26 de mayo de 2018

COMO SI ESTUVIERA FUERA…

Por Aimeé Renata Estrada Mendoza
Ciudad de México (Aunam). “Dios hizo el campo y el hombre la ciudad”, dijo el poeta inglés William Cowper en el siglo XVIII, cuando las zonas urbanas comenzaban a expandirse por occidente. Para aquel entonces, en todo México había 3 millones de habitantes y la población de la capital era un diez por ciento de esta cifra.


Actualmente, la Ciudad de México cuenta con 20 millones de habitantes y es la cuarta más poblada del mundo, de acuerdo con el informe de la ONU del 2017. Por lo que el paisaje rural ha desaparecido en el centro del país.

Grandes edificios de más de diez pisos, suelo de concreto grisáceo y múltiples camiones, motocicletas y automóviles son los elementos más comunes de ver durante un paseo por la CdMx.

Aunque, todavía existen lugares donde la ciudad no ha invadido los espacios verdes ni ha entubado los riachuelos que recorren el suelo rocoso. Uno de estos sitios es el Parque Nacional Fuentes Brotantes, ubicado en la delegación Tlalpan en dirección hacia la salida a Cuernavaca.

Después de pasar el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía "Manuel Velasco Suárez” de Insurgentes Sur y enfrente de la estación del metrobús Fuentes Brotantes, está la calle para ingresar a este espacio que contrasta con el panorama citadino.

Una calle estrecha dirige a los visitantes del Parque Nacional en un ambiente lleno de árboles como pinos, abedules y helechos. De lado derecho, el agua recorre las piedras lisas mientras que dos niños, con ropa interior, toman un baño y juegan acompañados de su perro.

Unos cuantos metros delante de los infantes están tres familias sentadas sobre manteles de colores, para evitar ensuciar su ropa con el polvo y la tierra, mientras sacan de sus bolsas del mandado los tuppers con comida, los vasos, platos y cubiertos desechables para comenzar a disfrutar su día de campo sin alejarse tanto de la ciudad.

De igual forma, los turistas tienen la opción de consumir alimentos en diversos locales establecidos pero austeros, donde cocinan con anafres, tienen mesas y sillas de madera o de plástico.

El menú, en el cual todos los negocios coinciden, son los antojitos y garnachas mexicanas como sopes, tacos, quesadillas, chilaquiles, enchiladas, pancita y pozole.

Mientras que las personas comen estos típicos platillos, la música invade el ambiente con los tríos y solistas que recorren cada uno de los locales en busca de propinas por sus interpretaciones y melodías que los oyentes solicitan.

Con camisa cuadrada, un sombrero blanco de palma, unos pantalones vaqueros y una guitarra acústica, detenida por sus manos arrugadas, un señor de avanzada edad y piel morena comienza a interpretar Amorcito Corazón de Manuel Esperón.

Al finalizar les desea a los comensales un buen provecho e indica que cualquier propina es bien recibida. El músico, mientras limpia el sudor de su rostro con un paliacate rojo, le llama una pareja sentada en una mesa para que toque la canción de Piel Canela.

Con la interpretación de dos melodías, el señor de más de sesenta años logró ganar aproximadamente cuarenta pesos, gracias a la petición de la pareja de jóvenes y la propina de una familia de padres y dos hijos. Después de esto, continuó con su recorrido a los demás locales.

En este espacio, que utilizan los citadinos para salir del tumulto y ruido, que caracteriza su rutina en la metrópoli, son atendidos por personas catalogadas como trabajadores informales. Las señoras que cocinan, llevan los alimentos a las mesas, el señor de las nieves, el franelero y los músicos no cuentan con ningún seguro social ni prestación alguna. Sus ingresos son inciertos porque dependen de las personas que desayunan o comen ahí.

La ciudad es símbolo de modernidad, pero de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) la capital de México cuenta con 14.2 millones de mexicanos que son empleados informales, situación que caracteriza a las clases sociales bajas y una de las principales causas de esto es la migración de lo rural a lo urbano.

Los mexicanos se mudan por la falta de empleo en el campo, sin embargo, la ciudad no tiene muchos puestos productivos que ofrecerles. Por lo que es una ironía que los citadinos acudan a un lugar para poder sentirse alejado del caos, presión y estrés de la Ciudad de México, como si estuvieran fuera de ésta, mientras que los habitantes rurales migran a esta área del país para tener una oportunidad laboral y mejorar su calidad vida.




