Entre maíz y huapangos, el lugar del amanecer: Chipahuatlán


Por Lucía del Carmen Flores Canto
Olintla, Puebla. Es inevitable ir a La Sierra Norte de Puebla y no dejarse interpelar por las historias de vida de la gente que vive en Chipahuatlán, se ganaron mi corazón desde el primer día en que puse un pie ahí, por su humildad. Sentí la necesidad de contar lo que vi. 

No hubiera podido conocer esas historias sin haberme inscrito en las misiones de Semana Santa 2024, organizadas por la pastoral juvenil “JUCAR” de la misión de Santa Teresita, OCD (Orden de Carmelitas Descalzos). Ahí empezó mi recorrido. 

Antes de llegar a Chipahuatlán, quise saber a qué me enfrentaría, desafortunadamente en internet no hay mucha información sobre la comunidad, solo datos estadísticos del INEGI, por ejemplo, que pertenece al municipio de Olintla, Sierra Norte de Puebla y está a 981 metros de altura. En 2020 su población era de 1,403 habitantes, de los cuáles 685 son mujeres y 718 hombres; el 99.8% de la población es indígena; el 13.40% de la población no habla el español y el 19.81%  es analfabeta. 

Si bien, he conocido Chipa como misionera, también lo hice como estudiante de periodismo, y en este reportaje busco retratar la realidad de los indígenas totonacos que viven dentro de esta comunidad. 

La llegada

Germán abrió la puerta de la camioneta que llevaría a los misioneros a Chipahuatlán.  A las 6:53 p.m., del 23 de marzo, el vehículo arrancó rumbo a Chipa desde la comunidad de Hueytlalpan, donde se encuentra la iglesia principal de los Carmelitas Descalzos. Pese a la lluvia, la oscuridad y las curvas cerradas de la carretera, Germán manejó con seguridad la camioneta que le pertenece al ayuntamiento del pueblo. 

“Yo soy campesino de maíz. Me voy a trabajar desde temprano, como a las 7 o a las 8 y termino por ahí de las 3 de la tarde. Los que trabajamos en el campo cada vez somos menos, los chavos ya no quieren trabajar la tierra y se van a la ciudad. 

Pero lo hago, porque tengo una familia que mantener. Tengo cinco hijos, la más grande de 26 y pues ya se fue… el menor, de 12 años, vive con nosotros. Mi hijo de 26 trabaja en el ejército, está en la guardia nacional y se lo llevaron a Guerrero, pero apenas tiene un año ahí, antes estaba en la policía de Puebla. Mire señorita, esa es mi casa”, dijo con una sonrisa orgullosa mientras señalaba una casa en plena construcción. 

El recorrido hasta Chipa duró menos de 20 minutos. A pesar de la lluvia que se había intensificado en el recorrido, dos familias esperaban a los misioneros  en el curato (a un costado de la iglesia), originalmente destinado a brindar servicios de salud por parte de la iglesia, pero a falta de medicamentos y de doctores, ahora es el lugar donde duermen los misioneros y se dan pláticas de catequesis. Entre las personas que estaban para recibirnos,  un joven de unos 24 años de edad, estaba dispuesto a guiarnos por la iglesia.

Yeison

Su verdadero nombre es Socorro, pero todos en el pueblo lo llaman Yeison, a petición de él, claro. Es alto, delgado, de piel clara y soltero, como el 36.5% de la población (INEGI,2020). Al inicio aparentaba ser un chico callado con nada más que una  sonrisa en su rostro, pero en confianza no deja de reír y platicar. Yeison nos dio un tour por la iglesia de Chipahuatlán con más de 300 años de antigüedad. Es una iglesia pequeña, apenas caben 12 bancas con capacidad para 5 personas. Dentro huele a humedad, a las paredes les falta resanar, las figuras están desgastadas y las bancas rechinan, pero lo que más me llamó mi atención era un letrero en totonaco: “kitatagkgan kinkamasinykgon takgani”, en español se traduce como “Respeto a mi pueblo, conservemos siempre lo mejor, costumbres y tradiciones”.

“Esta es nuestra iglesia, está algo descuidada, pero la gente no quiere hacer ningún arreglo, dice que así está bien. La figura de la vitrina es San Antonio de Padua, no lo tocamos, nadie lo toca, una vez alguien lo tocó y llovió por cinco días, eso afectó mucho la siembra”. 

Yeison es una figura clave dentro de Chipa, no sólo por su servicio a la iglesia católica (a pesar de que sus familiares son de otra religión) sino por su servicio humanitario a la comunidad. Yeison es tímido, pero es un buen traductor de totonaco-español, sin su apoyo hubiéramos estado incomunicados en varias ocasiones. El joven acompañó a los misioneros en sus actividades de la semana, les tradujo, los invitó a comer a su casa, pero sobretodo les contó invaluables historias de la comunidad de Chipa. 

