IZTAPALAPA SE CUBRE DE BARRO


Por Mariana Sánchez Cuazitl
México (Aunam). Coloridos letreros de Tradicional pan de nata, coco y nuez, El original pan de Feria, Rico pan de anís, empanadas de piña, queso y fresa, adornan los puestos de lámina montados sobre avenida Ermita Iztapalapa, esquina Corona.

Piezas de pan, que cada media hora salen recién horneadas para ser colocadas en charolas, son el atractivo de estos carritos ambulantes que por donde se pongan dejan la mezcla del aroma exquisito a panecillos rellenos. La piña y el queso son los ingredientes que perfuman al ambiente.


Este olor no es el único que da la bienvenida a los numerosos visitantes de la famosa “Feria del Barro de Iztapalapa”, también el de los guisados de pollo, picadillo y chicharrón que se untan en tortillas negritas amasadas por mujeres poblanas y oaxaqueñas; y el de la azúcar, la esencia de dulces típicos.

Familias enteras, desde la mamá con la carriola del bebé, niños tomados de la mano de su padre, hasta abuelos, parejas de novios jóvenes, y una que otra persona solitaria, recorren la larga fila de puestos en donde el barro, la cerámica y la madera lucen en miles de formas.

Es medio día. Bajo un cielo soleado, y lonas amarillas, rojas y azules, las personas caminan en pasillos angostos que se han formado en las calles aledañas al conocido Mercado de Iztapalapa. Adentrarse al túnel de techo de colores implica viajar a un México prehispánico, rodeado de tradiciones, donde se encuentran dulces típicos del país tricolor.

En forma de pirámides y torres se presentan jamoncillos, cocadas, palanquetas, calabacetes, alegrías, mazapanes, dulces de leche, tamarindos, borrachitos, higos, merengues y camotes. En cada nivel saltan a la vista una gama de tonos de papel china: rosa mexicano, azul cielo, morado, amarillo, verde limón, entre otros.

Arriba y a los lados de las montañas de dulces, los vendedores asoman su rostro para exclamar: “¿Gusta un dulcecito?, pruébelo sin compromiso. Aquí le vendemos lo que gusté", “¡Pásele de este lado, aquí son los mejores: los de Puebla!”.

El caminar en doble hilera de las personas es lento, todas quieren mirar. Se escuchan voces decir: “Está así de lleno porque hoy domingo es el último día, ¡Yo tengo treinta años de venir y nunca había estado así!”.

Al llegar al puente peatonal, que exhibe a un Cristo cargando una cruz, justo enfrente de la Iglesia “El Santuario”, se encuentran las primeras ollas de barro. Hay de todos tamaños, desde aquellas que les cabe un kilo de comida o menos, hasta aquellas con capacidad de cinco a 10.


Los precios varían, hay desde 50 a 150 pesos. También hay cazuelas desde 15, 20 y 30 pesos que adornan los tapetes tendidos en el suelo. “¡Comales de barro puro a quince pesitos, aquí los encuentra!”, invita a la gente un vendedor con sombrero de palma.

Macetones, macetas medianas y pequeñas de barro con barniz transparente se exhiben a la orilla de la banqueta. “¡En noventa pesitos le dejo la maceta grande, o llévese la mediana en 50, o la pequeña en 20, en quince se la dejo si se anima!”, grita un artesano de Michoacán que viste con ropa de manta y calza unos huaraches de cuero delgado.

Un puesto de la calle Aldama atrapa la mirada de los visitantes. Girasoles, girasoles y más girasoles se encuentran dibujados en vasos, platos, tazas, salseros, saleros y contenedores de agua. El color azul rey es el fondo de las artesanías. Las amas de casa se atiborran para escoger y comprar.

Huele a la pintura con que artesanos diseñan y tatúan a la cerámica y al barro de las piezas. Se encuentran tazas y vasos con estampados de piel de animales como la vaca y el tigre; con franjas de colores, dibujos de flores, o diseños más discretos de tonos cálidos como la arena o pasteles.

Los molcajetes de piedra y barro, de todos tamaños, desde el más diminuto como una figurilla de adorno para un mueble, hasta el que sirve para moler un kilogramo de aguacate para preparar un rico guacamole. También hay cucharas y cucharones de barro.

Adornos de cerámica en forma de platos para colgar en la pared con la frase "Bienvenidos a mi casa", porta llaveros de madera, inundan la Feria. Otros elementos característicos son las ranas, los borregos, los cerdos y las vacas, ya sea en forma de alcancías, o posando con un letrero de bienvenida a una casa. Sus ojos, nariz y boca causan risa, ternura, agrado, o bien rechazo. Los diseños de los rostros son resultado de la creatividad de artesanos poblanos, michoacanos y oaxaqueños, en su mayoría.

La Feria también es un espacio que cobija los recuerdos del México de los años 40 al vender artificios con que los niños jugaban: marionetas de Pinocho, baleros, trompos, tráileres, jengas, matracas, carros, muñecas de trapo con trenzas y listones de colores, vestidas de ropas indígenas, y casitas de madera listas para habitar con muebles diminutos: una cama y ropero; y sillas y comedor.

Los artesanos del interior de la República Mexicana, también ofrecen estos juguetes con diseños y formas modernas: letreros de pintura con el nombre de marcas y modelos actuales de automóviles plasmados en carros y tráileres de madera, marionetas de Hulk, La Mole, Capitán América, y las estampas de la marca Barbie en las casitas de madera. Éstas son algunas innovaciones que representan la mezcla del México de ayer y de hoy.

Los rayos del sol han dejado de alumbrar, ahora un cielo nublado acompaña el atardecer. Pronto, gotas de agua aterrizan en el techo de colores, cada vez con mayor fuerza. En ese escenario, se aprecian a unas bellas mujeres con un cuerpo delineado de forma perfecta que resalta sus curvas, con cabellos dorados, rubios, negros y morados, posan sentadas con largos vestidos en una roca o paradas sobre una base de cerámica. Sus ojos y labios denotan sensualidad, ellas son hadas, unas esculturas de 30 cm que se venden en 55 pesos.

Así finaliza el pasaje de la conocida Feria del Barro que se realiza cada año, siete días antes de "Semana Santa", y finaliza un domingo después.




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