EL PATIO DE LOS JUGUETES DESCOMPUESTOS

Por Miguel Torres Caudillo
México (Aunam). Oculto entre los mataderos de ganado y el tianguis de la colonia Popular Rastro, ubicado en la delegación Venustiano Carranza, está el Centro de Atención Múltiple 81, escuela que únicamente recibe a niños y jóvenes con habilidades especiales. A lo largo de cinco décadas, esta institución se ha encargado de proporcionar educación a un sector de la sociedad invisible para la mayoría: los discapacitados.

La arquitectura del edificio es fiel al diseño que delineó Juan O´Gorman en la década de los treinta para la construcción de escuelas públicas: paredes de concreto reforzado de tres metros de alto, accesos y ventanales a un costado de cada salón –éstos últimos de siete metros de largo y con protecciones de acero reforzado– y un techo plano que sobresale para proteger las ventanas de la entrada directa del sol.

Alguna que otra propaganda de la Secretaría de Educación Pública se localiza en la superficie blanca del zaguán. Éste es custodiado por Silverio, un guardia de seguridad robusto y bonachón encargado de vigilar que ningún alumno escape del lugar. En alguna otra vida fue carcelero, así que domina un par de técnicas para controlar a los que tienen pinta de prófugos.

Adentro de las instalaciones, Lucinda Martínez restriega con mucho sosiego el patio del CAM 81. Todas las tardes, antes de que los alumnos partan hacia sus hogares, la señora de 54 años de edad emprende su rutina de limpieza. El único instrumental del que ella dispone es una escoba de cerdas desgastadas, una cubeta naranja sin asa y un par de manos escuálidas y resecas.

Hace 25 años que Lucinda trabaja para el CAM 81, pero su historia con esta escuela inició tiempo atrás. Mucho antes de ser conserje, era tan sólo una niña que paseaba por los pasillos y jugaba avioncito en el mismo patio que ahora limpia con esmero. En su época de estudiante, en 1973, se referían a ella como subnormal o inadaptada; actualmente, el término correcto sería discapacitada intelectual.

“Está a punto de comenzar el desmadre”, me comenta Lucinda con palabras torpes y atropelladas (aunque no inentendibles), interrumpiendo por un segundo su faena cotidiana. Faltan cinco minutos para que las manecillas de mi reloj marquen las cuatro de la tarde, horario que, como en toda escuela de tiempo completo, anuncia el fin de clases en el CAM 81.

No obstante, parece que la hora de salida llega un poco temprano este día, ya que la campanilla hace sonar su timbre sin ninguna mesura. Al igual que el Flautista de Hamelín, los jóvenes del CAM 81 huyen hipnotizados de sus salones convocados por ese sonido que les promete tranquilidad y descanso en sus hogares.

El enjambre de estudiantes adopta como panal el patio principal de la escuela. Los alumnos de secundaria conforman grupitos de amigos, unos chavos de Taller de carpintería forman equipos para jugar futbol; aunque hay algunos zánganos solitarios en la colmena que prefieren esperar en las sombras a que sus padres los recojan.

Las jovencitas tampoco pierden el tiempo e intercambian los chismes del día, otras optan por pasar el rato ligando a cuanto adolescente con hormonas calientes lo permita, mientras que las más deportistas deciden brincar resorte muy cerca de donde Lucinda realiza sus deberes de limpieza.

Hasta el momento el panorama no es muy distinto al que se vive en cualquier secundaria pública. Inclusive el uniforme que visten los estudiantes es el mismo: camisa blanca, suéter verde y pantalón o falda gris. Por un instante se me olvida que estoy en una escuela para gente con habilidades especiales –el eufemismo de moda-; sin embargo, basta caminar entre la muchedumbre para que el paisaje adquiera otro tono.

Noto que un chico con síndrome de Down me observa con curiosidad, me escudriña con la mirada como si buscara alguna marca en mi rostro que le permitiera identificarme. En ese momento me percato que estoy rodeado: una cerca de personas, tres con discapacidad motora y dos autistas, me apuntan con sus ojos de la misma forma que un francotirador encañona a su objetivo. Entonces me doy cuenta que en este lugar yo soy el diferente, el “anormal”, el “rarito”.

El guardián de las historias

“A estas horas son como juguetes descompuestos, cachivaches que se les agotaron las pilas de tanto estudiar y cotorrear; pero ven mañana y verás cómo regresan con la batería recargada”, describe Silverio, el vigilante de seguridad, a los jóvenes del CAM 81, mientras revisa que todos los padres de familia porten la credencial correspondiente de acceso al plantel.

El CAM 81 representa para Silverio su retiro. Aburrido de ser un jubilado que pasaba el tiempo en su casa espulgándose las pelusas del ombligo, decidió un día enlistarse en una agencia particular de seguridad: “No necesito el trabajo, el dinero que me da el gobierno por mis años de carcelero es suficiente, hago esto más por hobby”.

La agencia lo asignó al CAM 81 hace aproximadamente cinco años y, desde entonces, no sólo se ha convertido en el guardián de los docentes y el alumnado, sino también es quien documenta todos los acontecimientos que suceden en el lugar. No hay alguien –profesor, alumno o padre de familia– cuya historia no conozca Silverio.

Por ejemplo, el guardia señala a una mujer alta y delgada de piel durazno y ojos avellana. “Ella es la señora Irene. Viene a recoger a sus cinco hijos, todos estudian en esta escuela: Jesús y Carla son los mayores, están en la secundaria y presentan discapacidad intelectual, al igual que los más pequeños, Gilberto y Pepe, quienes todavía cursan la primaria. Silvestre, el hermano de en medio, tiene discapacidad motora y está en Taller de serigrafía”.

La anécdota de Silverio no es producto de una imaginación muy activa; todo lo contrario, cuando se acerca la señora Irene a saludar al guardia, éste le pide de favor que me confirme sus palabras, a lo que ella acepta sin agravios. Además, ella añade al relato que está muy orgullosa de sus hijos y que la hacen sentir muy feliz.

Pero no todos en el CAM 81 comparten una historia feliz. Rodrigo, un chico con discapacidad motora, es un joven cuya vida parecía ser el guión de una película de Pedro Infante. Vivió con su madre en la Central del Sur hasta que ella enfermó de cáncer y falleció. El joven se vio obligado a abandonar la escuela y regresar a la tierra de su madre, el municipio oaxaqueño de Zimatlán, para darle sepultura.

Esto sucedió el año pasado. Rodrigo ahora vive con su abuelo, reanudó sus estudios y se prepara para graduarse de la secundaria en este ciclo escolar. Su abuelo pasa a mi lado mientras empuja a su nieto en una silla de ruedas. De repente, el muchacho voltea y me saluda con una sonrisa que podría competir contra la del gato Cheshire, el felino risueño de Alicia en el país de las maravillas.

“Así es, los chavos aquí son como juguetes descompuestos”, repite Silverio, y añade: “Juguetes descompuestos cuyas baterías se han agotado. Tal vez no hemos sabido reemplazarlas porque el instructivo que dice cómo hacerlo, está escrito en un lenguaje que no podemos descifrar todavía”.








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