Rosita

A Rosita la conocí al día siguiente de que llegamos, se ganó mi corazón. Es una niña de 10 años, inquieta, graciosa, alegre y sobre todo, curiosa. Es la menor de su familia, tiene dos hermanas mayores, Caro de 17 y Ana de 14 años, quienes a diario acuden al lavadero común, “Ellas se la pasan todo el tiempo aquí, lavando”, comenta una señora que se encontraba en el lugar. Al preguntarle a Rosita si a ella le gustaba lavar, solamente me sonrió apenada y se fue. 

Rosita me acompañó en mis actividades y, en esos 7 días que estuvo conmigo, la vi usando la misma ropa, pero no la culpo, sólo el 24.91% de las viviendas en Chipa cuenta con agua entubada (INEGI, 2020). Para acceder a ella tienen que ir a algunas de las llaves públicas conectadas al manantial, no obstante, hogares como los de Rosita se encuentran en la periferia del pueblo, complicando su acceso al vital líquido.


Son más de tres kilómetros los que hay que recorrer desde la iglesia para llegar al manantial. Uno de los atajos implica bajar entre el lodo y las piedras, sin embargo para las personas mayores es más complicado. Cuando  llegamos al manantial, una señora se disponía a marcharse, llevaba a su hijo en brazos y 5 kilos de ropa aproximadamente en la espalda. La falta de acceso al agua es un problema en Chipahuatlan.

“Presta, dame”, eran las palabras que más usó Rosita mientras estuvo conmigo. Le llamaban mucho la atención los celulares, relojes inteligentes y abanicos de los misioneros. El 59.04% de la población cuenta con al menos un teléfono celular en sus viviendas (INEGI, 2020), pero de la familia de Rosita la única que tiene celular es su hermana Caro. Lo que más le gustaba a la pequeña era grabar y tomar fotos, pues no sabe leer ni escribir. Rosita interrumpió sus estudios durante la pandemia y ya no los retomó, el Covid-19 hizo que el 2.4% de los alumnos de educación básica en Puebla dejaran la escuela (Camarillo, 2023).

Andrés

Los ojos de Andrés desbordaban de alegría cuando entré a su casa por primera vez, a pesar de que en un inicio se mostraba tímido, ocultándose detrás de una pared, después de conversar un rato, el pequeño de 12 años me mostró su hogar, sus gallinas, guajolotes y la pila de piso a techo de maíz seco para desgranar. Su tía nos dio de comer un rico caldo de chile con pollo, eso significaba que habían tenido que matar a uno de sus pollos para que los misioneros pudieran comer. 

Andrés dejó su celular por un momento y al verme con sueño, me dijo sorprendido: “¿Cómo que te estás durmiendo?, mi abuelo se levanta a las 6 de la mañana y se va al campo para trabajar, regresa a las 5 de la tarde y sigue trabajando acá, jamás lo he visto dormir”.

Al inicio, Andrés se encontraba renuente de ir a las actividades que los misioneros habían preparado para los niños, pero después de persuadirlo, todos los días estaba allí conmigo. Me confesó que se sentía solo, que había días en los que nadie lo quería; su madre falleció cuando él nació y su papá lo abandonó. Andrés se suma a los  230 mil niños huérfanos que hay en México (Jiménez y Briseño, 2021). 



En una de nuestras tantas caminatas, me dijo:

–Yo ya no quiero estudiar.
– Andrés, no digas eso, es muy importante que termines tu escuela. A ti te gusta mucho dibujar, puedes estudiar algo de eso.
– Es que no sé, como que me aburre la escuela, ni va nadie, y yo quiero mejor trabajar.
–¿Trabajarías ahí en la hacienda, con tu abuelo?
– No sé, ni me gusta.
– Hasta si quieres un día puedes ir a México con tus estudios, ahí vivo yo. 
– ¡Ah! No, ya mejor aquí, que flojera.

Dentro de la comunidad de Chipahuatlán, el grado escolar promedio es hasta 5to año de primaria y la mayoría empieza a trabajar desde los 12 años, el 51.95% de los varones están ocupados laboralmente. La mayoría son campesinos de maíz, café y frijol. Por generaciones se heredan las parcelas y siembran para consumo propio o para la venta. 



Gaby

En la periferia del pueblo, en una casa con techo de latón, con horno de leña y una silla hecha con una tabla de madera sostenida por unos bloques de block, está la casa de Gaby. Es una chica morena y delgada, de 20 años de edad. Nunca ha tenido novio y “no le interesa”, prefiere ayudar a su mamá en el día a día o estar en la iglesia. 

Gaby es la hija mayor, su hermana Brenda, de 17 años, está embarazada y se dedica a vender llaveros y pulseras. “Luego voy al médico del otro pueblo a que me revise”, me contó cuando le pregunté sobre su embarazo. Brenda se une a la estadística nacional de mujeres menores de edad embarazadas, según INEGI, la tasa promedio de nacimientos en madres de 15 a 19 años, en el periodo de 2017 a 2021, fue de 35.3 por cada mil adolescentes. 

