SE ES SABIO CUANDO EL CONOCIMIENTO ES COMPARTIDO: FERNÁNDEZ DE CASTRO


Por Aldo Jair Munguía Hernández
México (Aunam). Seducido por el arte, el Siglo XIX y la ciencia, Hugo Fernández de Castro-Peredo decidió atender el llamado de la medicina, pero sin olvidar su gusto por el conocimiento. Su vocación de magister lo involucró en la noche de Tlatelolco que lo convirtió en el único galeno que atendió a estudiantes y soldados heridos en ese hecho.

El catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha impartido clase, durante medio siglo, en la Facultad de Medicina y en la Escuela Nacional Preparatoria (ENP).

Asimismo, ha tenido una intensa actividad como articulista en los diarios Excélsior, Unomásuno y El sol de México. Su carácter tornó derroteros que le permitieron conocer a José Vasconcelos, Miguel Alemán y Luis Echeverría, además de mantener amistad con Ignacio Chávez, Jorge Carpizo y Martín Quirarte.

Además de su una ardua actividad como médico, Fernández de Castro-Peredo encauzó el ímpetu de su vida hacia la enseñanza, la comunicación del saber y ello le ha permitido albergar la pasión pedagógica.

El encuentro

Las manecillas del reloj sentencian las siete en punto. Es 9 de noviembre. Camino hacia la Escuela Nacional Preparatoria número dos en busca de Hugo Fernández de Castro-Peredo. Alzo la mirada y, en el tercer piso del edificio hacia el cual me dirijo, reconozco la cabellera blanca, el saco jaspeado en tonalidades cafés y anaranjadas. Es él.

Un apretón de manos por saludo y, enseguida, caminamos hasta el laboratorio F. Entramos. El doctor oprime los interruptores y la luz se extiende por la pequeña aula. De uno de sus bolsillos saca un pañuelo azul para limpiar el escritorio y la llave de un pequeño aguamanil.

Nos sentamos frente a frente, miro sus ojos oscuros detrás de las gafas redondas: una mancha carmín irrumpe la claridad de su esclerótica izquierda; sus cejas semipobladas reposan en su rostro, amplio, de tez blanca; la camisa que contiene su cuerpo octogenario está impoluta y juega con el azul de su corbata.

Las voces de los estudiantes traspasan los muros del laboratorio. Sin más, me atrevo a lanzar la primera pregunta.

Recuerdos y nostalgias

Lo cuestiono sobre sus recuerdos, aquéllos que vienen a él en la sala en la que ahora estamos. El profesor se inmuta, cierra los ojos. Por un momento el silencio permea la atmósfera. De inmediato, con la mirada baja, responde que no le vienen recuerdos porque sigue viviendo allí unas horas de su vida, todos los días; por tanto, no caben los recuerdos porque sigue activo en lo presente. En cambio, cuando al iniciar cada año borra a los alumnos de la lista para poner a los nuevos, le vienen recuerdos y nostalgias. Es más sensible a la gente que a las cosas físicas.

Entraña universitaria

El rostro de Hugo Fernández de Castro-Peredo se ha llenado de saudade, ese sentimiento ambivalente que denota dicha palabra portuguesa: “de alegría por acordarse de algo o de alguien y, al mismo tiempo, de tristeza, porque ya no existe o no se puede ver a una persona, un suceso o un objeto”.

Con cincuenta años como catedrático, el profesor parece tener un cúmulo de recuerdos en el istmo de las fauces. Sus días como bachiller, sus andanzas en la Facultad de Medicina, así como la grata imagen que alberga de sus padres se hacen presentes en su silencio.

Conforme las evocaciones emergen en forma de palabras, el también licenciado en Ciencia Política narra el origen de su entraña universitaria:
“Mi madre había estudiado literatura en la prepa y se vino con su familia de Veracruz a México y entró a la Escuela de Altos Estudios, que era la antigua Universidad Nacional de México, la fundada por el entonces presidente Porfirio Díaz y Justo Sierra. Era la cúpula de la pirámide universitaria que concibió el maestro Sierra. Mi papá estudiaba Medicina. Como entonces no había Ciudad Universitaria, los estudiantes andaban en el barrio universitario.

Tras una pequeña pausa y con los ojos casi cerrados, trata de aprehender algún detalle. Agrega la ubicación antigua y actual de dicho barrio por el cual su padre se paseaba: “La calle de Santo Domingo, ahora Brasil, con calle de La Perpetua, ahora Venezuela”.