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25 de mayo de 2018

LA MUERTE POSA DORMIDA

Por Diego Valadez
Ciudad de México (Aunam). Las imágenes tienen la capacidad de narrar el paso de una persona por la vida: sus primeros años, la madurez, el envejecimiento y hasta su último aliento. Sin embargo, también pueden mostrar la situación de un individuo después de morir. La representación visual de la muerte ha estado presente en muchísimas latitudes del globo, siempre en distintas épocas y trabajada con variadas técnicas.

Retrato de Angelito. Ameca, Jalisco. Juan de Dios Machain, finales del siglo XIX

Irene Rodríguez Campos, originaria de El Salto, Durango, aún recuerda cómo su hermano quedó por siempre inmortalizado en papel fotográfico. Era un 3 de octubre de 1957 cuando el más joven de los Rodríguez, Tomás, falleció por causas desconocidas a la corta edad de cinco años.

Inés y Remedios, padres del infante, cumplieron con cada uno de los elementos tradicionales de las ceremonias fúnebres de su pueblo, entre las cuales se encontraba una antigua y curiosa práctica: fotografiar al difunto en ropas de gala sobre su lecho de muerte.

“Mi papá, mi hermana y yo trajimos un fotógrafo del centro del pueblo para retratar a Tomasito, se veía muy bonito, como si estuviera dormidito y no tardara en despertar. Mucha gente por allá lo hacía, no lo veíamos raro. Casi no nos tomábamos fotos, no nos alcanzaba el dinero, pero cualquier fiesta o velorio era excusa para retratarnos y tener algún recuerdito de ese día”, explicó la señora Irene mientras pasaba las gruesas páginas de su álbum familiar, en busca de la prueba a su argumento.

Tras una hoja de plástico transparente aparece ante los ojos de Irene Rodríguez un rectángulo de cartón de 13 por 8.5 centímetros. La extrae de su protección y observa durante al menos diez segundos aquella imagen en sepia que sostiene entre su pulgar e índice derechos.

Un pequeño vestido de blanco, con los ojos cerrados, y rodeado de rosas y de sus familiares más cercanos pasaría a formar parte de los escasos retratos post mortem capturados en la segunda mitad del siglo XX, cuando esta tradición había sido digerida y borrada en gran parte del país y del mundo occidental.

El México de los siglos XIX y XX, entre enfrentamientos armados y repentinos cambios políticos, fue hogar de esta práctica funeraria, una de las más distintivas de los primeros años de la fotografía.

Los retratos mortuorios, mejor conocidos como fotografía post mortem, consisten en imágenes tomadas entre 1840 y 1960 que muestran individuos sin vida. A diferencia de la foto de nota roja, ésta es encargada por los familiares del muerto o alguna autoridad que desea guardar el suceso como evidencia; además, en la mayoría de los casos, pretende simular que el modelo sigue con vida.

Con orígenes en Francia, la fotografía mortuoria ganó popularidad en Gran Bretaña durante el gobierno de la reina Victoria, quien incluso dormía junto a la imagen de Albert de Sajonia, su fallecido esposo. Sin embargo, su fama en las Islas británicas no impidió que se desarrollara al otro lado del Atlántico en países como Estados Unidos, Colombia, Perú, Brasil, Argentina y México.

Retrato post mortem de niña con su padre. Romualdo García, Guanajuato, c. 1905-1910

Memento mori: de la pintura a la fotografía

-Señora Mills ¿Tiene usted idea de qué pueda ser esto?

-Es un álbum de fotografías, señora.

-No, pero mire, están todos dormidos.

-No están dormidos, están muertos. Es el libro de la muerte. En el siglo pasado solían tomar fotografías a los muertos con la esperanza de que sus almas continuaran viviendo a través de los retratos, expresó Bertha Mills a su jefa Grace Stewart, protagonista del filme de Alejandro Amenábar The Others (2001), después de que encontrara en 1945 un antiguo álbum de cuero y bisagras doradas en su mansión en la Isla de Jersey.

El acto de morir en las artes visuales proviene de las antiguas civilizaciones, por ejemplo los murales de las tumbas reales egipcias; no obstante, a partir del alta Edad Media toma la forma presente en la fotografía del siglo XIX.

La fragilidad de la vida humana, la banalidad de los bienes materiales, y la universalidad de la muerte fueron temas tratados de forma recurrente desde la Edad Media en las manifestaciones artísticas, siempre bajo la siguiente frase en latín: Memento mori, que traducida al castellano significaría “recuerda que eres mortal”.

