EL CALIFAS AL RITMO DEL DANZÓN

Por Sofía Alejandre Rosas
Ciudad de México (Aunam). La tarde del viernes había llegado, vestidos y sobreros comenzaron a cruzar la cortina que marca la división de la vida cotidiana con el mundo de la música y el baile. En el interior, pareja por pareja toma su lugar en la pista, en la espera de que la danzonera comience con la melodía. Así da inicio, una vez más, la vida en el salón, California Dancing Club.


Sobre Calzada de Tlalpan dirección sur, a la altura de la estación Portales, entre las calles San Simón e Ing. Pascual Ortiz Rubio, está ubicado uno de los lugares más emblemáticos de la Ciudad de México: el California Dancing Club, un salón que de viernes a lunes alberga a decenas de personas que bailan al ritmo del danzón, la salsa, cumbia y demás géneros tropicales.

Por la entrada del recinto, en el pasillo previo a la taquilla, las paredes lucen una galería de antiguas fotografías, recortes de periódicos amarillentos y publicidad vieja, todo ello como prueba del glorioso pasado que ostenta el lugar. Al final del pasaje, por encima del cuartito con ventanillas donde se venden las entradas, está una marquesina de luces blancas con letras rojas que recuerdan al visitante el 64 aniversario del palacio del baile, celebrado el once de noviembre del año anterior.

Al cruzar el telón, la vista cambia, y en un momento parece el tiempo retroceder: las luces opacas, el piso de mármol, las paredes con un tapiz de madera; en los costados de la pista, bancas y mesas con logos de las marcas de cervezas y en el centro del techo una bola disco que no deja de girar.

En el escenario situado hasta el fondo del salón, la danzonera toca canción tras canción. Los miembros uniformados de traje color gris, animan el ambiente: trompetas y clarinetes protagonizan las melodías, mientras que las percusiones marcan el ritmo a los alegres bailarines del género musical.

Al ser día de danzón, la pista de baile estaba repleta de parejas que sobrepasaban al menos los cuarenta años, de ahí en adelante, cualquier edad podía ser válida. Todos vestían para la ocasión: las señoras de vestido, largo o corto, los tacones no tan altos, y en su cabeza algún tocado de flores para adornar; los señores de traje, alguno con sombrero, y uno que otro con camisa hawaiana para destacar.

Hasta el frente de la pista, un par de viejitos sobresalían de los demás: dominados por un azul eléctrico en todas sus ropas, concentrados en la música y en sus movimientos, los dos bailaban con elegancia y pasión: ella, de vestido, por encima de la rodilla, aterciopelado y de lentejuelas, movía sus caderas con delicadeza, mientras que él, encargado de guiar, era la viva imagen del pachuco, con un traje, que como diría Octavio Paz, destacaba por su exageración. Alto y con la espalda recta, despuntaba de entre la multitud, gracias a una delgada pluma azul proveniente de su sombrero.

Al término de cada tema, las parejas regresaban a la posición inicial: lado a lado, de frente, y con la vista dirigida hacia el escenario, aplaudían en agradecimiento. Durante los instantes que el silencio gobernó, el señor del micrófono aprovecharía para mandar algunos saludos a los visitantes de la tarde: ¡Un saludo a la queridísima familia que viene desde Douglas, Arizona! ¡Muchas, muchas gracias por estar aquí, en el palacio del baile de México! Después, retomó el hilo y anunció la siguiente pieza a interpretar.

Con la famosa frase “¡Hey, familia, danzón dedicado a…!” iniciaba la orquesta a tocar. Las primeras notas marcaron la entrada a las parejas, quienes daban unos cuantos pasos a los costados y luego al frente, con la mirada fija ante el escenario. Los sonidos cambiaron, se volvieron melódicos, y ahora sí, los danzantes juntaron sus manos, y con sus cuerpos erguidos comenzaron a moverse al compás suave de la música.


El desliz de los zapatos iba y venía por todo el salón, simulaba el movimiento de un columpio que mecía a los amantes del danzón. Todos los presentes en la pista, con sus pasos y sin bajar la vista, dibujaron en el mármol un cuadro con el ritmo del saxofón. De repente, la música paró, los instrumentos pausaron y las trompetas volvieron a marcar el compás: los veteranos bailarines regresaban a la posición inicial, de frente a los músicos aplaudían, y esperaban a que la melodía volviera a continuar.

Cinco, seis, siete, ocho tiempos, y las parejas reanudaron su danzar. La mano izquierda de las mujeres, recargada en el hombro derecho del hombre, y el resto de su brazo flexionado en un ángulo recto, mientras que la otra mano era sostenida por el hombre a la altura del pecho, al mismo tiempo que mantenía este su mano en la cintura de la dama.

Entre abanicos y plumas, movimientos de faldas y sonrisas, los pasos se repiten, una y otra vez en el interior del Califas, nombre apodado al recinto por la figura de su logo: un hombre de turbante, barba y bigote. Los músicos de danzón tocan pieza tras pieza, entre las más queridas por el público como Mocambo de Emilio Renté, Nereidas por Amador Pérez Torres, Juárez de Esteban Alfonso y Pulque para dos por Gus Moreno.

A pesar de la edad avanzada de la mayoría de las personas, el cansancio nunca llegó. La sed era aliviada con vasos de refresco y agua que dentro del salón vendían. Entre canción y canción, los abuelitos se dirigían a las orillas, donde las mesas estaban, a beber unos tragos de su bebida, en cuanto oían los instrumentos sonar, apresurados volvían a tomar su lugar.

El tiempo parecía no pasar, el público, al grito unísono de ¡Otra, otra, otra! pedía a la orquesta no acabar. La danzonera feliz, complacía las demandas de su gente, ahí en el California Dancing Club, bailarines, espectadores y músicos disfrutan sin igual. Parejas llegaban y también salían, para unos el baile recién empezó, y para los que no querían desvelarse, estaba a punto de acabar.

Las dos marquesinas que contenían el nombre del recinto, situadas por encima del escenario, continuarían encendidas con sus luces amarillas, casi anaranjadas, hasta que la última pareja de la noche cruzara esa delgada tela que separa al mundo mortal del lugar donde la danza se volvía casi una religión.



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