LA VOZ SIN VOZ: AMELIA UNA MUJER CON SUEÑOS

Por: Andrea Reyes González
Ciudad de México (Aunam). Bajo la calidez del sol de la mañana, en el estrecho patio de su casa, la figura erguida y delgada de Amelia Romero de 66 años se preparaba para relatar la historia de su vida. Una mujer dedicada al hogar y a su familia, le cuesta encontrar palabras para dar inicio pues no tuvo voz por muchos años. Hace memoria y aprieta los ojos para comenzar a relatar los sueños contenidos y nunca dichos.


El semblante amable, los ojos oscuros como el cabello, Amelia Romero recuerda su infancia con la voz tranquila: “nací en La Luz de Juárez, Guerrero, el 24 de junio de 1952”. ¿Qué si era bonito?, repite la pregunta y ríe. “No, no era un lugar bonito, porque era muy seco. Pero a pesar de eso mi infancia fue bonita, porque nos gustaba ir al campo con mi padre José Romero y mi hermano menor, Fernando Romero, cortábamos flores, nos mojábamos en la lluvia, hacíamos fogata y jugábamos a la comidita”.

“Tuve trece hermanos, yo fui la segunda. Mi papá fue muy cariñoso con nosotros, enérgico cuando ya estábamos grandes, pero siempre muy comprensivo. Mi madre Carmen no era enojona, pero no opinaba mucho”, asegura con un movimiento de cabeza. “De diez o doce años ayudábamos en la casa a hacer tortillas, a cargar el agua y a alimentar a las gallinas. Pero como estábamos chiquillos la infancia la disfrutas”.

Sus ojos brillan mientras hace una descripción detallada de los paisajes, Amelia posee una memoria nítida y da vida a sus recuerdos con un movimiento y gesticulación enérgica; “hacia yo un manojo de flores después de la lluvia mientras cantábamos por el campo, cuando eres niño no te importa nada”, dice y sonríe casi con nostalgia.

Sin embargo, no todos sus recuerdos parecen contener ese tinte de alegría en la niñez:

“No había luz, nos alumbrábamos con un candil o una vela, le echábamos petróleo para que encendiera, a veces no teníamos dinero para el petróleo, en ese tiempo costaba cinco centavos y tratábamos de acostarnos temprano para no gastar mucho. Un litro de petróleo nos duraba de tres a cuatro noches. No había teles, ni radio, ni relojes. Nosotros nos guiábamos por el sol, mediamos las horas por la luz, le atinábamos en el día y en la noche por el canto del gallo”.

Recuerda a su familia y habla de ellos con emoción: “mi familia se mantenía sembrando maíz, frijol, cacahuate, semilla de calabaza. Y mi mamá en el hogar hacia las tortillas y la comida, mientras con mis hermanos íbamos a la barranca a buscar agua, porque era un lugar muy seco. Comíamos bien, mi padre tuvo buen ganado y siempre teníamos queso y leche. No sufrimos de comida, dentro de todo, yo pasé una infancia bonita porque me gustaba mucho mi tierra”.

En un ambiente cálido, sin importar las pocas o muchas carencias, Amelia tuvo una familia ensamblada y numerosa: “conviví mucho con Inés y Fernando, mis hermanos, porque éramos los más grandes. Cuando yo tenía doce, mi hermana de catorce años se fue con su esposo. Yo me puse muy triste pero además los quehaceres se me hicieron más pesados, hacia tortillas y acarreaba agua del pozo para lavar trastes. Tenía doce años y todas las labores de la casa me tocaban a mí”, dice moviendo la cabeza.

“Con mi hermano convivíamos aún más porque íbamos a dejarle de comer a papá al campo, yo a él lo quise mucho. Cuando mi papá le pegaba yo lo abrazaba y lloraba con él, me daba mucho coraje que le pegaran, pero nunca le replicaba a papá porque no se le podía decir nada cuando se enojaba, estuviera bien o mal”, dice con una mueca en el labio que le tuerce la expresión como si recordara algún regaño injusto.

Amelia se estira en su silla, el sol le da en los brazos y parece disfrutar el calor, responde cautelosa a la pregunta sobre su grado de escolaridad: “sí, estudié primer y segundo año en la primaria “Hermenegildo Galeana”, así se llamaba, porque ahora esa escuelita ya la tiraron, tenía tres salones. El primer año lo estudié de 8 años, no es como aquí; como no había maestros entrabas hasta que estuviera uno. Me acuerdo bien que me dio mucho coraje cuando me enteré que ya no iba a haber maestro para tercer grado, y mi papá no me dejó irme a estudiar a otro lado”, dice y la voz se le vuelve enérgica al recordarlo.