Entre los artistas medievales, renacentistas y barrocos las figuras de cuerpos en descomposición, esqueletos, o cráneos en obras pictóricas apelaban a ser un recordatorio de lo efímero de la vida y que, en consecuencia, todos moriremos sin excepción.

Las expresiones de la muerte en Europa se remontan al siglo XII, marcado por la aparición del arte gótico, la construcción de las grandes edificaciones religiosas, y, por consiguiente, de las adornadas tumbas en su interior. Esculturas que representan a la persona contenida en el sepulcro eran talladas para fungir como lápida. La nobleza, el alto clero y algunos santos fueron los que encontraron en aquellos edificios su última morada.

En los siglos XVII y XVIII en las potencias del Viejo mundo, así como en sus colonias americanas, la tradición medieval de las tumbas pasa a ser ejecutada por maestros del óleo y el pincel. Familias acaudaladas y asociaciones religiosas solicitaban el último retrato de los individuos que morían para poner en alto el poder económico del grupo, pero sin dejar de aludir al lema latino.

Los niños y las religiosas fueron los personajes constantes en este tipo de pinturas, su cercanía a Dios y su fragilidad los convertían en símbolos de pureza y santidad. Los niños, los predilectos en esta práctica, eran representados entre flores o elementos rituales cristianos (crucifijos u hojas de palma) de cuatro maneras: como entes celestiales (ángeles, santos o vírgenes), como lo que jamás llegarían a ser en su vida adulta (sacerdotes, damas o caballeros de sociedad), como si estuvieran vivos, o como almas llegando al paraíso.

Con la llegada del romanticismo y la fotografía, el memento mori cambiaría de dirección. La fotografía post mortem o mortuoria tiene sus inicios en 1839 en París, a pocos meses de que Louis Jacques Daguerre vendiera su patente –el daguerrotipo– al gobierno francés y comenzara la expansión de la técnica por el resto del continente.

En un principio tomarse una fotografía resultaba muy costoso y sólo individuos pudientes podían pagar dicha práctica. Aunque, en años posteriores disminuiría su precio: el incremento de fotógrafos en 1840 y la introducción de materiales más baratos como el cristal (ambrotipo) en 1850 o el papel (carte de visite) en 1860 permitió que las clases medias y bajas lograran –al menos una vez– tener un retrato.

Los ideales liberales e individuales, y el culto a la muerte del movimiento romántico propiciaron a una nueva concepción del fin de la vida. Los ritos fúnebres ya no eran sólo un acto religioso para olvidar los objetos materiales o aceptar lo inevitable del dejar de existir, sino también una forma de recordar los mejores momentos con el fallecido y jamás olvidar el afecto que le tenían, aspecto fundamental en la intención de los retratos mortuorios decimonónicos.

Sin embargo, este tipo de retratos no respondían únicamente a intereses familiares y sentimentales. En otras circunstancias autoridades gubernamentales y policiales pedían que un fotógrafo capturara la evidencia de que cierto personaje indeseable había muerto.

Las imágenes de ladrones o enemigos políticos en sus ataúdes fueron populares a finales del siglo XIX y principios del XX. Circulaban entre la población para legitimar las acciones en las que incurría gobierno para velar por la “seguridad” de sus ciudadanos, como sucedió en los Estados Unidos en 1882 con la ejecución del bandido Jesse James, o en México con Maximiliano de Habsburgo en 1865 y Emiliano Zapata en 1919.

¡Retratamos damas, caballeros, niños, familias… y cadáveres!

Retrato de Tomás. El Salto, Durango. Anónimo, 1957

El Monitor Republicano –diario mexicano de política, artes, ciencia y anuncios– publicó el 22 de septiembre de 1855 en su sección de avisos el siguiente comunicado de un estudio fotográfico localizado en el número 2 de la calle de Plateros (hoy Avenida Francisco I. Madero):

“Los retratos de muertos, enfermos o de las personas que no se quieran molestar, iremos a su domicilio mediante un aumento en el precio, el cual será amablemente fijado.”

La fotografía post mortem en México aparece poco después de que el grabadista francés Jean Prelier Dudoille trajera el daguerrotipo al puerto de Veracruz en diciembre de 1839. Numerosos daguerrotipistas extranjeros cruzaron el océano para exponer la nueva tecnología a los países no industrializados y ganar un poco de dinero retratando hacendados y políticos adinerados de todos los puntos del país. Visitaban domicilios o convertían cuartos de hotel y casas de huéspedes en estudios improvisados, y a los pocos días o semanas partían a una nueva ciudad.

