Fugitivos


Por: Ulises Soriano
Emerger de la estación Bellas Artes a mediodía, un viernes, es encontrarse con el tumulto de cinco chavos de playera blanca con franjas verdes en las mangas, pants del mismo color y tenis blancos, que han tomado la sabia decisión de irse de “pinta” de la Secundaria 4. Sus pesadas mochilas, supuestamente llenas de cuadernos, tintinean mientras caminan a un costado del palacio de mármol. La fechoría está por ocurrir; solo hace falta el lugar más alejado de la autoridad y de sus posibles delatores. Juguetean entre ellos. ¿Coquetean con el peligro del alcohol?

Frente a la fachada art decó, un hombre alto, afrodescendiente, con la coronilla descubierta, y bigote canoso, porta una gabardina de piel bajo el inclemente sol. Sus manos grandes sostienen más de cinco libros y, con un acento peculiar los ofrece a transeúntes o a las parejitas un poco más cariñosas sentadas en las jardineras. Algunos huyen, otros se resignan y escuchan; nadie compra.
Para llegar al otro lado de la avenida, frente al edificio de La Nacional, primer rascacielos de la ciudad, inaugurado en 1932, es necesario sortear repartidores de aplicaciones pedantes, pero presionados por el tiempo, además de soportar el tufo a caño emanado del subterráneo.

Entre los chicos fugitivos de las aulas hay una pareja que hace sus primeras armas en el amor, con la tradicional manita sudada. Él es más bajito y ambos usan lentes. El cabello de ella despide una estela de perfume dulce y provoca que, antes de cruzar la avenida, él se detenga a deleitarse con ese olor embriagante y le robe un “piquito” mientras se impulsa con los pies para alcanzarla.

El semáforo en verde moviliza a la humanidad. Algunos se aventuran a Madero, otros deciden recorrer Eje Central antes, y para los que ya no se cuecen al primer hervor: San Juan de Letrán. Caminar por esa avenida es una odisea, pues es necesario hacer un control de daños en cada calle: bolsa derecha el celular, a la izquierda la cartera. “¿Están? Sí, aquí están”, revisa aquel que juega el papel de líder de la “expedición”.

Aquel líder, de temprana risa macabra, explica a dónde hay que ir. Corpulento de cuerpo y cabello con rayos dorados y una gaviota marcada en la nuca, empuja a sus secuaces, los molesta. Se escucha su voz a la distancia: “¡Cámara, ya casi llegamos al departamento de mi jefe! Nunca está, ‘tons’ nos podemos echar las caguamas”. Los otros dos asienten y frotan sus manos. La parejita parece haberse unido a última hora, son más inocentes. Solo se miran entre ellos y mueven los hombros resignándose.

Un hombre joven y algo sudoroso por el trayecto se interna a la Friki Plaza. Barajea un mazo de cartas brillantes; carcomido en parte por el acné, su semblante decidido y ansioso, esboza una sonrisa que asegura una victoria en el “Yu-Gi-Oh!". Más adelante y antes de cruzar avenida Independencia, un olor a mantequilla y vainilla inunda toda la zona. Los hornos, a pesar de ser las doce del día, trabajan para que en la panadería Ideal las pastisetas no falten.

Luego, las zapaterías de calidad buena o dudosa provocan que señoras con bolsas pesadas y zapatos polvorientos, además de desgastados, se detengan frente al aparador y vean cuál desean comprarse; sin embargo, sus ojos dicen “pronto”. Sobre la misma acera, después de cruzar Artículo 123, uno se topa con una esquina chata. Ahí, un aparador escandaliza a algunos, para otros es una invitación a darle rienda suelta a sus bajas pasiones.

La sex shop expone vibradores y succionadores que presumen velocidades alucinantes, dildos de diversos tamaños, formas y colores, lencería transparente, antifaces, lubricantes, entre otras cosas. Ellos, los novios prófugos de las aulas y deseosos de liberarse de sus otros compañeros, se detienen ante el cristal tomados de la mano. Ella no lo deja seguir. Repasan una y otra vez el aparador, seguido de esto, se miran al mismo tiempo y se sonrojan, se ríen tímidamente.

Él le mueve la mano invitándola a entrar; ella se resiste mientras sus mejillas se ruborizan. Otro movimiento más y, antes de dar el paso para explorar el interior de la tienda, son sorprendidos por la espalda por sus otros compañeros. “Calenturientos”, les dice Roberto, el líder, y les “invita” a caminar sobre Artículo 123.

Entre edificios descoloridos, con ventanas abiertas de par en par y una maraña de cables que atraviesa los cielos, los fugitivos avanzan unas cuantas puertas. Para entrar al “Viena”, una construcción de fachada agrietada y rosa deslavada y con algunos grafitis, hay que dar la vuelta hasta la calle de López; ahí estaba el departamento del padre de Roberto.

En la puerta simétrica, no solo en forma, también en adornos, un puesto de quesadillas mostraba un comal rebosado de pambazos que escurrían de chile, quesadillas grasientas sobre una rejilla y unas cuantas gorditas calentándose. “A ver, pidan, porque es lo que vamos a comer”, sentencia “Rober”. Mientras el señor armaba el itacate, la pareja se tomaba de la mano con nerviosismo. “Osito, ¿vas a tomar? Es que me da miedo que tomes”, le decía ella mientras lo abrazaba. “No quiero tomar. Este wey está loco; en cualquier momento puede llegar su padre y nos corre”.

Pagaron y se dispusieron a cruzar el umbral de la puerta Art Decó. El piso negro con puntitos blancos les dio una bienvenida fría y con olor a humedad, algo rancio y añejo. Subieron al elevador y se perdieron en aquella oscuridad para comenzar a vivir la vida de adolescentes en la clandestinidad de una broma “inocente”, de besos compartidos y elegidos; pero también de experimentar aquellas amistades positivas...





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