Un emisor de estímulos



Por Salvador Soria Alfaro
México. Temblores. Trepidaciones. Movimientos. Grados Richter. Pinotepa nacional. Puebla. Veracruz. Todos estos conceptos, ideas, escalas, lugares, son de uso común para los mexicanos, en especial los residentes de zonas con alta actividad telúrica, o que, en su defecto, se encuentren asentados en lagos convertidos, mucho tiempo atrás, es cierto, en ciudades, como es el caso de nosotros los capitalinos.  

Los temblores nunca me han quitado el sueño. Quizás sí. En mi defensa argumentaría un miedo irracional a la alerta sísmica, mas no a los temblores, porque he corrido con suerte, concepto ambiguo que nos gusta mentar cuando nos va bien, pero que no queremos ni oír cuando las cosas no marchan sobre ruedas, y me asusta más lo tangible, la alerta sísmica, que lo “intangible”, los terremotos. 

Defiendo mi derecho a estar más asustado de la alerta sísmica que de otra cosa: se infiltra en tus huesos, recorriendo toda tu espina, alertándote, actúa como un emisor de estímulos ante el cual nadie se puede resistir, es escandalosa, ruidosa, pero no lo suficiente, y nunca la escuchas sino cuando es demasiado tarde,  te despierta, te agarra desprevenido. En conclusión, me asusta más la vacuna que la enfermedad. 

Soy una persona curiosa, y las cosas que no conozco, incluso las negativas, que preferiría no conocer, me intrigan; los sismos no son la excepción. Hasta la fecha, me pregunto cómo reaccionaría, y como debería reaccionar ante un sismo. A pesar de la reiteratibilidad del fenómeno, y de haber experimentado algunos, baladís en su mayoría, viví el sismo del 2017, que nadie se atrevería a tachar de insignificante, aunque no recuerdo mucho sobre lo que hice o no ese día.

La cosa sucedió así. Estaba, como de costumbre, jugando con mis piernas, que a veces me resulta el paroxismo de la incomodidad y de la energía: nunca están a gusto y siempre tienen que estar cambiando de posición. Bueno, como les decía, estaba jugando con mis piernas: cambiándolas de lado, moviéndolas, subiendo y bajándolas, tocándolas, subiéndolas al asiento de mi compañera de adelante. Mientras realizaba este último acto, sonó la alerta sísmica. 

Cómo es que “desatoré” mis piernas del asiento de adelante sigue siendo un misterio para mí. Al día siguiente, mi compañera de enfrente, al compartir nuestras experiencias sobre el sismo, habría de declarar, para mi mala fama, que, acostumbrada como estaba a que yo jugara con su banca, en un primer momento pensó que yo era el que estaba moviendo la banca, aunque esta vez, menos recatadamente, y con más fuerza, hasta que se percató de que estaba temblando. Salimos como pudimos a los pasillos, dirigiéndonos al patio, mientras los ventanales de los salones se estremecían de atrás para adelante, coordinándose para realizar una pieza musical, cuantimás tétrica, digna de película de terror. 

No obstante, y aunque no pensábamos que fuera realidad, o que fuera de utilidad, la escuela nos había informado tiempo atrás que durante las vacaciones habían mandado poner marcos de plástico o algo del estilo, a manera de película protectora para evitar que los fragmentos de las ventanas cayeran sobre nuestras cabezas. En su momento, cuando nos revelaron este gasto, creímos que era un intento por desviar recursos o justificarlos: inocentes niños, acostumbrados a condiciones negligentes, nunca creímos hacer uso de esta novedosa y aparentemente costosa película. Afortunadamente para ambas partes, autoridades y alumnos, resultó ser de bastante utilidad la tecnología. 

Una vez en el patio, todos nos reunimos alrededor del punto en caso de sismo. Nadie tenía señal y todos querían contactarse con sus padres, hermanos, novias, novios, o simplemente con el exterior para saber qué estaba pasando. Los sollozos, algunos incluso llegando a los berridos no se hicieron esperar. Yo estaba bastante tranquilo: pecando de introspección, mi mecanismo de defensa, quizá de represión, a diferencia del grueso de la población, que es la negación, es su contraparte, la aceptación inmediata: lo que tenga que pasar va a pasar o va a pasar y no puedo hacer nada para evitarlo. 

Me senté a esperar a mi papá, que no hizo excepciones, y llegó, como de costumbre, tarde por mí, alegando, igual que en las ocasiones en que se rebajaba a darme explicaciones, tránsito, lo cual no deja de ser verdadero, pero viniendo de él, no podía sino ser muy dudoso. 

Como la ciudad estaba paralizada, caminamos por la zona circundante buscando qué comer. Llegamos a una plaza en donde algunos de los restaurantes regalaban la comida, que muy probablemente no venderían en mucho tiempo, la cual era más bien pasable, sin demeritar su labor altruista. Hicimos tiempo para que la ciudad se desazolvara del tránsito, y nos dirigimos a mi casa, donde encontramos a mi mamá. 

En conclusión, y en concordancia con la intención de esta narración, espero que haya logrado transmitir que este día fue uno más para mí, afortunadamente. No perdí a nadie, ni perdí la vida; llegaron tarde por mí, comí, y regresé a mi casa, sin mayores afectaciones. Sin embargo, resulta significativa la experiencia porque aprendí cómo me desenvolvería en un sismo de magnitudes similares. 



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