Los daguerrotipos con imágenes mortuorias eran un lujo y fueron adquiridos en sus inicios por clases acomodadas de la Ciudad de México. El precio era muy elevado debido a los materiales como la placa de cobre plateado, donde estaría impresa la foto, y las sustancias químicas para prepararla.

Su composición resultaba peculiar al contrastar los rasgos de los retratos funerarios barrocos con las intenciones románticas de los familiares. Flores como azucenas, rosas, nube o nardos cubrían al pequeño –vestido por sus padrinos–en su ataúd, cama, silla, mesa o carriola para aparentar que tomaba una siesta en compañía de sus seres queridos a la hora de tomar la fotografía.

Julia Santa Cruz Vargas, antropóloga e investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), señala que los infantes ataviados como santos, autoridades eclesiásticas, o al menos con un ropón blanco, eran mandados a fotografiar por sus padres en señal de despedida y de consuelo al reconocer lo dichosos que fueron al aportar un ángel más al cielo. En consecuencia, a esta conjunción se le conoció popularmente como retratos de angelitos y continuó hasta 1880 en la capital mexicana y 1960 en pueblos y villas en desarrollo.

Para las década de 1850, la apertura de comercios en la Ciudad de México dedicados a vender equipo fotográfico dio inicio a la profesionalización de fotógrafos mexicanos en la capital y en el resto de las ciudades económicamente más importantes. Fundaron estudios fijos en el corazón de las poblaciones y anunciaban sus negocios en la sección de avisos de los periódicos

Claudia Negrete Álvarez, fotógrafa y doctora en Historia del arte por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), explica que la fotografía post mortem mexicana tiene en realidad su auge y continuidad fuera de la Ciudad de México, ya que para la década de 1880 desaparecen los anuncios de retrato de cadáveres de los periódicos y con ellos su ejercicio en la urbe.

La popularidad del establecimiento de estudios en las capitales estatales y cabeceras municipales, así como con la introducción de la carte de visite en 1860 permitieron que, por un precio poco más accesible que el daguerrotipo o ambrotipo, los campesinos tomaran ventaja de sus eventos más importantes como bautizos, bodas y funerales para solicitar una fotografía.

Romualdo García Torres, fotógrafo nacido en Silao (Guanajuato) en 1852, creó su estudio a finales del siglo XIX en Cantarranas 34, en el centro de la capital de su estado. Bebés muertos en brazos de sus padres, o descansando en pedestales o ataúdes serían las tomas que le valdrían a García el título de “el fotógrafo de la muerte”. A diferencia de otros retratistas mortuorios, Romualdo García realizó sus imágenes en su local sobre la calle Cantarranas, el cual sufrió la pérdida de su material decimonónico en la gran inundación de 1905.

En otros puntos del territorio mexicano surgieron otros “fotógrafos de la muerte” en casi el mismo espacio temporal que García Torres. Juan de Dios Machain en Ameca (Jalisco), Pedro Guerra en Mérida (Yucatán), de forma poco más tardía Rutilo Patino en Jaral del Progreso (Guanajuato), y otros más desconocidos encerraron en papel, además del alma de sus modelos antes de llevarlos a formar parte de la tierra, los ritos funerarios de las zonas rurales de sus respectivas regiones.

Santa Cruz menciona que la preparación de un cadáver antes de tomar el retrato en ambientes rurales requería hasta dos días. Avisar a los familiares, seleccionar los elementos con los que será el angelito inmortalizado y enterrado, y esperar la llegada del fotógrafo era el proceso de un funeral en el siglo XIX y la primera mitad del siguiente, que, al igual que la foto, tenía lugar en el patio o alguna habitación de la casa.

El fin de una tradición

“¡Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo! Mi papá quiere que usted retrate a mi hermanita que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla”, relata el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros esta anécdota en sus memorias tituladas Me llamaban el Coronelazo. Siqueiros fue tomado por fotógrafo en alguna villa del sur del México y a raíz del enredo realizó en 1931 su obra Retrato de niña viva y niña muerta.

La fotografía post mortem mexicana tuvo una vida larga si se le compara con los casos de Reino Unido y Francia, donde en 1910 la práctica ya era cosa del pasado. En 1880 desaparece del estilo de vida capitalino, mientras que en el resto de los estados no pasó a mejor vida hasta los primeros años de la década de 1960, cuando la esperanza de vida de 26 años durante el siglo XIX pasa a ubicarse entre los 50 y 60 años de edad.