La Escuela de Altos Estudios fue donde principió el idilio entre Carmen Peredo César y Jorge Fernández de Castro y Fink. “Gracias a eso, usted y yo estamos aquí en este momento”. El galeno inclina el cuerpo hacia enfrente y sonríe con un dejo de nostalgia. Después de traer a sí el recuerdo de la vida académica de sus padres, prosigue con la génesis de su vida como educador.

“Cuando me recibí como médico me quedó la tentación de regresar como profesor. En 1965 se cumplieron 50 años de la Escuela Nacional Preparatoria, salió una convocatoria firmada por el rector de la Universidad, el gran Ignacio Chávez. El edicto era para presentarse a concurso de oposición y ganar una beca durante un año, con dos mil pesos mensuales para estudiar pedagogía, luego entrar a dar clase en la ENP; yo fui uno de los que ganó una plaza. En 1966 entré como catedrático, fundador del plantel 9. En 1981 me pasé a la ENP2: de allí, verá usted que viene mi entraña universitaria.”

Veracruz, la quietud de la provincia

Con la mirada baja y los párpados caídos, Hugo Fernández de Castro-Peredo recuerda los primeros doce años de su vida en Veracruz; parece que la oclusión de sus ojos le permite transportarse en el tiempo hasta escuchar con claridad “las campanas de los templos llamando a misa o a rosarios” y respirar “la quietud de la provincia”.

“Tengo muy buenos recuerdos de mi tierra: voy por lo menos dos veces al año, de modo que mis raíces siguen allá.”

Parece que el recuerdo ha traído consigo la sonoridad de las campanas a la sala en la que ahora el experimentado galeno busca en su memoria. Además de la calma provinciana, extraña el sabor del nanche, “una fruta del tamaño del tejocote”, y “de la pomarrosa, un fruto del tamaño de una manzana chica, con cáscara muy delgada, hueca y con un sabor supremo” de la que no ha vuelto a saborear desde aquellos tiempos en tierra jarocha.

“Además -agrega inmediatamente— salíamos de excursión, había muchos ríos y bosques. En todos lados encontrábamos naranjales, árboles de papaya y de plátanos que uno podía cortar para comérselos, claro, mientras no estuvieran en las fincas de los campesinos; ¡oh, las excursiones, los días de campo e ir nadar a los ríos eran la gran cosa! Ahora todos los ríos están contaminados.

La familia Fernández de Castro-Peredo tuvo que trasladarse a la Ciudad de México para que sus hijos, Jorge y Hugo, realizaran estudios preparatorianos.

Se podía conocer la ciudad en tranvía

¿Cómo fue el encuentro con la gran ciudad?

-¡Ah, fue impresionante! --El silencio se expande en el aula mientras logra asir aquel recuerdo lejano.

¿Recuerda lo primero que vio, ese contacto visual?

-Sí. La primera vez que entré al Zócalo le pregunté a mi abuela de origen alemán, Guadalupe Fink: “¿Cuál es el Palacio Nacional?”. Me lo señaló y quedé encantado. Ahora conozco como pocos el centro de la ciudad. Sé exactamente el nombre antiguo y actual de las calles, qué casas había, conventos o templos hubo que ya fueron derruidos, qué sucesos pasaron ahí; modestia aparte, conozco muy bien la ciudad.

“Recuerdo que llegamos una tarde de febrero, lluviosa, tristona. Nos fuimos a vivir a la colonia Roma: un barrio con casas muy bonitas, llena de jardines, preciosa, muy cerca del parque España, del parque México y del parquecito Ajusto, que estaba en la calle de Orizaba, entre las calles de Guanajuato y Zacatecas.

“Los tranvías eran un primor. Me refiero a la línea de tranvías que dejó el (ahora ex) presidente Porfirio Díaz. Todavía México tenía pueblos a su alrededor: Tacubaya, Mixcoac, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco, Milpa Alta --que estaban lejísimos--,Tacuba, Azcapotzalco y La Villa de Guadalupe eran los más cercanos a la capital, todavía en proceso de conurbación, de modo que se podía conocer la ciudad en tranvía”.

De aquella primera pregunta a su abuela paterna, rememora, se propuso conocer la Ciudad de México a fondo y, con recato, acepta haberlo logrado, a más de medio siglo de su primer encuentro con la gran urbe.

Vida preparatoriana

¿Cómo recuerda su vida como preparatoriano?

