"Feliz en el agua que nado". Alfredo López Austin

Foto: Barry Domínguez / Fotogrammas

  • Soy un hombre aburrido: en mi vida no hay transformaciones novelescas
Por Verenise Sánchez
México (Aunam). Su principal característica no son sus canas que denotan setenta años, lo singular de él es su sonrisa, compañía permanente, mientras recorre los pasillos del Instituto de investigaciones Antropológicas.

¡Alfredo! ¿Cómo estás?, lo saluda afectuosamente una señora de unos 50 años, que acapara su atención por unos minutos. Avanza unos diez metros y saluda a otra persona, ahora es un señor de cuarenta; solamente platica unos instantes y le desea que su esposa se recupere.

A unos pasos de la puerta de entrada a su cubículo, le pregunta a la chica de intendencia: “¿Cómo sigue tu padre?”, y con un “ya mejor, se está recuperando muy rápido”, como respuesta, culmina la conversación furtiva.

Su oficina está decorada con figuras de animales hechas de barro, alebrijes, fotos y un tambor. Se sienta, cruza las piernas y con serenidad, pero sin perder la sonrisa, platica sobre Ciudad Juárez, su lugar de origen y residencia hasta 1954, cuando termina su bachillerato.

Con 50 años de trayectoria universitaria, Alfredo López Austin pasa de la Facultad de Derecho, en la cual permanece de 1956 a 1959, a la de Filosofía y Letras, de 1965 a 1980. En esta última cursa licenciatura, maestría y doctorado en Historia; también estuvo en el Instituto de Investigaciones Históricas, en 1965.

Pero fue en el Instituto de Investigaciones Antropológicas, donde, a inicios de este siglo lo nombra Investigador Emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Concentrado, sin quitar la mirada del suelo y con un tono bajo comenta: “No me sentía bien como abogado, a pesar de mi estabilidad económica”. Después de tres años de ejercer su profesión, renuncia y vienen, él y su esposa, a la Ciudad de México, para trabajar en y para su pasión: la Historia antigua de México y la vida del indígena actual, una oferta de trabajo de Miguel León Portilla, entonces director del Instituto de Investigaciones Históricas.

Enseñar bien para que aprendan bien 

López Austin expresa que su obligación como docente es “enseñar bien, para que los alumnos aprendan bien”; su objetivo es la transformación positiva de los seres humanos. “A mis alumnos los veo como colegas, con quienes comparto y me comparten información. No me gustan las jerarquías, así como tampoco mandar y que me manden”. Dice ser poco exigente con sus alumnos, sin embargo, su esposa interrumpe su lectura y con señas discretas, desmiente a Alfredo.

Sin percatarse de las señas de Martha Luján, sigue la plática, “soy afortunado por trabajar con una población estudiantil muy especial: los universitarios, un conglomerado heterogéneo que forma a la educación pública. En las universidades públicas, los alumnos se suman a otras personas que construyen algo y luchan por una misma causa, el aprendizaje. Eso no existe en las privadas, porque hay una educación mercantil”.

Mejor diente que estómago

Le gusta comer todo lo que le prohíbe el doctor, como los dulces y las grasas. “Nací con buen diente, mejor diente que estómago o, quizá, buen estómago que todo lo asimila”.

“De niño soñaba con ir a China, no sé cuánto me quede para ir; sigo pensando en ese país como cuando era niño”; también disfruta la gastronomía francesa y española.

“Nací con panza de antropólogo, porque todo me como. Me encanta la tradición japonesa de enfrentarme estéticamente a un platillo, disfrutando primero con los ojos; o la árabe, que primero degusta la textura y el aroma”. Con mirada de decepción y resignación y con una gran carcajada complementa “es feo llegar a viejo con esta capacidad de gozar la comida… La vejez es una enfermedad grave e incurable”.

Aprovecha que su esposa sale por un café, en voz baja y a modo de secreto dice: “mi mejor regalo es el matrimonio, me fue bien, tuve suerte”. Otro gran obsequio que aún recuerda como si hubiera sido ayer, es el nacimiento de sus dos hijos: Alfredo y Leonardo.

Para él no hay prioridades, “el chiste es vivir en conjunto, sólo hay que tener una personalidad para padre, investigador, esposo e hijo. Por eso pienso seguir así hasta que me muera, pues estoy muy conforme con mi trabajo y vida”, señala.

Mira su reloj, recoge sus llaves y sale del cubículo para dirigirse a la junta mensual del Instituto. Recorre los pasillos y las escaleras, igual que como llegó: con una sonrisa y saludando a quienes se encuentra, sean sus conocidos o no.


* Entrevista publicada originalmente en Círculo Universitario, Año 3, Número 1 Febrero–junio 2007.


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