Retrato post mortem de Emiliano Zapata. Cuautla, Morelos, 1919

Luis Ramírez Sevilla, especialista en estudios rurales del Colegio de Michoacán (COLMICH), indica que la fotografía post mortem es arrancada de las poblaciones campesinas en el México posrevolucionario por dos personajes: los sacerdotes y “agentes modernizadores” como profesores, médicos o cualquier otra autoridad sanitaria.

El académico michoacano plantea que, a pesar de que los retratos mortuorios nacen de una perspectiva cristiana de lo inevitable que es la muerte, hay puntos e intenciones de la fotografía que pudieran transgredir algunos preceptos religiosos: el alma sólo puede estar en el cielo y no en una imagen, y el poder del pastor de eliminar las prácticas que crea inapropiadas ante los ojos de Dios.

Sobre esta misma línea, Ramírez expone que las campañas de alfabetización y servicios médicos realizadas en diferentes momentos del siglo XX interfirieron en las costumbres funerarias por medio de sus discursos “modernizadores”. El rechazo hacía todo aquello que pareciera “incivilizado” y rudimentario era parte de los ideales de progreso que pretendían sacar del “fanatismo” a los pueblos no urbanizados.

La muerte privada

Macabro es la palabra con la que muchas personas en el siglo XXI podrían designar a la fotografía post mortem. Páginas en redes sociales y videos en YouTube dedicados al horror utilizan títulos como “20 inquietantes fotos de la época victoriana que provocan escalofríos”, “10 fotos post-mortem escalofriantes”, o “14 escalofriantes retratos vitorianos que no te dejaran dormir” tienden al sensacionalismo y aportan falsa o poca información al curioso.

El sociólogo británico Geoffrey Gorer estipula en su artículo de 1955 The Pornography of Death que la muerte es tratada en el siglo XX como los victorianos hablaban de sexo. El tema era tabú y recurrían a eufemismos o al completo silencio para hablar de un evento, que según ellos, debía quedarse siempre detrás de la puerta, donde nadie lo supiera.

Morir es visto en culturas occidentales y occidentalizadas desde el siglo pasado como un acto privado del que es difícil hablar, y mucho menos conmemorar. En México, a pesar de tener dos días en el que recordamos a los que se fueron, la apertura al tema que imperaba en el siglo XIX no tiene probabilidades de resurgir.




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EL OTRO USO DE UN BAÑO PÚBLICO

Por Alberto Valencia y Diego Valadez
Ciudad de México (Aunam). Los baños públicos están diseñados para que una persona que se encuentra fuera de casa pueda llevar a cabo ciertas funciones fisiológicas que su cuerpo necesita; sin embargo en 2016, el sitio Cruising Mx (el nombre es un anglicismo que denota el gusto por prácticas sexuales en público) hizo popular el baño del metro Ermita como punto de encuentro para hombres.


Jorge “N” es un hombre al que le gusta asistir a este tipo de lugares: “la adrenalina que se siente cuando estás allí es bien chida”, dice al ser cuestionado sobre las razones de su inclinación hacia esos espacios.

“Pues son casi nuevos esos baños. Muy poca gente va y fue por la página que en el ambiente se hizo saber”, agrega. “También hay grupos de Facebook como el de Arrimones consensuados donde los gays preguntaban de lugares discretos para visitar”.

Existe una cuestión que resalta entre los visitantes a dichos espacios, y es que la mayor parte de los hombres que acuden no son homosexuales. Según las experiencias de Jorge, gran parte de sus ligues han sido heterosexuales, algunos hasta casados; “quieren taparle el ojo al macho”, bromea Jorge.

La concurrencia del baño es mayor entre las 10 de la mañana y doce de la tarde, luego pasan horas sin muchos clientes más que los que de verdad van por sus funciones reales, hasta que dan las seis de la tarde y de nuevo comienza la actividad.

En cuanto a las condiciones de salubridad, Jorge opina que son las adecuadas, como cualquier otro baño público: hacen limpieza en la mañana y en la tarde. “Los mingitorios son los más usados porque ahí es donde se conocen y deciden si seguir o no. Lo demás pasa en el lavabo; los inodoros casi no se usan para nada”.

El costo para entrar, porque el intendente tiene buen conocimiento de lo que sucede al cruzar los torniquetes del baño, es de 30 pesos más los cinco que cuesta el servicio general; no hay un límite de tiempo para estar ahí y siempre tiene en la entrada una caja de preservativos.

