Zarate
Ciudad de México (Aunam). El Paseo de la Reforma estaba casi vacío. A lo lejos podía observarse a algunas personas caminando o pedaleando en las bicicletas. A un costado, el verde Chapultepec invitaba a entrar para protegerse del sol quemante de las tres de la tarde, mientras los autos se encargaban de desfilar sin descanso por ambos lados de la calle en el silencio más apacible del día.
“Todo está muy tranquilo”, dijo un policía que esperaba en el cruce. “Ya sé, pensé que iba a haber más gente”, le respondió su compañero. Sinceramente, yo también pensé lo mismo.
Los rayos solares cegaban parcialmente la vista de los peatones, pero no eran lo suficientemente fuertes como para desviar la atención del espectador de las famosas obras. El raquítico público se conformaba con mirar, pocos se detenían a leer los letreros con las interpretaciones del excéntrico artista.
Estaban todas alineadas, de color oro y bronce, frente al Museo Nacional de Antropología. En el ir y venir de las obras descubrí que el caracol y el ángel estaban observando algo atentamente en dirección al bosque, tal vez pensaban escapar hacia allí.
Enseguida les hicieron compañía sus amigos los relojes, no los comunes, sino los de Salvador Dalí, esos que parecen derretirse y que nos recuerdan que el tiempo y espacio se funden en un solo punto, la obsesión. El recorrido seguía mientras las obras iban surgiendo, cada una más fantasiosa que la anterior.
Otra de las sorpresas fue ver a una Lady Godiva de bronce, cabalgando desnuda en su caballo rodeada de mariposas, frente a la que dos mujeres y un hombre me pidieron sacarles una fotografía. Los altos y rubios extranjeros parecían gozar de todo, en especial del clima.
De repente, una niña de unos cinco años a lo mucho se cayó de su triciclo y empezó a llorar pues se había raspado la rodilla. Justamente la estatua de Alicia en el país de la maravillas estaba a menos de un metro de ella. Fue una extraña coincidencia encontrar a esta Alicia, con el rostro lleno de flores, jugando con lo que parecía un arco, pero después de verlo más de cerca resultó ser una cuerda con la que estaba a punto de saltar.
El recorrido terminó y las obras, la niña, los extranjeros y los policías comenzaron a alejarse de la misma manera en la que el día los atrajo a contemplar las piezas de Dalí, una curiosidad inusual propia del surrealismo.
Ciudad de México (Aunam). El Paseo de la Reforma estaba casi vacío. A lo lejos podía observarse a algunas personas caminando o pedaleando en las bicicletas. A un costado, el verde Chapultepec invitaba a entrar para protegerse del sol quemante de las tres de la tarde, mientras los autos se encargaban de desfilar sin descanso por ambos lados de la calle en el silencio más apacible del día.
“Todo está muy tranquilo”, dijo un policía que esperaba en el cruce. “Ya sé, pensé que iba a haber más gente”, le respondió su compañero. Sinceramente, yo también pensé lo mismo.
Los rayos solares cegaban parcialmente la vista de los peatones, pero no eran lo suficientemente fuertes como para desviar la atención del espectador de las famosas obras. El raquítico público se conformaba con mirar, pocos se detenían a leer los letreros con las interpretaciones del excéntrico artista.
Estaban todas alineadas, de color oro y bronce, frente al Museo Nacional de Antropología. En el ir y venir de las obras descubrí que el caracol y el ángel estaban observando algo atentamente en dirección al bosque, tal vez pensaban escapar hacia allí.
Enseguida les hicieron compañía sus amigos los relojes, no los comunes, sino los de Salvador Dalí, esos que parecen derretirse y que nos recuerdan que el tiempo y espacio se funden en un solo punto, la obsesión. El recorrido seguía mientras las obras iban surgiendo, cada una más fantasiosa que la anterior.
Otra de las sorpresas fue ver a una Lady Godiva de bronce, cabalgando desnuda en su caballo rodeada de mariposas, frente a la que dos mujeres y un hombre me pidieron sacarles una fotografía. Los altos y rubios extranjeros parecían gozar de todo, en especial del clima.
De repente, una niña de unos cinco años a lo mucho se cayó de su triciclo y empezó a llorar pues se había raspado la rodilla. Justamente la estatua de Alicia en el país de la maravillas estaba a menos de un metro de ella. Fue una extraña coincidencia encontrar a esta Alicia, con el rostro lleno de flores, jugando con lo que parecía un arco, pero después de verlo más de cerca resultó ser una cuerda con la que estaba a punto de saltar.
El recorrido terminó y las obras, la niña, los extranjeros y los policías comenzaron a alejarse de la misma manera en la que el día los atrajo a contemplar las piezas de Dalí, una curiosidad inusual propia del surrealismo.
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