Voces de la tierra y el Lago de Xochimilco


  • Un recorrido desde las resistencias
Por Elisa Domínguez Álvarez Icaza y María Isabel García Vázquez
CDMX.  Sábado al mediodía y la viveza del sol comienza a alcanzarnos en el “campo de flores”, mejor conocido como Xochimilco; tanto que la piel se siente atravesada por cada rayo como nuestra capa de ozono. Estar en primera fila observando el deterioro ambiental y viviendo las consecuencias ha despertado la lucha de miles de personas por preservar los espacios naturales y se han creado iniciativas que trascienden al ámbito social, como lo es “El Semillero”.

En un parque abandonado, cada fin de semana se reúnen algunos habitantes del área lacustre de Xochimilco. Juntos tratan de recuperar espacios verdes abandonados por las autoridades y transformarlos en sitios comunitarios. El embarcadero de Nativitas se encuentra a escasos minutos, su importancia radica en “resguardar la memoria colectiva de un pueblo por su territorio”, de acuerdo con la Coordinación de Pueblos de Xochimilco.

Como parte del recibimiento, está una lona con letras negras pintadas a mano, rodeadas de dibujos de árboles, donde puede leerse: “Aquí inicia la resistencia del SEMILLERO ZACAPAN”. Mujeres, hombres, niños y adultos mayores cogen sus palas, cavan y siembran plantas de sábila pequeñas. La faena comienza con la tierra caliente. En la reja despintada cuelgan cartulinas para convocar a asambleas comunitarias; es un llamamiento desde las Autoridades Tradicionales de Zacapan.

Un grupo de jóvenes amantes de andar en bicicleta se integra a la actividad. Son amigos entre sí: ríen, platican y ayudan a sostener sus transportes cuando el otro saca agua de sus mochilas. No sólo se unen a la faena, sino que son los donadores de las plantas que se van a colocar. Ellos tienen su propio proyecto “Huero Lodo”, y son el motivo por el que llegamos hasta aquí.


Un artista, un ingeniero agrícola, un agrónomo y un planificador territorial, recién salidos de la universidad, decidieron crear un proyecto que recuperara el conocimiento tradicional chinampero. Sin una herencia campesina, aceptaron que su intrusión pudiera no ser bien recibida; de ahí la primera parte de su nombre, “hueros” o güeros, es decir, externos a la población originaria. Desde el principio, bajo esa preocupación, buscaron vincularse con la comunidad, aprender de ella y brindar su limitada experiencia.

La segunda parte de su nombre “lodo” hace alusión a la importancia de la tierra al interior del Lago de Xochimilco, como parte del proceso productivo. Hace un par de años, recibieron a modo de préstamo una parcela chinampera. Empezaron a producir plantas aromáticas y luego alimentos como el maíz. Se regían bajo el esquema de tequios, es decir, comunitariamente. Antes de la pandemia, su primer propósito era generar ingresos a través de la distribución de las cosechas. “Ahora es sobrevivir”, comentan entre risas.

Del grupo original, persisten tres integrantes de cuatro: Chano, Juan y Samuel. Algunas personas se han unido e ido del proyecto según sus aspiraciones de vida y disponibilidad de tiempo. En el parque, también los acompañan amigos cercanos, que no se atreven a decir que son parte del colectivo. Hay un estadounidense, Joshua, “para darle un poco  de folclor al grupo”, comentan sus compañeros. También está Omar, un colaborador ocasional que escucha al resto en silencio.


Los pájaros se refugian y cantan en este pedazo de tierra que recupera sus cualidades fértiles. Los jóvenes se unen a la iniciativa de El Semillero ahora que tienen más tiempo libre. Hace pocos meses perdieron su espacio productivo.

Huero Lodo está en pausa, comentan, pero siguen existiendo voces en resistencia. Las preocupaciones similares se encuentran. Hoy plantan sábilas junto a los vecinos; ayer cartografiaban partes del canal inadvertidas; pronto buscaran nuevas rutas de financiamiento para retomar la siembra.

Hacia el embarcadero

A unas cuantas cuadras, se vislumbra el agua. El paisaje incluso es surreal dentro de la urbanización. Elegantes garzas entre semáforos y llantas abandonadas. El embarcadero no vive su apogeo; la recuperación post pandémica ha avanzado lentamente. Por lo mismo, se ofertan los precios del paseo. “500 pesos por dos horas”, “Bueno, 300 pesos por una hora ”, “¿Cuántas personas van, amiguita?”, “¿Dos nada más?...”.

Entre las trajineras coloridas, los remeros esperan. Las transacciones son gestionadas por los dueños. A ellos les toca un porcentaje mucho menor, “principalmente obtenemos dinero de las propinas”, señala Josué, quien, con una habilidad maestra, saca del complicado estacionamiento a “Lupita”. Todas las trajineras tienen nombre de mujer, pueden rentarse para festejos por días completos o para recorridos espontáneos.


Josué tiene trece años. Aprendió a remar hace dos años, como parte de la herencia familiar. Su padre y su tío también trabajan en el embarcadero. Tiene que administrar sus energías para que el recorrido dure el tiempo pactado. No elige la ruta más popular, sino un camino secundario entre las casas habitadas y las salidas de agua. Desde sus ventanas, los vecinos ven el paso de trajineras ruidosas y festivas; mientras los turistas observan las actividades domésticas desde sus puertas y ventanas.

En canoas más pequeñas viajan los negocios flotantes: un vendedor de textiles; otro de flores; un puesto de elotes; y dos más de micheladas, un negocio popular en tiempos de calor. Los mariachis amenizan el festejo de unos niños gemelos. En las orillas, entre campos agrícolas e invernaderos, hay un ajolotario; especie símbolo de la zona en constante peligro de extinción.



Josué utiliza una cubeta para mostrarnos la claridad del agua. Se aprecian pequeños restos de hojas y ramas. Sin embargo, en las orillas del canal, se reúne la basura, fruto de la contaminación. De hecho, hay una trajinera que funciona como camión de basura para las casas aledañas y los visitantes. Los patos nadan recelosos de los remos en las zonas más profundas. “El canal ha perdido mucha profundidad”, explica Josué. Según él, la reducción en el nivel del agua se debe a una grieta que se formó en el suelo y no fue reparada, y al sobreconsumo de este recurso.

“Lupita” vuelve a su punto de origen. Las preguntas sobre el futuro del lago, lejos de quedar saciadas, aumentan. Es difícil hacer planes a largo plazo. Los chicos de Huero Lodo no se atreven a soñar con la recuperación completa del ecosistema; el colectivo de “El Semillero” resiste desde las zonas verdes colindantes a sus hogares; Josué cree en la posibilidad de que desaparezca el lago irremediablemente. Sin embargo, en un día hubo pruebas del poder del trabajo comunitario. Por más destrucción y negligencia, hay gente a la que le importa reparar y conservar los espacios indisociables de su identidad.





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