7 de marzo de 2025

El laberinto de los libros y la nostalgia


Por Alison Mabel Uriostegui Zarco 
¿Cuántos libros caben en un solo lugar? ¿Cuántos puedes palpar en un solo día? ¿Cuántos puedes desear tener? La mente se llena de este tipo de preguntas al entrar al Palacio de Minería, recinto en donde se encuentra la Feria del Libro, la cual se organiza en el primer trimestre del año. 

Bajando del metro de Bellas Artes, caminé dos minutos hasta encontrarme frente a frente con la enorme estancia, fijándome un poco en los detalles del edificio, que lo hacían notar como una construcción de tal vez unos siglos atrás. 

Después de unos segundos de apreciación, decidí entrar, encontrándome en primera instancia con ese característico olor a libros nuevos, llenándome por completo el olfato y concentrándome tanto en ello, que tuve que detenerme unos segundos antes de echar un vistazo a lo que se hallaba ahí. 

Asimismo, el rechinido de la madera se escuchaba con cada paso que daba, la presión de los pies al caminar sobre este material hundiéndose de manera mínima. Los murmullos de las personas se combinaban con la madera, hablando de diversos temas. “¿Cuál es el precio de este libro?”, se alcanzaba a escuchar. Y, a su par, algunas campanas, que pude percibir como pequeñas, pues eso era lo que indicaba su sonido. 

Al mirar los estantes, uno en específico llamó más mi atención. Fue así que caminé hacia él; libros de comunicación se encontraban esperándome, miré un poco algunos de ellos y decidí continuar mi camino. 

Entré a un pasillo en donde se observaban distintas salas, libros por doquier. Comencé el recorrido por la primera, y el primer libro que vi era una ironía: El Diario de Gravity Falls. Recuerdo cómo durante toda mi secundaria, al presentarme como Mabel, la gente solía decirme: “¿Mabel? ¿Como la de Gravity Falls?”. Por el recuerdo, una sonrisa pintó mi rostro.

Había todo tipo de libros y autores que lograba identificar, como Elena Poniatowska, autora mexicana de suma relevancia en el ámbito del periodismo, especialmente de las crónicas, resaltando por su escrito La noche de Tlatelolco, un ejemplo a seguir para muchas de las mujeres dentro del mundo de la comunicación periodística. 

Libros de Gabriel García Márquez, como Cien años de soledad, estaban ahí, en los estantes. Al mirarlo, recordé una entrevista de él en donde su pederastia se hacía visible con comentarios como: “Si a mi hijo de 20 le gustan las niñas de 15, ¿por qué a mí no?”. 



Otra autora que logré reconocer era Simone de Beauvoir. De igual manera, mi primer pensamiento fue sobre las acusaciones de pederastia que tuvo, recordando aquel escrito con plumón negro en los baños de mujeres de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales: “Simone de Beauvoir apoya la pederastia”. ¿Por qué estos pensamientos malos venían a mi mente? Tal vez sea parte de mí. 

Siempre me he considerado una persona pesimista, alguien que tiende a pensar en las cosas malas antes que en las buenas. Quizás eso provocó mi reacción en la siguiente sala al mirar un libro titulado La Prosa Completa de Alejandra Pizarnik. Mis ojos se iluminaron, pues mi poeta favorita estaba ahí, entre tantos escritos. 

Lo primero que logré pensar fue: ¿se encontrará mi poema favorito? El Despertar, aquel poema de los 20 años, con el cual me sentía tan identificada. ¿Acaso este sentimiento es porque la idea de cumplir 20 años me aterra? Pero me aterra más que la maestra Pizarnik siempre tiende a tener la razón. 

A lo mejor es porque ella me hace sentir en casa; la forma en la que percibe al mundo es la misma en la que yo lo hago, con la misma nostalgia, aquella nostalgia que he creído que algún día me matará. 

Y, de repente, recordar esa teoría que habla de cómo todos somos todos, la del huevo, me hace sonreír nuevamente, pues probablemente en otra vida fui ella y por eso me siento así, siento que me entiende aunque no me conozca. 

Decidida, me acerqué a preguntarle al encargado de esa zona cuánto costaba ese libro. Su respuesta me entristeció un poco, pues no era suficiente la cantidad que llevaba. “Se lo pediré a mi papá”, pensé, y caminé a la siguiente sala, mientras se escuchaba de fondo Island In The Sun. 

El espacio se hizo aún más grande, muchos más libros de todo tipo, de cualquier tema que podría imaginar. Era un mundo de libros. Los pájaros cantando le daban un ambiente tranquilo, lleno de paz, lleno de felicidad. 