-¡Ah! --el doctor carraspea un par de veces y prosigue-- Pues un poco inconsciente, deslumbrado por unos profesores de gran categoría; por ejemplo, Martín Quirarte, el gran historiador mexicano, él me dio clase un año de Historia de México y otro de Lengua Francesa. Con él establecí amistad.

Los muros del Antiguo Colegio de San Ildefonso fueron testigos de su vida preparatoriana. Conforme avanza el diálogo, aprovecha para brindar algunos detalles sobre aquel recinto: “estilo barraco, primera mitad del siglo XVII, con sus tres patios”. Aun cuando no está formalmente impartiendo cátedra, da la impresión de que estoy en una clase: amena y enriquecedora.

La clase de historia comienza. Escucho atentamente mientras Fernández de Castro-Peredo destaca la trascendencia de la ENP, “que es encarnación viva de la República Restaurada,” fruto de “la visión de ese gran estadista que fue Benito Juárez”.

La formación de la episteme

Hugo Fernández de Castro-Peredo confiesa su felicidad por su educación biológica en la Facultad de Medicina, pero consciente de que ésta no constituye la totalidad del conocimiento, sino únicamente una de sus ramas, también manifiesta su alegría por su formación en letras:

--He leído mucho, conozco la mayor parte, el 99.9 por ciento de las obras literarias de los grandes autores universales y tengo, gracias a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, un criterio político, económico y social que me permite ser independiente en mis juicios y no estar sujeto a lo que digan los lorocutores, revistas o periódicos con una franja de inclinación amarillista.

El autodenominado politológico --pues estudia la política-- y no politólogo --ya que no estudia “la polis, la ciudad”-- ha impartido clases magistrales en México y en el extranjero. Ejemplo de ello es su participación en la charla Reflexiones sobre la experiencia del 68 en México en 2008, realizada en el Castillo de Copertino, ubicado en la provincia italiana de Lecce y dictada en lengua italiana.

Además de su formación como médico y de su prolija práctica profesional, tuvo clase en la Facultad de Filosofía de 2000 a 2002. “Llegué tarde al conocimiento filosófico, pero ello me brindó un punto de vista que me parece muy necesario para comprender lo que pasa en el mundo”.

¿Por qué estudió Ciencia Política?


-En 1967 estaba saliendo la primera generación de alumnos preparatorianos que yo había tenido y se iban a las facultades. Se me antojó, me contagió el ímpetu juvenil --les llevaba unos diez años a mis alumnos, no como ahora que les llevo cien-- y decidí estudiar la carrera de Derecho, pero una amiga mía, que fue mi novia en la ENP 9, me dijo: “¿Ya viste el currículo de Derecho, ¿Vas a estudiar Derecho Mercantil? ¿Te gusta el Derecho Penal? Mejor ve las cinco carreras de la Facultad de Ciencia Política”. Entonces elegí Ciencia Política y Administración Pública.

“La facultad estaba en unos edificios con planta baja del ahora anexo de la Facultad de Economía. Éramos mil alumnos y cursábamos diez semestres, de modo que nos conocíamos bastante bien. ¡Estoy encantado de haber llevado Ciencia Política!

“Empecé en 1968. Allí me tocó el movimiento, en el cual fui alumno, profesor, dirigente y actor. Soy el único médico que atendió muertos y heridos aquella noche, la noche de Tlatelolco, el único.”

“No se hagan: queríamos derribar al gobierno y establecer el socialismo”

¿Cómo era el México de 1968?

El rostro del profesor se muestra reflexivo. Su mirada baja se ha vuelto una constante. Apenas planteo la cuestión, busca en su memoria. Viaja en el tiempo cincuenta y siete años. Todo ello sucede en un instante silencioso que se rompe de inmediato con sus evocaciones convertidas en respuesta:

--Mi recuerdo es que era un México dominado por el sistema de partido único, en el cual los priistas cometían fraude electoral en diputaciones, senadurías, alcaldías, gubernaturas y, claro, en la Presidencia de la República. Ellos se calificaron a sí mismos como Colegio Electoral en la Cámara de Diputados. Claro que, habría que pensar en lo que dijo el presidente Juárez: “Si el gobierno no hace las elecciones, ¿quién las va a ganar?”.

“Entonces, ese 68 con tanta impunidad, tal enriquecimiento ilegal de los políticos, tal inmoralidad, tanta falta de libertad de expresión, de acción, de pensamiento, ese México desapareció, pero entonces no soportábamos al PRI, y nos lanzamos al movimiento con mucho entusiasmo”.

