Deseos de la familia: otro síntoma de la deserción escolar


Por Ramses de Jesús Ramírez Chávez, Leonardo Castro Ortiz, Luis Roberto Benavides Robles y Francisco Alfredo Ávila Vega
México. Se encontraba con los codos postrados sobre la baranda del segundo piso de la Facultad de Odontología, tan cómodamente como si fuera su propio balcón, alternando la mirada -tan propia como ella- entre el suelo y el cielo. Era 4 de mayo de 2023, al advertir que había llegado el momento de la entrevista, descendió desde unas escaleras con cristales que permitían seguir su paso, hasta la explanada, a un lado de un farol solitario, delante de una cancha de basketball vacía.

Su nombre es Kimberly López, tiene 18 años apenas y estudia su primer semestre en la carrera de Odontología en la UNAM; es delgada, su piel es blanca -como la arena- y no rebasa el 1.55 de estatura. Ella tiene el pelo castaño y recogido, que embellece -aún más- la finura de sus rasgos. Posee una sonrisa perfecta, -lo cual no sorprende, una vez se sabe que su madre es odontóloga- debajo de unos ojos glaucos pincelados en variedad de tonos que irradian intensidad, en todas sus formas. 

Para explicar porqué escogió la licenciatura en Odontología, Kimberly no busca contar alguna anécdota personal o algún sueño de la infancia. Ella dice: “Honestamente, escogí esta carrera por influencia de mi familia. En ella hay nutriólogos y abogados, pero fue mi madre la que me dijo que estudiara eso (odontología) por el beneficio de la familia”.

No tiene ningún inconveniente en decir que no fue ella la que escogió su carrera, de hecho, cuenta que se siente bien -por el momento-, pero su verdadero deseo es terminar los semestres, para darle la satisfacción a su familia y posteriormente estudiar alguna otra cosa que le guste. Cuenta que ha externado su opinión al respecto en varias ocasiones, pero de una u otra manera, sus familiares justifican la decisión. ¿Por qué no hacer algo más radical ahora que aún está en primer semestre? Kimberly es muy vivaz, activa, se podría decir que es incluso alegre, sin embargo, al responder, se le nota algo de seriedad:

“Ya me resigné a estudiar Odontología, no me voy porque me quitarían los beneficios económicos que hay en la familia, me retirarían mis gustos, el carro…”.

Acepta todo con firmeza, como quien recibe una condena, se nota que ha cavilado y ha dado vueltas al asunto. Cuando se gradúe como dentista, confiesa que le gustaría estudiar Fisioterapia y que, si tuviera hijos, ella les permitiría estudiar lo que ellos quisieran. 

El caso de Kimberly es uno que apenas comienza de entre otros tantos que se suscitan en la Universidad; otro de los casos en los que la familia puso por delante su voluntad y decidió el futuro de un hijo o hija, haciéndolo estudiar algo que iba en contra de sus deseos o que tal vez ni siquiera quería. ¿Qué podría pasar con Kimberly en el futuro? La respuesta aún es incierta, no obstante, inevitablemente se llega a pensar en el supuesto de que podría desertar en la carrera en algún momento de los casi 4cuatro años que le restan.



No habría que reflexionar demasiado sobre los posibles motivos de su deserción, pues, obligadamente, uno sale a la luz: el hecho de que no se respeten sus decisiones, aun teniendo en cuenta que ya es una adulta -reconocida por la ley- y debería de contar con el apoyo de sus padres para hacer de su vida lo que ella decidiera, pero este mundo no es ideal.

Toda esta situación preocupa a un México que entre 2020 y 2021 registró a un total de 24,597,234 alumnos que se matricularon en nivel preescolar y que pasaron a ser 24,113,780 entre 2021 y 2022, lo que deja ver que casi medio millón de familias dejaron de inscribir a sus hijos a las escuelas antes de que cumplieran los 15 años. Para el nivel medio superior, se pudo observar una pérdida de 123,914 alumnos que desertaron; mientras que, en nivel superior, de 2020 al 2022, 25,936 alumnos abandonaron sus estudios, según datos de indicadores educativos brindados por la SEP.

Producto de este estudio, se dice que uno de los factores que más influyeron en los índices de deserción escolar del país fue la pandemia y el sin fin de problemas que desembocaron a partir de tal fenómeno (incapacidad de contactar profesores, dificultad para hacer tareas, falta de confianza en la educación a distancia o la pérdida de empleo del padre o madre de familia, entre otras), sin embargo, dentro de las escuelas existe otra enfermedad que, de una u otra manera, imposibilita la permanencia de los alumnos en la escuela: la deserción por motivos familiares, específicamente, cuando una familia o algún miembro de la misma escoge la carrera del alumno.