Había de todo: playeras, totebags, separadores, rompecabezas 3D y unas hermosas artesanías que llamaron mi atención, así que me acerqué para admirarlas de cerca. Los dibujos me parecían hipnóticos: mujeres en posiciones extrañas, sus cuerpos expuestos, desnudos, hechos arcos. 

Las libretas me hicieron desearlas, creando en mí una necesidad de escribir sobre ellas, de plasmarlas con mis historias, con mis escritos, con mis crónicas. 

El póster que observé con admiración decía: “Las montañas y los ríos han sido destruidos, pero el Estado permanece”. Consciente de la frase, me quedé atónita unos segundos y retomé mi rumbo. 
Entre los pasillos, un olor a incienso llamó mi atención. Era una sala un tanto cultural, de Oaxaca. La verdad, no comprendí muy bien el concepto, pues estaba un poco llena y la idea de entrar no me agradó tanto en ese momento, así que giré y me puse en marcha en busca de algo más que llamara mi atención. 

Más adelante, observé un mural con el escudo de la UNAM y me acerqué para observarlo mejor. Me senté en un banco muy cómodo, blanco, y permanecí ahí unos minutos, contemplando a todos aquellos que estaban ahí, viendo cómo se tomaban fotos frente al mural o tomaban los libros entre sus manos, ojeándolos para ver si les convencía lo suficiente para comprarlos. 

Esa sala fue el final de mi recorrido, así que, luego de indagar en los rincones de esta, salí del recinto, mientras veía a la gente en la calle y los carros pasaban con ese ruido tan reconocible. Un vehículo militar pasó frente a mí con personas con trajes típicos, un escenario que se me hizo tan peculiar. 

Con la brisa ligera de la tarde rozando mi rostro, di un último vistazo al Palacio de Minería. La feria seguía su curso, las voces de los vendedores, el aroma a papel nuevo y el murmullo de los visitantes aún resonaban detrás de mí. 

Caminé de regreso al metro, mientras en mi mente aún se hallaba la idea de comprar el libro de Pizarnik.


Bookmark and Share

5 de marzo de 2025

De la calma al caos


Por Andrea Salazar Bautista 
Era 26 de febrero, un miércoles por la tarde destinado a hacer tareas. Entre mis amigos lo llamamos “fin de semana chiquito”, pues todos los miércoles nos quedamos en casa, como marca nuestro horario. Ese día, sin embargo, decidí salir. Iba en un metro repleto de gente, enviándole un mensaje a mi papá para avisarle que debía ir al Palacio de Minería. 

Me bajé en la estación Bellas Artes. Para mi sorpresa, no había tanta gente como esperaba. Salí del metro y caminé por las calles del centro hasta llegar al Museo Nacional de Arte (MUNAL). Le pregunté a la chica de la taquilla por la Feria del Libro, y me señaló afuera, explicándole que los puestos de lona blanca bajo el sol eran parte del evento. 

Entré entre las carpas. El ambiente era cálido, con un olor a incienso predominante. Todo estaba tranquilo, con una canción de jazz de fondo. A los costados, estantes repletos de libros, principalmente de historia, capturaron mi atención. Hace un año, estos temas no me hubieran interesado, pero ahora me cautivaron sus títulos y contenidos. 

El lugar era pequeño, pero había libros de todas las categorías: salud, historia, cocina, novelas románticas, terror. Todos estaban amontonados sobre las mesas, sin orden aparente. Para encontrar algo específico, tendrías que mover pilas de libros que parecían haber tenido varios dueños. 

Los libros tenían portadas gastadas, orillas rotas y un olor a humedad. Sus hojas no eran blancas, sino de un tono café claro en los bordes y hueso en el centro. Algunos ni siquiera estaban bien pegados, pero un lazo unía sus hojas con la portada y la contraportada. 

En el centro de la carpa, un puesto vendía separadores, plumas, sacapuntas, gomas y hojas para notas. Detrás, alguien vendía discos de vinilo que parecían tan antiguos como los libros. Las fundas estaban despintadas, con las orillas dañadas y colores opacos. 

No había mucha gente, pero los pocos que estaban allí parecían entusiasmados, conversando con los vendedores sobre los contextos de los libros. La mayoría eran personas de la tercera edad. Los vendedores, amables pero respetuosos, parecían felices simplemente porque alguien se interesara en sus mesas. 

