El túnel del tiempo

Venta de libros añejos en el mercado de Antigüedades Lagunilla | Foto. Trinidad Fernanda 

Por María Fernanda Trinidad López 
Ciudad de México. La vista de los viajeros en el tiempo es detenida por un oso pardo café que camina y se detiene a comer, camina y ruge. Stayin’ Alive de Bee Guees es el fondo de la escena del protagonista, cuyo tamaño de 12 centímetros y pelaje sedoso atrapa los suspiros de quien se acerca. El juguete de los 90, marca Iwaya de Corea, está en las tierras del mercado de Antigüedades de Lagunilla en espera de su próximo acompañante de aventuras. 

Como cada domingo, anticuarios, artesanos, comerciantes y artistas visten de vintage distintas calles de la colonia Morelos, cerca del metro Garibaldi, y transportan a las personas a la época donde Michael Jackson ya era considerado el rey del pop por su éxito de Thriller. Las chacharitas que se ofrecen son incontables que ni con ayuda de las 104 mil personas que caben en el Estadio Azteca es posible nombrar todos los componentes de la orquesta. 

Si el comprador salió de su casa con el almohadazo y una pedrada de imprevistos, puede encontrar en el mercado, un lago que dividía al islote de Tenochtitlán y Tlatelolco en la prehistoria, un juego de cepillos de cabellos Art Nouveau. Cada pelo será atravesado por el color plata ley 925 y serán testigos de las cerdas suaves. Así mismo, está la opción de comprar un sombrero de paja que cubre todo el cuerpo, o de la época Victoriana (1840-1890) que era decorado en la parte trasera con flores y plumas. 

Mexicanos y extranjeros que comparten el gusto por dar otro valor a los objetos olvidados caminan por el túnel de lonas de colores que cubren las calles Ignacio Allende, Jaime Nuno, Comonfort y avenida Paseo de la Reforma. A pesar de la sombra que producen estos puestos de ambulantes con un estilo único, el lugar parece ser un baño de vapor de 25 grados Celsius, acompañado de una mezcla de géneros musicales, desde “Todavía me acuerdo de ti” hasta la canción de chiflidos que es usada en el vals de graduación o de XV años en México. 

En el trasfondo es un tianguis cultural lleno de anécdotas, como la del ingeniero Guillermo González Camarena, inventor mexicano de la televisión a color, que concurría a este espacio heterogéneo en busca de piezas para inventar su videograbadora Frankensteina, según la secretaría de Telecomunicaciones de México. Así como este personaje, los visitantes pueden alquilar muebles, espejo o lámparas que transformen la actualidad en una cantina, por ejemplo, como lo fue La Ópera, que conserva el balazo que dio el general Francisco Villa en el techo. 

En el camino, los transeúntes hallan sitios donde pueden reparar una reliquia familiar. “Si tiene un radio descompuesto, tráigamelo y él se lo compone. El precio depende del tamaño y de lo que requiera. Pero nosotros no somos careros”, dice la señora de cabello blanco y esponjoso que vende electrónicos en la entrada de Jaime Nuno. O bien, hay otros que venden a los mismos puestos cosas que ya no caben en casa, tales como lo patines blancos y pesados ochenteros que cuestan 200 pesos. 

Aquí todas y todos entran, pues lo que caracteriza al mercado de pulgas es el folclor de identidades. Si se quiere probar algo auténtico y salir de los claros-oscuros, la mamá de Mario Alberto Núñez Ensuastegui vende el arte que plasma su hijo en overoles de manta y algodón, sudaderas y shorts. Bajo la técnica de teñido a mano, la ropa hace conectar con la naturaleza por la relación cromática que guarda con ella.  


El “pásale, pásele, pude preguntar” de cada puesto guía los pasos de los curiosos y conforme aumenta el número de estos, también aumenta el sonidero de las voces. “¿En dónde estamos?” es la pregunta de un millón de dólares que no puede faltar en el camino, ya que en forma de río fluye la gente. Es así como se puede encontrar la próxima pieza que ocupe un lugar en el mueble de la sala. 

Para ello, en el caso del señor Gustavo Iván, durante la semana dedica su tiempo en buscar los productos en bazares y tianguis, o los mismos clientes y familiares le marcan para ofrecérselos. “Anteriormente restaurábamos las cosas, pero ¡qué cree!, a la gente luego no le gusta y prefiere la pátina original. Aunque sí hay clientes que nos piden que las restauremos. Obviamente también limpiamos los objetos si están muy sucios”, platica de manera amable el vendedor que desde hace nueve años se ubica en la av. Paseo de la Reforma, en frente del Chedraui. 

A unos 100 pasos más adelante aproximadamente, las niñas y los niños corren a admirar a su amigo E.T., el extraterrestre. “¡Papá, mira, es E.T!”, expresa un chiquillo que pasaba por ahí e inmediatamente fue tomado de su brazo para evitar que fuera atropellado por la multitud.  Ya han pasado 40 años desde el estreno de esta película, que habla sobre la amistad y la soledad tras el divorcio de los padres, y su presencia sigue latente no sólo en las generaciones longevas, sino igual en las nuevas.  

El laberinto llega a su fin cuando el combustible del cuerpo es mínimo. Si se quiere recargarlo, hay que atravesar entre la revista de Vidas Ilustres de José Guadalupe Posada, el boleto rosa del Sistema de Transporte Colectivo, los carteles publicitarios del limpia pisos “Fabu-Loso”, el triciclo clásico americano Schwinn y demás artículos arcaicos. Todo esto para llegar al área de comida de garnacha: platillos llenos de aceite y quesillo derretido encima de chorizo o nopales, acompañado de una “licuachela” cubierta de gomitas, miguelito y chamoy deslizándose del vaso sin tener límites.


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