Jorge piensa que es un lugar muy discreto y recomendable para ir si alguien tiene el gusto por estas prácticas ya que no hay mucha gente y los que van ya tienen una idea predispuesta de que siempre el respeto debe estar frente a todo, tanto para la gente que sólo va a usar el baño para lo que es, como para los hombres que se niegan a un encuentro cuando se lo proponen.

“Nunca ha habido casos donde alguien acose a otro hombre; todos son amables y hasta el guardia saluda y nunca es indiscreto”, menciona Jorge para después exponer una inquietud: “el hecho de que se haga de más conocimiento no me parece tan bueno porque muchos homofóbicos pueden venir a atacarnos”.

Es por ello que su postura para un reportaje que visibilice esta práctica no le parece muy buena, pero ese juicio se pone en entredicho porque el trabajo podría fomentar el respeto y la inclusión.

“Por un lado no me parece por los ataques que podríamos sufrir, pero también hay que hacer visible esto. Todo mundo sabe que existen estos lugares y creo que mostrarlos al público puede hacerlo más común y así se tolere más. Es necesario que respeten esto porque no hacemos daño a nadie”.

También existen otros lugares como baños de vapor y antros, principalmente en Zona Rosa, Iztapalapa, Revolución y Garibaldi. Si bien muchos baños públicos han tenido este uso, el de Ermita es conocido como punto principal, y según Jorge, puede llegar a convertirse en todo un referente para la comunidad gay, otros no tanto.

Foto: Dominio Público / pxhere.com



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22 de mayo de 2018

LOS ÁNGELES BAILAN EN LA NOCHE AL RITMO DEL DANZÓN

Por José Alejandro Rangel Ramírez
Ciudad de México (Aunam). El sol aún ilumina a la emblemática colonia Guerrero. Las puertas del salón Los Ángeles se abren lentamente, como si los años le pesaran al portón. El gran reloj marca casi las 5 de la tarde y las parejas ansiosas empezaron a entrar. El recibimiento de la música en vivo no se dejó esperar.


La pista apenas era pisada por 10 parejas, aunque era cuestión de minutos para que los movimientos de los zapatos caros y zapatillas elegantes atiborraran el recinto.

El olor a loción y el aroma a vejez se impregnan en la nariz al momento en que el primer pie toca la pista de baile, como si se tratara de una de las tantas visitas a la casa de los abuelos.

El desnivel del recinto es algo que se siente fácilmente, lo que provoca que todos sean atraídos al centro de la pista. La amabilidad será el primer coctel que te tomarás en la noche y durante tu estancia, el trato será diferente al de un club de noche. Aquí todos se saludan y sonríen, como si cada invitado fuera el cantante que los asistentes esperan escuchar.

El perímetro parece sacado de los años cuarenta: candelabros con una luz amarilla que quedó en el olvido tras el paso hacia los modernos focos ahorradores; telones parecidos a los de un teatro en el que estás a punto de ver una obra; espejos opacos y desgastados; y la dulcería Los Ángeles, que se encuentra en la tierra y no el paraíso, ofrece una buena pastilla para endulzar el baile con tu pareja.

La elegancia del caballero, que no tiene plumaje de pavorreal, cautiva a su dama con buenos movimientos de cintura, pies, manos, cuello, y con unas articulaciones que acaricien el cuerpo de su compañera. Ellas, engalanadas como si se tratara de la primera cita con el joven que las hace sonrojar, usan vestidos que tonifican su cuerpo y unos tacones de aguja que hacen ver unas piernas perfectas y sensuales.

En el lejano rincón del recinto se encuentra aquel Santo, el grande Dámaso Pérez Prado que alguna vez hiciera pulir la pista de baile con su cantar. Veladoras y flores adornan su pequeño espacio para no olvidar los años en los que hizo gozar con sus interpretaciones.

Los cantantes de la salsa cubana, que empiezan a sudar después de cada canción, se desabotonan dos botones de sus camisas negras. Son cómplices de la tranquilidad y la sensualidad y también de aquellos que desean ejecutar pasos más agitados con golpes más rápidos de la conga.

Dieron las 6:50 de la tarde, y llegó el momento para que Felipe Urban, el príncipe del danzón, hiciera levantar de sus asientos a las parejas que durante un breve tiempo se dispusieron a descansar. La función estelar estaba a segundos de dar inicio.