El estudiante se convierte en una víctima más de lo que el sistema le obliga a hacer, en un espacio que muy posiblemente refleje su ausencia y, con la cara triste llena de coraje, no le queda más que decir, como Octavio:

“Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido…”

Buscar debajo de las piedras

La tipología de la deserción escolar ofrece una amplia clasificación de motivos por los cuales los estudiantes abandonan sus estudios en los diversos niveles; enumera y explica razones socioeconómicas, pedagógicas, alimenticias, ideológicas, religiosas, de infraestructura, el llamado “efecto embudo” y la familia. 

En general, ninguno de los anteriormente mencionados toma en cuenta casos como el de Kimberly, de hecho, ni siquiera el apartado de “familia” lo hace, pues, se refiere a: familias desintegradas, alcoholismo, drogas, desempleo o embarazos adolescentes. En pocas palabras, el hecho de que los intereses familiares escojan la carrera de algún hijo, es un problema al que se le presta muy poca atención. 

La colección de entrevistas que se presenta a continuación se consiguió buscando “hasta por debajo de las piedras”, debido a que las estadísticas que ofrecen los organismos del Estado (INEGI, por ejemplo) no toman en cuenta dicha problemática en sus índices porque se sobreentiende la dificultad para intentar medirla y rastrearla en la población. 

Todos y cada uno de los entrevistados fueron encontrados de manera muy rudimentaria; preguntando de grupo en grupo de amigos “¿tú escogiste la carrera que estudias?” y, ante las afirmaciones -por fortuna- recurrentes, la siguiente pregunta era: “¿conoces a alguien que se sienta inconforme con su carrera porque no la escogió?” Todo hasta que, finalmente, de oído en oído, se lograba llegar con las personas adecuadas. La búsqueda se dio de Facultad en Facultad a lo largo de Ciudad Universitaria, para mostrar que no es un hecho aislado, sino un síntoma general. 

Emiliano Mendoza, de 20 años, se ve notoriamente agotado cursando su 2do. año en la licenciatura de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Confiesa que se siente inconforme con la carrera y no es tanto porque sea complicada, sino que su verdadero interés se encuentra en otro lado. Mira un punto en la nada, como quien se despide de una vida que no fue, pues realmente le hubiera gustado estudiar Historia o Geografía, en la Facultad de Filosofía y Letras. Cuando se le pregunta “¿por qué no estudió alguna de sus opciones en vez de Sociología?” La escogió “debido a la influencia de mi mamá.. Ella estudió Sociología, yo le hice caso y ahora siento que me equivoqué de carrera.”

Francisco Iturbe, quien pidió no dar su edad exacta, es un estudiante de 6to. semestre de Arquitectura en la Facultad de Arquitectura de la UNAM; él pasó por una situación similar a la de Emiliano, es decir, no tuvo oportunidad de elegir su carrera. Proveniente de una familia dedicada por completo al manejo de una empresa, con un padre que es ingeniero civil, el futuro de Francisco fue elegido cuando se le colocó la expectativa sobre sus hombros de tener que tomar un cargo importante y funcional dentro de la organización. En su momento, dijo que le hubiera gustado dedicarse a algo más, dijo sentirse arrepentido:

“No me gustó que no me haya escuchado mi familia, cuando yo también tuve la oportunidad. Voy bien en la escuela, pero no siempre consideran buenas mis decisiones; no soy parte medular de la familia, me siento obligado a hacer esto”.

Mariana López Rosas, con 20 años de edad, estaba cursando el segundo año de la licenciatura en la Facultad de Derecho cuando se dio cuenta que no era lo suyo. Tiempo después ella optó por dejar la carrera. Dijo haber conocido a personas maravillosas ahí dentro, haber intentado seguir con la escuela durante un tiempo, pero con un ambiente en el que parece que a todos les encanta discutir y teniendo que recurrir a los insufribles artículos de la Constitución: no aguantó. Ella anhelaba estudiar Diseño y Artes Visuales –y, estudiando Derecho, es como ver a un pájaro enjaulado-, sin embargo, todos en su familia tienen algo en común, es decir; sus padres, sus tíos, incluso su hermano mayor: todos estudiaron Derecho y son abogados. Sobre eso, Mariana dijo: “Ser abogada, eso es lo que se esperaba de mí”.

