Hablemos



Por Ximena Miranda Herrera 
México. Un departamento de no más de 45 m2 de paredes blancas, una cocina y un comedor, una mesa circular de madera para seis sillas y los platos puestos para desayunar. 

Enrique de 37 años, un joven apuesto de aproximadamente 1.70 de altura y complexión musculosa, cabello café oscuro lacio peinado con mucho gel, barba sin bigote y ojos pequeños también color café, está sentado en una silla del comedor recargada en la pared. 

Otras tres sillas son ocupadas por sus hermanas: Sara; Yael; y yo, Ximena. Aún sin conocer sus apellidos, el parecido de sus rostros hace justicia a la familiaridad que comparten. Las tres con cabello chicho hasta los hombros, cejas poco pobladas, con la nariz de la abuela, de complexión delgada y sus alturas escalando por algunos centímetros de la mayor a la menor. 

Guadalupe, madre de las tres mujeres y de Enrique, está sentada entre Sara y yo, con un palazzo color mostaza y un collar azul cielo. Su cabello es café oscuro y su nariz respingada. 

En la mesa se sirve mango picado para empezar y seguido de ello, los cinco platos grande y extensos se cubren por la mitad con chilaquiles rojos y con costilla de res del otro lado. 

La familia, acompañada de una taza de café con olor a canela, y una rebanada de pan de arándanos comienzan una plática de la cotidianidad de sus actividades, cómo va la universidad y el trabajo, Sara externa la buena nueva de su nuevo trabajo y Enrique comienza a darle consejos para la vida profesional. 

Finalmente, se pone sobre la mesa el tema por el que está reunida la familia: “Mamá, yo quise venir para hablar de algunas cosas que he notado que no están de la mejor manera entre nuestra dinámica familiar, pero te pido que escuches ‘salvajemente’, que nos prestes mucha atención para que podamos abrir el diálogo”, dice Enrique. 

Guadalupe asienta con la cabeza. Enrique con su reloj digital en la muñeca izquierda que marca su pulso en 75 expresa que durante los últimos años no se ha sentido lo suficientemente involucrado en la familia, en parte porque nunca vivió con nosotras, en parte porque ahora tiene una esposa y una vida hecha a las cuales ponerles la gran parte de su tiempo y atención.

Y yo escucho a mi hermano, escucho a mis hermanas hablar de esas fallas las cuales todas tenemos presentes como familia; pero no hemos sido capaces de comunicar. Qué ironía estudiar comunicación y no poder comunicar lo que siento en mi familia o el trabajo que cuesta expresarles los malestares que ahogan nuestro amor. 

Después de un rato de escucharlas, tomo la palabra: “Considero que esto se trata de abrir la comprensión, el entendimiento y el amor, para que todos podamos proponer qué vamos a poner de nuestra parte para que todos los problemas que estamos mencionando se puedan arreglar”. No puedo hablar más, un nudo en mi garganta se interpone en la vibración de mis cuerdas vocales y me doy por vencida en un momento. 

Yael hablar ahora y expresa lo que Sara y yo no pudimos, la dificultad de hablar con mamá algunas veces, sus ojos se ponen llorosos y comienzan a brotar lágrimas de sus mejillas, pero sigue. 

Veo el reloj de Enrique que está a mi derecha y ahora está en 78, sin duda el tono de la conversación genera un estado de alerta y malestar para todos los presentes. En una hoja, Sara escribe una lista de gastos de la casa y Enrique hace la cuenta con su celular. 

Han pasado dos horas y media desde que la conversación empezó. Una última vuelta de participaciones da fin al intercambio de ideas para mejorar la dinámica familiar, y una cita cada mes queda establecida. 


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