Este lugar no parecía interesado en vender, sino en que disfrutaras la experiencia de observar libros antiguos. Cada ejemplar parecía una pieza única, irrepetible. Mientras revisaba los títulos, vi un cartel que decía: “46ª edición de la FIL en Palacio de Minería”. Confundida, le pregunté a un vendedor si esta era la Feria Internacional del Libro. Me respondió que no, que esta era la Feria del Libro de Ocasión. Había estado en el lugar equivocado todo este tiempo. 

Crucé la calle y me acerqué a la taquilla del Palacio de Minería. Compré un boleto y confirmé que esta sí era la Feria Internacional del Libro. Al entrar, el contraste fue inmediato. Los muros eran altos, el lugar tenía dos pisos y, aunque afuera hacía calor, aquí hacía frío. El olor a incienso fue reemplazado por un aroma afrutado mezclado con alcohol, como un desinfectante. 

El lugar era enorme, pero parecía no haber suficiente espacio. Había mucha gente, sobre todo jóvenes, y tantos pasillos que parecía un laberinto. Por un momento, me sentí perdida. El ruido, las conversaciones y la cantidad de cosas ocurriendo al mismo tiempo me aturdieron. 

Caminé entre estantes y mesas. Los libros estaban en bolsas o parecían nuevos, con hojas blancas y portadas brillantes. Cada libro estaba en un estante específico según su categoría, a diferencia de la feria anterior, donde todo estaba mezclado. 

Aunque leí varios títulos, ninguno me interesó. Me pregunté por qué, en un lugar lleno de libros, ninguno despertaba mi curiosidad. Recuerdo entonces una tarde con mi amiga Patricia, estudiante de Medicina en la UNAM. Nos habíamos encontrado en la Condesa, buscando un café para refugiarnos del calor. Al final, terminamos en una librería con luz cálida y olor a libro nuevo.

Patricia me habló de su colección de novelas juveniles, mientras yo me preguntaba por qué nunca me había interesado en los libros más allá de los que leía por obligación en la universidad. De vuelta en la feria, esa pregunta seguía en mi cabeza: ¿por qué ningún libro me llamaba la atención? 

Además, noté que muchos puestos no vendían libros, sino bolsas, separadores, playeras estampadas, posters y hasta juguetes para niños. Los vendedores se acercaban constantemente, preguntándome qué libro buscaba, pero yo no sabía ni siquiera qué género me gustaba. 

De pronto, ya no me sentía cómoda. Había demasiada gente hablando de temas ajenos a los libros. En una habitación, estaban entrevistando a alguien, y su voz resonaba por los micrófonos. También había cámaras, computadoras y un equipo de producción transmitiendo las entrevistas. 

La gente pasaba entre las mesas, elegía un libro, lo pagaba y seguía con conversaciones que nada tenían que ver con la lectura. Decidí salir. Sentí que había pasado suficiente tiempo allí y que no pertenecía a ese lugar. 

Al salir, vi de nuevo la Feria del Libro de Ocasión. Desde fuera, se notaba la calma y la tranquilidad que reinaba en ese espacio. Caminé hacia el metro, reflexionando sobre las dos experiencias tan diferentes que acababa de vivir: la serenidad de los libros antiguos y el caos de la feria internacional. Fue una tarde que me dejó pensando en mi relación con los libros y en cómo, a veces, el silencio y la calma pueden ser más atractivos que la novedad.


xto Bookmark and Share

El control y vigilancia sobre un cuerpo del conocimiento



Por Fabián León Mejía y Bannin Osmart Macías Hernández 
Un hombre, de mediana edad cuando mucho, con el cabello repleto de canas y huecos premonitorios de calvicie, destaca entre la multitud por su vestimenta atípica. Porta una camisa naranja neón, la cual trae impreso el logo de la editorial Penguin Random House. Su estatura es anormal comparada a la vista en el resto del público gracias a un banco donde se mantiene parado, como un águila que acecha a su presa. Con recelo, vigila el stand de la misma editorial que presume su ropa, mientras sus compañeros atienden las voraces hordas de compradores. 

La Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (FILPM), en su edición número 46, ha abierto sus puertas para una concentración heterogénea de alumnos que asisten para cumplir con una tarea del colegio y lectores en busca de su próxima compra para acrecentar su biblioteca personal. El costo de entrada es asequible, por 25 pesos es posible acceder a dos pisos cubiertos por toda clase de obras, sin embargo, la única parte módica del evento se queda en la entrada, porque los precios se alzan desde 100 pesos hasta alturas insospechadas.