Aclara la diferencia entre su participación y la de otros líderes de aquel suceso: “¡Se hacen guajes!, en primer lugar yo no soy de los dirigentes del movimiento, como El Pino y otros sinvergüenzas que lo han tomado como modus vivendi: ellos se enriquecieron a costa de la lucha”.

El doctor aclara que no aprovechó la lucha para fines lucrativos, pues tuvo una intensa práctica profesional; escribió más de mil 500 artículos en la prensa diaria, en Excélsior, Unomásuno y El sol de México; tiene una treintena de libros como autor, coautor, compilador y participante con un capítulo, entre los que destacan Estado constitucional, derechos humanos, justicia y vida universitaria. Estudios en homenaje a Jorge Carpizo. Tomo I: testimoniales; Eutanasia, aspectos jurídicos, filosóficos, médicos y religiosos; y Las Migraciones y los transterrados de España y México: una segunda mirada, humanística.

Además, nunca se apartó de la investigación. Sus proyectos en ciernes son Una vacuna para la influenza en aerosoles, la escritura y publicación de su libro sobre el movimiento estudiantil del 68, así como la del inherente a la Escuela Nacional Preparatoria del siglo XIX.

Enseguida continúa con su narración ágil, rozagante: “Tengo una visión muy clara del movimiento: lo que queríamos era derribar al gobierno priista y establecer un gobierno socialista, al estilo de Cuba; aliarnos con la Unión Soviética para darle la pelea a los Estados Unidos. ¡Que no se hagan guajes diciendo que andábamos buscando otra cosa! No, no, no; ¿por qué ahora ya no estoy en eso? ¡Pues porque ese México ya no existe! Gracias, por supuesto, a los que participamos en ese movimiento.”

No soy un héroe

¿Cómo fue la noche de Tlatelolco?

-Aquella noche fui por un cuñado, hermano de mi novia --ahora esposa--, que nunca llegó a la esquina de Lerdo y Nonoalco. Traía mi coche y tuve que irme caminando. Entré a Tlatelolco a las dieciocho horas, pasé por debajo del puente que va a San Juan de Letrán (ahora Eje Central Lázaro Cárdenas), para ingresar a la Plaza de las Tres Cultura. En ese momento vi cómo echaban las bengalas desde un avión; caminé por la calzada al mismo tiempo que entraba un cuerpo de (el) Ejército a la plaza. Ese grupo se colocó en unas escalinatas prehispánicas.

“Llevaba mi paraguas, vestido de traje y corbata como siempre. Algunos de los soldados me dijeron: ´Véngase para acá, le van a dar un balazo´. A gritos les dije: ´¿Pero cómo?, si ustedes son los que están disparando para allá, de allá para acá no hay disparos, de modo que estoy en un lugar muy seguro, porque estoy en la misma línea que ustedes´”.

Después empezó el corredero de gente y muchos escaparon. “Hemos de haber quedado unos cinco mil en la Plaza de las Tres Culturas. Cayó la noche. Les dije a los soldados, ´¿qué quieren que haga?, soy médico´, y me dijeron: ´Atienda a esos dos soldados que están caídos´. Me arrodillé, me pusieron, primero uno, luego otro, los brazos en el cuello. Yo boca abajo, ellos boca arriba; me fui arrastrando para llevarlos a las escalinatas y ponerlos a salvo. Me lastimaba las manos con cilindros metálicos. Arriba veía llamas, ráfagas amarillas y azules. Ante mi sorpresa le dije a un soldado: ´Oiga, ¿qué es esto que está allá arriba?´, y me dijo: ´¡Ay, doctor! ¿Pues qué ha de ser? Son balazos y lo que está usted tocando con las manos y las rodillas son casquillos´.

“Corrió la voz que había un médico en medio de la balacera, inconscientemente, no porque sea héroe. Donde me gritaban ´¡doctor, doctor!´, allí iba, sin saber que mi vida estaba en riesgo. Si estaba muerto, dejaba al tipo; si estaba herido, lo sacaba al costado norte del templo. Allí me llevaron botiquines de sanidad militar: a los heridos les puse suero, morfina, vendas de yeso, analgésicos. A mucha gente la vendé como si estuviera fracturada para sacarla. Cuando quise huir, pues ya no pude”.

Tres semanas en la celda 10

La evocación ha fracturado el tiempo. Estamos observando aquella noche de octubre. El profesor retoma su intervención. Narra la quietud imperante después de la primera balacera; a ésta sucedió otra muy intensa. Debido a la tensión del momento, un ataque de risa agazapó el cuerpo de aquel joven. Sin poder contener aquella manifestación síquica, la segunda balacera terminó.

