5 de marzo de 2025

El control y vigilancia sobre un cuerpo del conocimiento



Por Fabián León Mejía y Bannin Osmart Macías Hernández 
Un hombre, de mediana edad cuando mucho, con el cabello repleto de canas y huecos premonitorios de calvicie, destaca entre la multitud por su vestimenta atípica. Porta una camisa naranja neón, la cual trae impreso el logo de la editorial Penguin Random House. Su estatura es anormal comparada a la vista en el resto del público gracias a un banco donde se mantiene parado, como un águila que acecha a su presa. Con recelo, vigila el stand de la misma editorial que presume su ropa, mientras sus compañeros atienden las voraces hordas de compradores. 

La Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (FILPM), en su edición número 46, ha abierto sus puertas para una concentración heterogénea de alumnos que asisten para cumplir con una tarea del colegio y lectores en busca de su próxima compra para acrecentar su biblioteca personal. El costo de entrada es asequible, por 25 pesos es posible acceder a dos pisos cubiertos por toda clase de obras, sin embargo, la única parte módica del evento se queda en la entrada, porque los precios se alzan desde 100 pesos hasta alturas insospechadas.

El silbido de distintas aves resuena en las bocinas ubicadas con discreción a lo largo del antiguo Palacio de Minería, su propósito es claro: evocar la ilusión de libertad. Sería efectivo el engaño de no ser por las cámaras y el personal, quienes fungen como los guardias de un tesoro que solo es accesible para unos cuantos. Se busca, con desesperación, evitar un asalto hacia el corazón de la feria: los libros, esos que muestran su colorido esplendor plastificado, uno que rivaliza con el arcoíris. 

Este espacio alberga desde los autores de literatura más aclamados (Dostoievski, Shakespeare, Juan Rulfo, Homero; por mencionar unos pocos) hasta reproducciones de textos religiosos. Un fin en común permite la convivencia de El Capital de Marx y un libro de motivación personal, de esos que tienen plasmada en la portada la cara sonriente de una persona en traje. Solo el lucro de comerciar con conocimiento ya producido, y anunciar aquello que viene en camino, tiene la fuerza suficiente para unir a creyentes y ateos, a universitarios y a niños.

Hay otro efecto, símil quizá de la gravedad, que une a propios y extraños. No importa cuáles sean los intereses de los visitantes, los ojos y la búsqueda terminan por vagar con frecuencia hacia la explanada del recinto, donde los sellos editoriales más famosos exhiben su porte ostentoso, desde Siglo XXI hasta Penguin Random House, si buscas algún título, es seguro que lo puedas encontrar en sus stands.

Este último distribuidor goza de tener su stand ubicado en la sección 4, la que ocupa más espacio y no está encerrada por un techo. Si no fuera por la carpa que opaca el paso de la luz del exterior, el sol caería como flechas ardientes sobre todos los visitantes. La sección 4 también tiene la fortuna de tener la entrada más accesible al público del evento, y es necesario pasar por esta para acceder a las escaleras que dirigen al segundo piso. 

En contraste, hay stands que si no se requiriera de al menos un sujeto para la tarea de realizar ventas, no habría ninguna alma presente. Los libros son el corazón del evento, pero sin la sangre que son los lectores, no hay nada que bombear. Así, múltiples universidades regionales, colegios, editoriales y artistas independientes, son objeto de las miradas curiosas. Mientras en otros stands las personas no caben y quedan a la espera que otra deje de observar los libros, para tomar su lugar. 

Una voz, en un tono calmado, anuncia, a través de las bocinas, que los aforos llegan a su máxima capacidad. Las presentaciones de libros llenan sus salas, y a pesar de esto, muchos otros quedan en el olvido. La promoción es para los libros nuevos, para relucir ese brillo de ser recientes. Los antiguos no tienen el mismo tiempo en la luz.

Al salir del coloso de granito, bajo la luz del sol dominical, hay carpas blancas armadas enfrente del Palacio de Minería, alrededor de la estatua de El Caballito. Vendedores externos a la FIL comercian sus propios libros de segunda mano, algunos incluso nuevos. El hábitat es menos lujoso, libros amontonados en mesas largas, de distintas editoriales y géneros, con polvo como azúcar encima de una tostada. Se avista la poesía completa de Pizarnik en un buen estado, tocando la cubierta de un libro con su pasta apenas sosteniendo sus tripas y de un título nunca antes visto o mencionado en las esferas populares.

La sangre sigue ausente. Pocas personas dirigen sus ojos a los libros. Menos de diez personas. Al preguntar por los precios de libros de renombre, suelen encontrarse en un rango de $100 a $50 pesos menos caros comparados con los de la FIL; pero nunca bajan de los $150. Los libros que sus páginas parecen haber sido manchadas por un líquido, y emanan un color amarillento, son la opción más accesible. Pero uno tiene que estar a las vivas, ya que estos tesoros son saqueados por otros entusiastas. 
Entonces, ¿el adquirir conocimiento es una competencia del mejor postor?, ¿vale gastarse los ahorros de semanas en un libro académico? No podría darse una respuesta a todo esto, no una sencilla al menos. Mientras haya un conocimiento, siempre habrá la posibilidad de convertirlo en un instrumento y mercancía.

Al final del día los hombres con trajes caros y tonos de hablar petulantes, las iglesias, los académicos y los gurús motivacionales toman sus maletines llenos de dinero. Avanzan en caravana hacia el sol que se esconde en el oeste, opacado por edificios de la colonia. Cada cual paga su pasaje, sea del metro o del camión y tarareando la tonada melancólica de los organilleros del centro, toman sus manos satisfechos: ha sido un buen día de negocios.


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