El baile es ejecutado de manera suave, disfrutando a la compañera de baile. A manera de espejo se realizan los deslizamientos con los pies, acercándose cada vez más, frente con frente como si se estuviera a punto de dar el primer beso, pero con una delicadeza que caracteriza a dos experimentados novios.
En algún momento de la canción, los danzantes paran y voltean al escenario para esperar un cambio de ritmo. Tres segundos pasan y el entusiasmo por el danzón de ayer y hoy cobra vida de nuevo.


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21 de mayo de 2018

LUCHAR NUNCA SERÁ EN VANO, LOS 43 AÚN NOS NECESITAN

Por Jazive Jiménez
Ciudad de México (Aunam). Son casi la una en punto. En el auditorio Ricardo Flores Magón de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, están a punto de presentar “Ayotzinapa, El Paso de la Tortuga”, colaboración de Guillermo del Toro, Bertha Navarro y TV UNAM. Un documental de denuncia que en el silencio grita por todos los desaparecidos.


Después de la emoción viene la calma, en el fondo se escucha una voz que anuncia el inicio de esta travesía, el silencio no se hace esperar y todo comienza. Como primer plano en la pantalla, una tortuga con paso lento pero sin detenerse.

Mientras, se acerca una voz que comenta la importancia del ser maestro “ser maestro es la profesión más noble; el dentista, doctor o periodista siempre aprenden de un maestro”. Palabras de un normalista sobreviviente ante los hechos ocurridos en la noche del 26 de septiembre del 2014 en Iguala, Guerrero.

Los últimos meses del 2014 se volvieron los meses más aterradores para todos los mexicanos, y sobre todo para las familias y los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ubicada en Ayotzinapa, un pueblo de alguna parte de Guerrero con pocas oportunidades económicas, sociales y políticas.

Los estudiantes ese día habían decidido salir a recaudar dinero para poder asistir a la conmemoración del 2 de octubre a la que cada año participaban. Esta vez todo fue diferente. En Iguala llegó una emboscada y no necesariamente fueron narcotraficantes, la policía municipal y parte del ejército mexicano amedrentaron, mataron y desaparecieron a varios estudiantes sin ninguna arma entre sus brazos.

Esa noche las cosas se salieron de control, el miedo, la ira y la desesperación inundaron las almas de cada uno de los jóvenes estudiantes ahí presentes. Ver como mataban a sus compañeros por tratar de salvar sus vidas, observar como otros tantos eran bajados de los autobuses llevándoselos para nunca volverlos a ver.

Pasó la noche y la incertidumbre resonaba en cada uno de los cuerpos de los normalistas, fueron tratados como delincuentes y nadie pudo o quiso brindarles el apoyo. Tal vez todo parecía haber terminado, lo que no se tenía en cuenta, es que la verdadera tortura apenas comenzaba.

¿Cómo podían avisarles a los papás, hermanos, amigos lo que había sucedido? ¿Cómo decirles que sus hijos estaban muertos o que la policía se los había llevado? ¿Cómo responder cuando volverían aquellos que sólo habían salido por un par de horas? ¿Cómo responderse ellos mismos lo que había sucedido? Y peor aún ¿cómo superar un hecho tan atroz que había marcado sus vidas?


A pesar de todo el dolor y la rabia, los padres de los desaparecidos y los estudiantes, decidieron salir a las calles a denunciar y alzar la voz con el objetivo de hacer visible lo que había sucedido la noche del 26. Su voz fue escuchada por miles y miles de personas que tomaron sus manos y caminaron juntos con la consigna “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, “No somos todos nos faltan 43”.

El paso de la tortuga es un documental con un objetivo muy claro, despertar aquella luz que poco a poco han buscado apagar. La lucha por los desaparecidos no puede quedar en el olvido como ha sugerido el Presidente Enrique Peña Nieto “hagamos realmente un esfuerzo colectivo para que vayamos hacia delante y podamos realmente superar este momento de dolor".

Este documental busca que no se apague esa luz a la que le sopla el viento pero que cada vez se vuelve más fuerte. El dolor de los familiares y el de los estudiantes es un dolor de todo México, dejar de luchar es olvidarnos de cada uno de los que han desaparecido o han perdido la vida. La lucha es lenta como el paso de las tortugas pero nunca se deja de avanzar. Perder la esperanza no está permitido, dejar Ayotzinapa sola será darle la espalda a el pueblo mexicano.