A la falta de iluminación se sumaron largas filas de estudiantes capturados: “Empezaron a llegar camiones de pasajeros sin asientos: allí iban subiendo a la gente. Se la llevaban agachada”. Fernández de Castró se zafó de la fila, caminó hacia los militares y policías que dirigían la operación para aseverar: “Señores, vengo a decirles que soy médico, estuve atendiendo heridos, incluyendo soldados de los cuales les puedo dar los números de sus placas y nombres. Venía a ver a un paciente, pero me pescó aquí la balacera”. El rostro del médico sonríe ante el recuerdo de aquella mentira.

Su única intención después de haber salvado la vida de estudiantes y soldados era irse a su casa sin que lo apresaran. Ante su petición, el jefe de la operación le dijo: “Sí doctor: en este momento lo llevan en una patrulla. Muchas gracias”. Apenas las doce palabras del mayor de la policía emanaron de su boca para reverberar en aquella fatídica atmósfera, una voz irrumpió la plaza para fracturar todo anhelo: “Usted es Hugo Fernández de Castro, con un coche tal, placas tal, profesor del plantel 9, alumno de la Facultad de Ciencias Políticas, dirigente del movimiento”, tras aseverar dichas atribuciones, el jefe de la policía le dijo con un tono irónico: “No, doctorcito, ¿cómo se va a ir usted a su casa? Si usted es de los meros peces gordos. Andamos tras de usted desde hace varias semanas”.

El mayor Jorge Ubalde Domínguez llevó al profesor a la cárcel que estaba en la calle 20 de Noviembre y colindaba con la catedral metropolitana. Ya en la inspección de policía descendió veinte metros hacia los calabozos. La celda número diez sería durante tres semanas su morada: “estuve incomunicado hasta que las buenas relaciones de mi familia hicieron que me soltaran y evitaron mi traslado a (la cárcel de) Lecumberri (ahora Archivo General de la Nación)”.

Las buenas relaciones eran el doctor Emilio Martínez Manautou, secretario de la Presidencia, muy cercano al presidente Díaz Ordaz. Gracias a eso pudo recobrar su libertad después de aquella noche, la de Tlatelolco.

La pasión pedagógica

El magister atendió el llamado de su vocación: abrir en los jóvenes “un surco fecundo en el que germina la semilla sembrada con pasión (eros) pedagógica”.

La consigna es clara aún después de medio siglo como profesor. “Tengo que formar y educar jóvenes; no sólo transmitirles conocimiento, para eso están los libros. Ayudarlos a entender que deben construir por sí mismos el conocimiento. No se llega al episteme memorizando, sino que va por otro lado. Pretendo construir enlaces de sinapsis en las neuronas”.

Fernández de Castro ha encauzado a sus pupilos, quasi bachilleres y cuasi galenos, por los senderos de la literatura, la filología, la política y la medicina, como alicientes en la formación de su espíritu.

El profesor ha estado al servicio de los alumnos. Sus objetivos son claros: coadyuvar al estudiante a hacer tabula rasa y despertar en ellos el interés por el conocimiento. Se es inteligente, sabio, únicamente cuando el conocimiento es comunicado, compartido.

La literatura precede a la filosofía

La literatura es anterior a la filosofía: primero hubo literatura no escrita, oral. El poema de Gilgamesh, de hace 5000 años nos da idea de eso. La Ilíada y La Odisea fueron escritas hasta el siglo VIII a. C por Homero, cuando los sucesos que narran ocurrieron 400 años atrás. En el siglo séptimo surgen los primeros filósofos presocráticos: Tales de Mileto, Anaxímenes y Anaximandro, pero ya la literatura existía desde antes.

El doctor hace una pausa a su cátedra sobre literatura y filosofía. Vuelve a cerrar los ojos. Apenas los abre, hace mención a una frase de la historiadora María Zambrano: “La filosofía hinca sus dientes en las carnes de la literatura y le arrastra, le jala todos sus procedimientos, aunque luego la literatura se va sobre la filosofía para adquirir su espíritu crítico, así como su rigor”.

De los libros que más le han impresionado a Fernández de Castro se encuentran los cuatro tomos de la autobiografía de José Vasconcelos: Ulises Criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938) y El proconsulado (1939): además de la Biblia, Don Quijote de la Mancha (1605), y Otra vuelta de tuerca (1898) de Henry James.

Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer, Sor Juana Inés de la Cruz, Luis G. Urbina, Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Nájera son los poetas que le vienen a la mente a la pregunta de sus gustos literarios. Su respuesta embelesa cuando recita, de memoria, un par de fragmentos del poema La duquesa Job (1884), de Gutiérrez Nájera:

En dulce charla de sobremesa, / mientras devoro fresa tras fresa, / y abajo ronca tu perro Bob, / te haré el retrato de la duquesa / que adora a veces al duque Job.

Toco; se viste; me abre; almorzamos; / con apetito los dos tomamos / un par de huevos y un buen beefsteak, / media botella de rico vino, / y en coche, juntos, vamos camino / del pintoresco Chapultepec.

No soportaba al PRI, rechazó diputación

“Miguel Alemán me mandó a llamar. La primera vez no me presenté. Ante la insistencia del ex presidente asistí a su casa, que estaba en la calle de Rubén Darío, atrás de donde está el Deportivo Chapultepec”, recuerda.

El ex mandatario “me puso una regañada” por no haberse presentado a la cita con Luis Echeverría, candidato del PRI a la Presidencia en 1970.

Alemán le explicó su insistencia: Echeverría quería que fuera candidato priista a diputado: “Lo medité y no fui: no soportaba al PRI. Imposible”.

“La vida te ha dado todo, menos lo que tú puedes poner en ella”

Al maestro Ignacio Chávez, rector de la UNAM (1961-1966) lo conoció porque, al haber ganado la beca para estudiar pedagogía, tuvo que asistir a una clase en un salón cercano a las Islas, en Ciudad Universitaria: “vi entrar al rector, un hombre regordete, chaparrito. Empezó a hablar. Salí embelesado, ¡qué modo de hablar, qué ideas del maestro Chávez!”.

De aquel encuentro surgió una amistad muy intensa. Después de que obligaron al maestro Chávez a renunciar a la rectoría, Hugo Fernández de Castro leyó sus discursos, entre otros, uno en especial. Rememora e inicia el relato de aquella lectura: “En una vieja casona de la ciudad de Brujas hay una inscripción que dice Plus en toi”. Tiempo después, al visitar la casona en Bélgica, el profesor Fernández de Castro descubrió que la frase escrita en la casa van Gruuthuuse dice: Plus en vous.

La frase es trascendente en la pasión pedagógica, pues “el docente debe enseñarle al alumno que hay algo más en él”. El alumno y el hijo deben ser superiores al maestro y al padre.

Sin ponerse de acuerdo, Samuel Ramos, filósofo mexicano, escribió en alguna de las visitas a la casa de la familia Chávez, donde se reunían intelectuales de la época, algo similar en una de las libretas del joven Chávez: “La vida te ha dado todo, menos lo que tú puedas poner en ella”. Después de recordar la frase de Ramos, el profesor confiesa “tener la piel chinita de emoción”.

José Vasconcelos

¿Cómo fue su amistad con el maestro Vasconcelos?

-Mi padre, Jorge Fernández de Castro y Fink, fue jefe de campaña en El Bajío, claro, secundado por mi mamá. En el tren en el que huían hacia el norte, con mi abuela y mis dos hermanos mayores, iba huyendo también Vasconcelos con su familia. Incluso el maestro fue padrino de bautismo de mi hermano Jorge.

“Posteriormente le escribí una carta al maestro Vasconcelos externándole mis impresiones sobre lo mal que estaba México, así como mis intenciones de fundar un partido político, presidido por él. La respuesta del también rector de la UNAM en 1920 fue sorprendente: ´Usted es el único de 20 millones de mexicanos que no cree estar en una democracia perfecta´. Conocí a José Vasconcelos en la Biblioteca México, de la cual él era director. Allí lo visité varias veces”.

El éthos

Si el carácter del hombre es su destino y éste, a su vez, es su carácter, ¿cuál ha sido el carácter de Hugo Fernández de Castro?

-A mí también la vida me había dado todo, pero yo solo me abrí paso. Presenté oposición para estudiar pedagogía y luego ser profesor de la ENP; yo decidí que quería ser profesor de la Facultad de Medicina e igualmente lo conseguí. Entonces, he aportado, he avanzado. No soy el mismo que mis padres dejaron. Yo abandoné el temperamento que tenía como individuo, forjé mi carácter y me convertí en persona. Yo puedo hablar a través de la máscara de profesor, médico o politológico. El carácter fue mi destino, pero mi destino era formar mi carácter.







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