5 de marzo de 2025

De la calma al caos


Por Andrea Salazar Bautista 
Era 26 de febrero, un miércoles por la tarde destinado a hacer tareas. Entre mis amigos lo llamamos “fin de semana chiquito”, pues todos los miércoles nos quedamos en casa, como marca nuestro horario. Ese día, sin embargo, decidí salir. Iba en un metro repleto de gente, enviándole un mensaje a mi papá para avisarle que debía ir al Palacio de Minería. 

Me bajé en la estación Bellas Artes. Para mi sorpresa, no había tanta gente como esperaba. Salí del metro y caminé por las calles del centro hasta llegar al Museo Nacional de Arte (MUNAL). Le pregunté a la chica de la taquilla por la Feria del Libro, y me señaló afuera, explicándole que los puestos de lona blanca bajo el sol eran parte del evento. 

Entré entre las carpas. El ambiente era cálido, con un olor a incienso predominante. Todo estaba tranquilo, con una canción de jazz de fondo. A los costados, estantes repletos de libros, principalmente de historia, capturaron mi atención. Hace un año, estos temas no me hubieran interesado, pero ahora me cautivaron sus títulos y contenidos. 

El lugar era pequeño, pero había libros de todas las categorías: salud, historia, cocina, novelas románticas, terror. Todos estaban amontonados sobre las mesas, sin orden aparente. Para encontrar algo específico, tendrías que mover pilas de libros que parecían haber tenido varios dueños. 

Los libros tenían portadas gastadas, orillas rotas y un olor a humedad. Sus hojas no eran blancas, sino de un tono café claro en los bordes y hueso en el centro. Algunos ni siquiera estaban bien pegados, pero un lazo unía sus hojas con la portada y la contraportada. 

En el centro de la carpa, un puesto vendía separadores, plumas, sacapuntas, gomas y hojas para notas. Detrás, alguien vendía discos de vinilo que parecían tan antiguos como los libros. Las fundas estaban despintadas, con las orillas dañadas y colores opacos. 

No había mucha gente, pero los pocos que estaban allí parecían entusiasmados, conversando con los vendedores sobre los contextos de los libros. La mayoría eran personas de la tercera edad. Los vendedores, amables pero respetuosos, parecían felices simplemente porque alguien se interesara en sus mesas. 

Este lugar no parecía interesado en vender, sino en que disfrutaras la experiencia de observar libros antiguos. Cada ejemplar parecía una pieza única, irrepetible. Mientras revisaba los títulos, vi un cartel que decía: “46ª edición de la FIL en Palacio de Minería”. Confundida, le pregunté a un vendedor si esta era la Feria Internacional del Libro. Me respondió que no, que esta era la Feria del Libro de Ocasión. Había estado en el lugar equivocado todo este tiempo. 

Crucé la calle y me acerqué a la taquilla del Palacio de Minería. Compré un boleto y confirmé que esta sí era la Feria Internacional del Libro. Al entrar, el contraste fue inmediato. Los muros eran altos, el lugar tenía dos pisos y, aunque afuera hacía calor, aquí hacía frío. El olor a incienso fue reemplazado por un aroma afrutado mezclado con alcohol, como un desinfectante. 

El lugar era enorme, pero parecía no haber suficiente espacio. Había mucha gente, sobre todo jóvenes, y tantos pasillos que parecía un laberinto. Por un momento, me sentí perdida. El ruido, las conversaciones y la cantidad de cosas ocurriendo al mismo tiempo me aturdieron. 

Caminé entre estantes y mesas. Los libros estaban en bolsas o parecían nuevos, con hojas blancas y portadas brillantes. Cada libro estaba en un estante específico según su categoría, a diferencia de la feria anterior, donde todo estaba mezclado. 

Aunque leí varios títulos, ninguno me interesó. Me pregunté por qué, en un lugar lleno de libros, ninguno despertaba mi curiosidad. Recuerdo entonces una tarde con mi amiga Patricia, estudiante de Medicina en la UNAM. Nos habíamos encontrado en la Condesa, buscando un café para refugiarnos del calor. Al final, terminamos en una librería con luz cálida y olor a libro nuevo.

Patricia me habló de su colección de novelas juveniles, mientras yo me preguntaba por qué nunca me había interesado en los libros más allá de los que leía por obligación en la universidad. De vuelta en la feria, esa pregunta seguía en mi cabeza: ¿por qué ningún libro me llamaba la atención? 

Además, noté que muchos puestos no vendían libros, sino bolsas, separadores, playeras estampadas, posters y hasta juguetes para niños. Los vendedores se acercaban constantemente, preguntándome qué libro buscaba, pero yo no sabía ni siquiera qué género me gustaba. 

De pronto, ya no me sentía cómoda. Había demasiada gente hablando de temas ajenos a los libros. En una habitación, estaban entrevistando a alguien, y su voz resonaba por los micrófonos. También había cámaras, computadoras y un equipo de producción transmitiendo las entrevistas. 

La gente pasaba entre las mesas, elegía un libro, lo pagaba y seguía con conversaciones que nada tenían que ver con la lectura. Decidí salir. Sentí que había pasado suficiente tiempo allí y que no pertenecía a ese lugar. 

Al salir, vi de nuevo la Feria del Libro de Ocasión. Desde fuera, se notaba la calma y la tranquilidad que reinaba en ese espacio. Caminé hacia el metro, reflexionando sobre las dos experiencias tan diferentes que acababa de vivir: la serenidad de los libros antiguos y el caos de la feria internacional. Fue una tarde que me dejó pensando en mi relación con los libros y en cómo, a veces, el silencio y la calma pueden ser más atractivos que la novedad.


xto Bookmark and Share

No hay comentarios.:

Publicar un comentario