PARQUE MÉXICO, UNA DECADENCIA CIUDADANA

Por Diana Karen Kraules Aedo
Ciudad de México (Aunam). Beben agua estancada, sucia, con sus propias plumas, tierra y algas en apogeo. – ¿Hacia dónde están los patos? –, pregunta un transeúnte llamado Andrés. Ingrata sorpresa que se llevará al descubrir la miseria en la que viven los animales, el agua turbia en la que se bañan. En los adentros del Parque México no sólo el agua se estanca y tortura a las aves, aquí el desarrollo se detiene mientras sus más fieles visitantes observan la decadencia de su querido espacio verde.


Pasan de las 12:30 del día. El parque no está repleto de gente como en los fines de semana, sin embargo, hombres de edad avanzada se reúnen bajo la fuente del reloj, más seca que las hojas caídas de los árboles, los cuales se levantan por doquier sobre un camino pavimentado característico del lugar.

En un letrero que ha sobrevivido a la intemperie, se lee: “Este parque se ha hecho para usted y para sus hijos. Cuídelo como cosa propia 1927”. Cerca del letrero y de la fuente del reloj, está el busto de Albert Einstein, cuya mirada se pierde en los edificios de enfrente. Tal escultura lleva por leyenda una de las famosas frases del científico alemán: “Si quieres vivir una vida feliz, átala a una meta, no a una persona u objeto”.

Anuncios abundan en el lugar haciendo imposible no parar a observarlos, y aunque las personas se detienen a leerlos, hacen caso omiso a lo que en ellos se plasma. Prueba de lo anterior, es la actuación que tiene un veterano al arrojar a un lado del bote la servilleta que pocos minutos antes había sostenido un cono de helado. La petición: “VECINO: mantén limpios las áreas verdes. Juntos por la mejora de Parque México”, de nuevo es ignorada.

Más personas con sus cabezas blancas se reúnen en ese tumulto como los patos hambrientos en torno a la comida. Las percepciones suelen engañar, no están ahí porque se trate de un programa social que los convoque como “Pensión 65”. No, algo no encaja en el cuadro.

Sus cabellos crecen desordenados en torno a sus cabezas canosas. Su ropa desgarrada da cuenta del tiempo que lleva puesta en esos cuerpos maltrechos, de las veces que la lluvia los ha sorprendido en medio de su hogar, el Parque México. Cargan en sus manos bolsas y más de una cobija, se rasuran e intentar asearse hasta donde es posible.

Enrique García suele estar en el parque por unos minutos, en esta ocasión ha decidido sentarse a comer. Las veces que ha pasado ahí, algo se repite: los hombres se reúnen junto a esa fuente a esperar a un predicador, –creo que estudian la Biblia yo los he visto como a las 12 o una, viene un predicador y les explica en un lenguaje más sencillo. – Sonríe y abre un recipiente que contiene un guisado en salsa verde, lo saborea mientras espera el momento de seguir su camino y salir de ahí.

¿Qué si los hombres han afectado los cuidados del parque? – Estoy arrepentidísimo – dice Guillermo Islas, vecino del lugar – me puse a defenderlos porque no consideraba justo que los maltrataran por ser pobres, porque en esta ciudad no se castiga el delito, sino la pobreza – fumar, beber y orinar son cosas que los indigentes hacen en su hogar.

Muertes, asaltos y otros delitos figuran en los rumores sobre el parque, Guillermo puede confirmar esta versión: –a mi amigo indigente lo mataron a patadas sus compañeros y nunca supe por qué. Fue una muerte muy fea–. Expresa después de apretar sus labios. El agua de la lluvia no servirá para llevarse con ella la memoria de quienes ven lo que sucede y no hablan o no son escuchados, y no únicamente por las autoridades sino por los vecinos.


Sobre el predicador que llega a leerles, el vendedor de vidrio soplado dice: –no es tanto que les interese la Biblia, sino que les da dinero, de 10 a 50 pesos, a veces un sándwich o un refresco–. Su cara surcada por grandes arrugas demuestra su inconformidad al relatar cómo los vecinos no hacen nada para mejorar la situación, no sólo de los hombres, sino del recinto en general.

Dentro del parque, se encuentra un foro en el que se libra una batalla digna de los gladiadores romanos; un partido de fútbol entre niños que no rebasan los 12 años, sus madres los observan con curiosidad y temple mientras esperan la hora de llevarlos a casa y huir del espantoso calor que ha empezado a sentirse.

Un hombre vigila la práctica, su nombre es Epifanio Fernández, y porta un chaleco del gobierno de la Ciudad de México; él abre y cierra el foro, – mi trabajo no es cuidar el foro, sino abrirlo porque los vecinos vienen y debe de estar abierto. ¿Qué si el parque se deteriora?, ah, sí, sí, por supuesto van a hacer mejoras en todo, – pronuncia la última palabra orgulloso de ella.

Menciona haciendo referencia a los indigentes –Son reuniones para adultos mayores, me imagino, vienen asociaciones a hacer manualidades con ellos–. Aquí hay vigilancia – claro lo dice porque él trabaja para la delegación – no ha habido más que detenciones por uno que otro desperfecto, pero normal. –

Los árboles se extienden por lo menos un ciento de metros cuadrados hacia atrás del foro, y para la 1:30 de la tarde otro tumulto toma forma. Los perros comienzan a llegar, algunos acompañados por sus dueños y otros como parte del entrenamiento para que aprendan a comportarse.

El señor Fernández ha participado en campañas para que los vecinos cuiden a sus mascotas, –se han logrado reducir bastante, refiriéndose a las heces caninas, los vecinos traen su 'bolsita', pero luego las tiran en los botes incorrectos –. En la acera de enfrente, en pleno camino peatonal, la presencia de uno de estos residuos orilla al hombre a añadir: –bueno, sí hay vecinos a los que no les importa el cuidado del parque, pero la mayoría ya está contribuyendo con las exigencias para mejor su apariencia–.

Un chorro de agua se eleva por los aires, es la fuente donde nadan los patos. El aspecto del estanque es desagradable debido al color café-verdoso que tiene. Y al seguir el camino que lleva al lado para no caer en uno de esos charcos que reflejan un cielo café y árboles secos, el espectáculo de miedo tiene ocasión. Las plumas de los patos, algas y tierra impactan en el paso del agua, ésta se estanca, y el antiguo río artificial que antes debió ser un atractivo, hoy está seco.

En el Parque México el río no llora porque no volverá, sino porque se queda donde está. Reuniones de indigentes o de perros toman lugar en sus espacios, los charcos convierten en un campo de minas los andadores, la conciencia de los vecinos y de las autoridades se ha diluido como una gota de perfume en litros y litros de agua. Tal vez por eso Albert Einstein voltea hacia el otro lado. Para ignorar la miseria en que se ha sumido el parque, “uno de los más hermosos” de la ciudad.



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