Gaby por el momento no quiere ser mamá, prefiere ayudar a los misioneros con las traducciones o cantando en la iglesia. A pesar de ser muy reservada, le gusta conversar sobre cómo es el día a día de los misioneros que viven en las ciudades. A ella le gustaría ir algún día a la ciudad y conocer los lugares de los cuales le contaron.

Doña Celia

Bajo una de las colinas más empinadas de la localidad, pasando por el manantial y en medio de la naturaleza, está la pequeña casa de Doña Celia. Hace unos 15 años, su hogar estaba llenó de vida, su marido seguía vivo y sus hijos habitaban con ella; sin embargo, hoy en día, únicamente está ella y su hijo más chico de unos 13 años.  

Doña Celia es una de las pocas mujeres mayores que habla a la perfección el español, sus hijos le enseñaron, por esta razón fue fácil entablar una conversación con ella. 

“Estoy muy feliz de que estén aquí. Gracias por venir a mi casa”, dijo mientras servía un tazón de tortitas de camarón en caldo de guajillo. Después de servir entró a la cocina y salió con un bebé en brazos. 

“El es mi nietecito, tiene 8 meses, es hijo de una de mis hijas,  ha estado muy enfermo. Les pido por favor que oren por él, la fiebre se le ha subido mucho, llora toda la noche. Ya lo llevamos al doctor pero sigue enfermito, el doctor está hasta el otro pueblo y no tenemos carro. Estoy muy preocupada por él, tengo miedo de que le pase algo, hago lo que puedo pero no sé si estará bien”, dijo mientras se le escapan unas lágrimas por el rostro.

Chipahuatlán no cuenta con servicios públicos de salud, para tener una cita médica deben acudir a una de las farmacias del pueblo, donde la consulta llega hasta los 100 pesos o trasladarse a otro municipio para atenderse, el más cercano es Olintla a 30 min caminando o 15 en transporte público. 

Señor Macario

“Chipahuatlán está luchando por agua, necesitamos que el gobierno nos voltee a ver”, contó el señor Macario la primera vez que lo conocí. El lunes 25 de marzo por la tarde, un día antes de conocerlo, yo había platicado con su mayor orgullo,  su hija Yaneth, una joven de 24 años, licenciada en Ingeniería Agrónoma. 

“Pues mira, aquí está el PRI, y no dudo que luego se roben el dinero, pero pues al menos estamos bien.  Allá en Olitla, donde está el gobernador, ahorita está el baile y mañana estará la Arrolladora, se pone padre, ¿verdad? Él inaugura y está en todo el evento, pero pues luego ni escucha a su pueblo”, mencionó Yaneth mientras observaba cómo anotaba en mi libreta lo que me decía.

El señor Macario, como la mayoría del pueblo, es campesino, aunque antes fue policía, pero se salió porque “otros policías querían robarse dinero, con multas a nuestra propia gente y eso no iba conmigo”. Se levanta diario a las 6 de la mañana y sale a las 7 a la hacienda. Trabaja desde las 8 hasta las 4, regresa a su casa como a las 5 y se pone a hacer “otras cosas”. 

“Si señorita, tenemos muchos problemas. Mire, apenas hace 15 años llegó la electricidad aquí, pero muchos siguen sin tener focos. Yo trabajo y en la pandemia pude comprar el internet y la computadora para los estudios de mis hijos, pero ya vio usted que la gente no tiene internet ni tele, la tele abierta nos la quitaron en la pandemia, que según no llega la señal, ahora hay pura de paga.

Los del gobierno se roban el dinero, hemos estado pide y pide una pipa para el agua, la gente mayor no puede bajar hasta el manantial, necesitamos agua. Las tuberías ya están, mire usted, pero nada más el gobierno no compra la pipa. Yo sé que a ellos les llega dinero, pero se lo quedan. 

Una vez me organicé con otros campesinos, todos necesitamos agua y tenemos que apoyarnos, ¿Verdad? Yo les dije: ‘me voy a acercar con el gobernador, lo voy a saludar y ahí ustedes lo rodean para que firme el oficio´, y así fue. Ahorita que están las campañas, va a venir la señora Claudia Sheinbuam y vamos a hacer un oficio, somos pueblo, el gobierno debe saber cómo vivimos. 
También se lo pido a usted, como futura reportera, no se olvide de nosotros, la gente debe saber cómo vivimos: sin agua, a veces sin luz, pero con ganas de salir adelante.” 

El lugar del amanecer

La falta de acceso al agua, la falta de servicios médicos, el embarazo adolescente, la orfandad, son solo algunos de los problemas sociales que se viven en la comunidad de Chipahuatlán. 

A pesar de ello, las comunidades indígenas buscan alternativas para seguir adelante con paso firme. En mi corta estadía pude conocer una realidad que muy pocos medios cuentan. Regresaré a Chipa en el mes de julio para continuar con mi investigación. Aún quedan muchas historias por contar y problemas por resolver, pero al menos en este reportaje se ha dado voz a quienes forman parte de un pedacito del lugar del amanecer: Chipahuatlán.








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