Guillermo del Toro junto con Berta Navarro revivieron este trágico suceso, narraron cada uno de los hechos del 26 de septiembre hasta la fecha, revivieron cada una de las amenazas del gobierno mexicano por dejar el caso de lado como muchos otros que se han quedado en el olvido. Pero sobre todo mostró la importancia de las normales rurales y de aquellos estudiantes que hoy no están pero que seguimos esperando. Conocimos aquellos jóvenes que los medios de comunicación y el propio gobierno los trato como delincuentes.

Hoy su sonrisa se queda grabada en la mente de cada uno de los presentes en el auditorio pero no es suficiente. Los queremos presentes luchando por sus sueños.

Con lágrimas en los ojos la presentación llega a su fin, los suspiros están ahí tratando de esconderse para no ser escuchados. A lo lejos una voz empieza el conteo uno, dos, seguido por todo el auditorio; tres, cuatro, cinco, seis y así sucesivamente hasta llegar el número 43. Las paredes retumbar por lo gritos de Justicia y aparición con vida de los estudiantes hasta hoy desaparecidos.

Por qué: ¡VIVOS SE LOS LLEVARON, VIVOS LOS QUEREMOS! AYOTZINAPA NO ESTÁN SOLOS...





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20 de mayo de 2018

CELEBRA BELLAS ARTES EL LEGADO DE CARLOS MONSIVÁIS

Por: Mirelle Mejía Pérez
Ciudad de México (Aunam). Para celebrar los 80 años del nacimiento de Carlos Monsiváis, el Instituto Nacional de Bellas Artes preparó la conferencia Anotaciones de una ciudad, Carlos Monsiváis y la crónica, en el Palacio de Bellas Artes, para destacar la importancia del estilo de Monsiváis para hacer crónicas y la necesidad de mantener vivo al que llamaron el “género de géneros” del periodismo.

Imagen de un estante de la Biblioteca Personal Carlos Monsiváis en la Biblioteca México José Vasconcelos.

En la sala Manuel M. Ponce del recinto se reunieron periodistas y columnistas estudiosos del trabajo de Monsiváis, como Alberto Barranco Chavarría, Ángeles González Gamio, Fabrizio Mejía Madrid y Emiliano Ruíz Parra para compartir anécdotas y observaciones sobre la crónica.

Fabrizio Mejía Madrid, escritor y ganador del Premio Antonin Artau por su novela Hombre al agua (2004), describió el estilo de Monsiváis como el “Hablar sobre hablar”, una crítica a la forma de expresarse de jóvenes, políticos y “una denuncia de las imbecilidades que podían decir los personajes públicos”.

La parodia y la referencia fueron fundamentales en su forma de escribir, acotó, y además puso atención en detalles de la vida cotidiana, popular y cultural de los mexicanos, desde la lucha libre hasta los conciertos de Juan Gabriel, pues “uno de los grandes objetivos de sus crónicas era poner atención en aquello que el gobierno no atendía” sostuvo el escritor.

Coincidieron todos en que el trabajo de Carlos Monsiváis es atemporal, pues fue un personaje de la ciudad que se movió por todos lados. Ángeles González Gamio, contó que era posible definir al periodista con las palabras “amor” y “curiosidad”, “universal” y “polifacético” debido a la variedad de temas que era capaz de narrar.

Se habló también del periodismo actual y sus nuevas generaciones. Emiliano Ruiz Parra dijo que los nuevos periodistas están interesados en que temas como la corrupción sean contados, y que para ello, se hacen timelines y hojas de excel. Sin embargo, aseguró que existe una deuda de aprendizaje con Monsiváis.

Agregó que “Carlos Monsiváis era el maestro en quién no quisimos reconocernos pero del que más aprendimos”.

El periodista Alberto Barranco declaró que “si Monsiváis no hubiera muerto la crónica se salvaría” y que la mejor manera de rendirle homenaje es manteniendo este género periodístico vivo.

La crónica, anunció, es la “madre de todos los géneros”, aquella que nos acerca a la literatura sin quitar el dedo del renglón de la no-ficción. Sin embargo, el periodista opinó que la crónica, lejos de ir desapareciendo, debería resurgir.

Propuso que debería adaptarse a las nuevas dinámicas del periodismo actual. El objetivo es mantener la crónica en prensa, radio, y televisión, “aunque no tenga la profundidad y el nivel de Monsiváis”.

Los ponentes sostuvieron que la preservación de la crónica es fundamental para el periodismo, y premios literarios que lo impulsen, como el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor, son necesarios para que la crónica, legado de Carlos Monsiváis, se mantenga vigente.

Foto: ProtoplasmaKid - Wikipedia.

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