El silbido de distintas aves resuena en las bocinas ubicadas con discreción a lo largo del antiguo Palacio de Minería, su propósito es claro: evocar la ilusión de libertad. Sería efectivo el engaño de no ser por las cámaras y el personal, quienes fungen como los guardias de un tesoro que solo es accesible para unos cuantos. Se busca, con desesperación, evitar un asalto hacia el corazón de la feria: los libros, esos que muestran su colorido esplendor plastificado, uno que rivaliza con el arcoíris. 

Este espacio alberga desde los autores de literatura más aclamados (Dostoievski, Shakespeare, Juan Rulfo, Homero; por mencionar unos pocos) hasta reproducciones de textos religiosos. Un fin en común permite la convivencia de El Capital de Marx y un libro de motivación personal, de esos que tienen plasmada en la portada la cara sonriente de una persona en traje. Solo el lucro de comerciar con conocimiento ya producido, y anunciar aquello que viene en camino, tiene la fuerza suficiente para unir a creyentes y ateos, a universitarios y a niños.

Hay otro efecto, símil quizá de la gravedad, que une a propios y extraños. No importa cuáles sean los intereses de los visitantes, los ojos y la búsqueda terminan por vagar con frecuencia hacia la explanada del recinto, donde los sellos editoriales más famosos exhiben su porte ostentoso, desde Siglo XXI hasta Penguin Random House, si buscas algún título, es seguro que lo puedas encontrar en sus stands.

Este último distribuidor goza de tener su stand ubicado en la sección 4, la que ocupa más espacio y no está encerrada por un techo. Si no fuera por la carpa que opaca el paso de la luz del exterior, el sol caería como flechas ardientes sobre todos los visitantes. La sección 4 también tiene la fortuna de tener la entrada más accesible al público del evento, y es necesario pasar por esta para acceder a las escaleras que dirigen al segundo piso. 

En contraste, hay stands que si no se requiriera de al menos un sujeto para la tarea de realizar ventas, no habría ninguna alma presente. Los libros son el corazón del evento, pero sin la sangre que son los lectores, no hay nada que bombear. Así, múltiples universidades regionales, colegios, editoriales y artistas independientes, son objeto de las miradas curiosas. Mientras en otros stands las personas no caben y quedan a la espera que otra deje de observar los libros, para tomar su lugar. 

Una voz, en un tono calmado, anuncia, a través de las bocinas, que los aforos llegan a su máxima capacidad. Las presentaciones de libros llenan sus salas, y a pesar de esto, muchos otros quedan en el olvido. La promoción es para los libros nuevos, para relucir ese brillo de ser recientes. Los antiguos no tienen el mismo tiempo en la luz.

Al salir del coloso de granito, bajo la luz del sol dominical, hay carpas blancas armadas enfrente del Palacio de Minería, alrededor de la estatua de El Caballito. Vendedores externos a la FIL comercian sus propios libros de segunda mano, algunos incluso nuevos. El hábitat es menos lujoso, libros amontonados en mesas largas, de distintas editoriales y géneros, con polvo como azúcar encima de una tostada. Se avista la poesía completa de Pizarnik en un buen estado, tocando la cubierta de un libro con su pasta apenas sosteniendo sus tripas y de un título nunca antes visto o mencionado en las esferas populares.

La sangre sigue ausente. Pocas personas dirigen sus ojos a los libros. Menos de diez personas. Al preguntar por los precios de libros de renombre, suelen encontrarse en un rango de $100 a $50 pesos menos caros comparados con los de la FIL; pero nunca bajan de los $150. Los libros que sus páginas parecen haber sido manchadas por un líquido, y emanan un color amarillento, son la opción más accesible. Pero uno tiene que estar a las vivas, ya que estos tesoros son saqueados por otros entusiastas. 
Entonces, ¿el adquirir conocimiento es una competencia del mejor postor?, ¿vale gastarse los ahorros de semanas en un libro académico? No podría darse una respuesta a todo esto, no una sencilla al menos. Mientras haya un conocimiento, siempre habrá la posibilidad de convertirlo en un instrumento y mercancía.

Al final del día los hombres con trajes caros y tonos de hablar petulantes, las iglesias, los académicos y los gurús motivacionales toman sus maletines llenos de dinero. Avanzan en caravana hacia el sol que se esconde en el oeste, opacado por edificios de la colonia. Cada cual paga su pasaje, sea del metro o del camión y tarareando la tonada melancólica de los organilleros del centro, toman sus manos satisfechos: ha sido un buen día de negocios.


Bookmark and Share