“En el pueblo de Calihuala, Oaxaca, sí había para terminar primaria, hasta sexto, en ese tiempo ese pueblo era más grande y con más vida -mueve las manos como si con eso abarcara el tamaño del pueblo- ellos no estaban atenidos al temporal, había río y había escuela. Yo me quería ir a allá a terminar la primaria, pero mi papá ya no quiso ‘quien te lleva quien te trae’, me dijo”.

“Si el esposo decía no, era no, y la esposa no podía decir otra cosa, así que mi mamá no me apoyó. En ese tiempo era muy difícil porque no había transporte y teníamos que ir a caballo si estaba cerca, pero si era un pueblo más lejano a veces se iba a pie y tardábamos tres o cuatro días. Mi padre no tenía tiempo de llevarme y traerme de un pueblo a otro para ir a la escuela porque se la pasaba trabajando para darnos de comer”, baja un poco la voz como si le diera tristeza recordarlo.

“Yo más bien pienso que era porque en esas épocas tenían la idea de que una señorita de 11 o 12 años hay que cuidarla porque a los 14 años ya se casó y de esa edad se las llevan. ‘Con que sepas poner tu nombre es más que suficiente’, decía mi papá cuando le pedía que me llevara a estudiar”; Amelia entrecierra un poco los ojos, como quien sospecha. Su expresión vuelve a adquirir quietud, levanta la mirada un poco triste y expulsa un poco de aire; ni los recursos ni las ideas de sus padres permitieron que tuviera lo que anhelaba.

“Yo todavía no me quería casar, pero en el pueblo para nosotras no había más aspiración que esa, conocí al que a ahora es mi esposo a los 14 años. Lo conocí porque pasó por mi calle y me hizo la plática. Él no era del pueblo, era de Calihuala. Fuimos novios cuatro meses sin que nadie supiera. A veces cruzábamos dos o tres palabras porque mis tíos y mi papá me vigilaban. Todos querían que me casara con alguien del pueblo y Toño no lo era”, dice y se ríe.

“Me casé el 16 de febrero, el mismo mes que me pidieron, todo fue muy rápido. Él tenía 22 años y yo 15. A mi primer hijo lo tuve a los 16 años y a mi segunda niña a los 18. Ellos dos todavía nacieron en Calihuala, Oaxaca. La pobreza nos hizo salir de allá y venir a México donde tuve al resto de mis hijos, primero estaba preocupada, pero de no haber salido de ahí mis hijos no hubieran tenido estudio”, asegura.

Luego se fueron a la colonia San Lorenzo donde ella vivió un tormento, “creo que llené el canal de tanto llorar”, se ríe, pero en la mirada se le nota triste. “Estaba muy feo, se me hizo muy pesado. Además hacía muchos corajes, para mí ya no era vida, no veía a mis papás, peleaba con la esposa de mi cuñado. Yo siempre me quedaba callada, me estaba llevando la fregada”.

Se iba a morir dejando a sus tres hijos chiquitos, tenía 25 años. “Tuve ulcera gástrica, luego estuve muy mal de anemia. Estuve muy enferma de todo, pero el año que pensé que me iba a morir tenia pulmonía, sentía que se me desbarataba la espalda y el pecho. Tuve una vida muy pesada”, esta vez aprieta las manos y pierde la mirada mientras recuerda.

“Si yo hubiese podido, me hubiera gustado estudiar enfermería, me gusta mucho curar a los enfermos y ayudarlos, pero por falta de recursos y maestros no pude. Yo sí recuerdo que me gustaba estar estudiando, me gustaba recitar en la tribuna libre los días 15 de septiembre en mi pueblo, pero lamentablemente no pude continuar”, dice y encoge los hombros.

“Siempre la vida fue más difícil para las mujeres, de chiquita me tenían encerrada para atender a mis papás y cuando me case pensé que iba a salir de ahí; pero es lo mismo, te encierras y ahora hay que cuidar al marido. No se disfruta la vida, pero dentro de todo lo malo tengo recuerdos bonitos”, dice tranquila, con una sonrisa genuina.

Amelia Romero, humilde y de carácter tranquilo recuerda su vida y lo doloroso de haber vivido por y para otros, dejando de lado muchos sueños para poder adaptarse a los deseos de otros como muchas mujeres, sin embargo alberga en su memoria una fuente de alegría que le hace recordar que ha desempeñado un buen papel como madre y eso le otorga satisfacción a todo el camino recorrido durante más de sesenta años.

“Soy madre y tuve una vida pesada, pero no es todo lo que soy, también tuve sueños”, dice sonriendo, Amelia parece recuperar el aire mientras descubre que dentro de ella siempre existió la voz y que ni los años ni los demas pueden arrebatarle esa historia donde sólo ella ha sido protagonista.







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