Estos son algunos de los casos más representativos de la docena que -por fortuna para el alumnado- se pudo recabar a lo largo de Ciudad Universitaria. Cada uno de ellos tiene algunas características en común con el resto: una familia cuyo interés obligó a un miembro a estudiar alguna carrera a fin, el descontento por parte de los estudiantes y los mismos estudiando licenciaturas en cualquier ámbito, menos en la que verdaderamente quisieran estar. Para ellos, la universidad dejó de ser el lugar al que alrededor de 215 mil 757 aspirantes en 2022 desearon ingresar para cumplir sus sueños y para el cual casi 300 mil  se preparan para intentarlo en este año. Para ellos: “La biblioteca es una madriguera de ratas feroces, la universidad es el charco de las ranas”.

Una analogía un tanto fuera de lugar, a sabiendas de lo que Petrificada Petrificante significa. No obstante, con ese fragmento se ilustra la cruz que algunos cargan: la biblioteca de alguna facultad a la que nunca quisieran volver, la universidad, un charco de ranas metafórico para referirse a un sitio en el que no se quiere estar. Del que existe una amplia posibilidad de desertar.

Los síntomas del síntoma


Kevin Fernando Amez Zúñiga, vestido con una camisa de playa y el pelo amarrado en cola de caballo, es egresado de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala, de la licenciatura en Psicología. Actualmente se encuentra cursando la maestría en Neurología en la Facultad de Psicología de la UNAM y ejerce su profesión con sesiones de terapia psicológica y psiquiátrica en algunos pacientes. Fernando, una vez al tanto de la situación y el contexto de los testimonios, dice: “El efecto de estudiar algo que no se quiere, básicamente, es un bajo desempeño en las tareas que va a realizar o pretende estudiar”.

Fernando explica cuán importante es que todo lo que se haga en la vida de cualquier persona esté basado tanto en sus capacidades como en sus gustos, pues esto le dará una mayor adherencia a lo que la persona en concreto decida hacer; es decir, lo hará de mejor manera, con mayor motivación y obtendrá mejores resultados, entre otras cosas. Hablando específicamente de los testimonios anteriores, él menciona:

“Si estás en una carrera en la que no eres bueno o en la que tus habilidades cognitivas no son suficientes para tal cosa, simplemente, será muy difícil cargar con eso; lo que desembocará en problemas personales y sociales debido a que el individuo no se sentirá acogido”.

Ese mismo sentimiento de abandono por parte de una familia que obliga al hijo o hija a estudiar algo que no quiere, aunado al desentendimiento de un entorno en el que ni siquiera desea estar, conducen a la eventual deserción de la carrera. Las posibles consecuencias inmediatas -tanto por quedarse, como por alejarse de la institución- serían: ansiedad, depresión, falta de motivación, aspectos de procesos cognitivos (falta de preparación en la velocidad de procesamiento, atención, etc.).

Desde una perspectiva más personal, Fernando argumenta que el hecho de obligar a alguien a estudiar algo que no quiere, debería ser considerado como un delito, pues es un acto de violencia. Obligar a alguien, es algo normal hasta cierta edad, cuando se es niño no es como que se tenga otra opción, sin embargo, en el momento en el que se infringen las normas morales del individuo para lograr compensar o cumplir alguna situación, se está violentando a la persona.

Todas las fotos que se presentaron a lo largo del reportaje son espacios vacíos que deberían ser ocupados por personas; pero no las hay, representando así la posible ausencia de aquellos que las ocuparon ante la terrible situación de ser obligados a estudiar o tomar un lugar que ellos no buscaron. 

Ningún padre es dueño de su hijo y ningún hijo es propiedad de la familia, por más que compartan el apellido no existe justificación lógica por tomar en manos propias el futuro de una persona. México padece el síntoma de la deserción por razones directamente ligadas a la familia; un país que en 2022 fue testigo de cómo 33,612,855 estudiantes ingresaron a la educación primaria y cómo solo 4,985,005 alumnos lograron llegar -o rascar- el nivel superior, según el INEGI, definitivamente tiene problemas con su sistema educativo, pero más que eso, se trata de un problema estructural en el que menos de una 5ta. parte de la población total resulta beneficiada.

Todos los casos que aquí yacen pertenecen a la comunidad universitaria, todos y cada uno de ellos, dependiendo de las variables, podrían desertar tarde o temprano de la institución; contribuyendo a la deserción escolar de una manera que no se cuenta, un problema subyacente, uno que se esconde dentro de la misma familia, uno que probablemente busque lo mejor para ellos, sin saber que los condena a una incertidumbre superior a la que, de por sí, el futuro les tiene preparada.



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