LA OFRENDA DE LAS MIL VELADORAS

Por Brenda Terreros
Ciudad de México (Aunam). Cuando Javier Terreros Torres piensa en día de muertos lo primero que viene a su mente es la ofrenda, y las veladoras… decenas, formando dos hileras que rodean un par de mesas pegadas a una pared. En ellas se extiende una ofrenda que descansa sobre un tapiz de papel picado abarrotado de cazuelas de mole y calabaza en dulce, cerveza, licor.


La ofrenda de las mil velas era tradición en casa de su abuelo paterno, Loreto Fuentes, quien en realidad no era su familiar de sangre, sino el padrastro de su papá. A pesar de no haber compartido lazos sanguíneos con él, recuerda con mucho cariño el tiempo que pasaron juntos, y al revivir una escena de su abuelo sentado a un lado de la ofrenda, expresa: “Se me hacía divertido que el abuelito prendía una veladora y decía: ésta es para fulano de tal…llévala”. Don Loreto en verdad sabía a quién estaba dedicada cada luz que encendía, y al recordarlo Javier no puede evitar poner una sonrisa de oreja a oreja que provoca la formación de un pequeño hoyuelo al lado izquierdo de su barbilla, un rasgo muy característico de su rostro.

Físicamente también le caracterizan la tez morena de su piel, los ojos de expresión triste y unas cuantas canas sobre el bigote, único rasgo que dan cuenta del paso del tiempo, ya que además de eso, su cara no tiene ninguna marca que denote su edad, ni una sola arruga. Su vestimenta también lo ayuda a aparentar menos años, siempre utiliza playeras estampadas y sudaderas, nunca suéteres. Al momento de la entrevista viste con ese estilo y efectivamente, no aparenta los 49 años que tiene.

Nació en 1969, por lo cual su niñez transcurrió en los años setenta, una época de la que no solamente recuerda la bonita ofrenda en casa de su abuelo, sino también la emoción de salir a pedir calaverita. Menciona que en ese entonces a los niños no se les regalaba dulces, sino que los transeúntes les daban dinero, dependiendo de qué tan bonita era su calavera. En su pueblo, las calaveritas que más agradaban eran las que estaban hechas con calabazas, con caras marcadas y una vela al centro, Javier y sus hermanos las hacían así, porque su abuelo las cosechaba. Sin embargo, recuerda que no todos tenían esa oportunidad: “Había niños a lo mejor más pobres que nosotros, que igual y no tenían una calabaza y la hacían con una cajita de cartón”.

Día de muertos: una tradición marcada por la tragedia familiar

Al preguntarle qué pasó con esa celebración una vez que murió su abuelo, Javier comenta que durante pocos años más su única tía paterna siguió poniendo la ofrenda, pero después la situación económica acabó con la tradición.

También contribuyó al rompimiento de la costumbre, el hecho de que sus padres jamás le inculcaron el culto a los muertos, sobre todo porque les causaba mucho dolor recordar la pérdida de su primogénito, por lo cual en muchos años no le dedicaron una ofrenda ni le dejaron flores en su tumba.

Mientras cuenta esta historia, sus comentarios dejan de estar acompañados de las risas espontáneas que se le escapaban al hablar de su infancia. Su voz se vuelve seria cuando recuerda que en el caso de su padre el dolor de perder a su hijo fue inmenso. “Cuando murió […] lo enterró, y jamás quiso saber más de ir al panteón […] él sentía feo ir y saber que estaba ahí enterrado”. Fue hasta mucho tiempo después que volvió a poner un pie en el campo santo, cuando el dolor dejó de ser tan intenso y decidió comenzar a ir cada 2 de noviembre, con sus hijos menores.

Después de contar la experiencia de su papá la voz de Javier se escucha menos afectada por las emociones, dado que comenta que para él no significó nada el visitar el sepulcro de su hermano durante años, ya que nunca lo conoció. De hecho, se puede decir que durante su infancia, el día de muertos fue para él una fecha intrascendente a nivel emocional.

Una fecha que adquiere un nuevo significado con el paso del tiempo

Al cuestionarle si cree que el día de muertos adquiere un sentido diferente cuando se experimenta la muerte de un familiar cercano, Javier dice que sí: “Ahora entiendo qué significa la luz, prender una vela”. Esto representa un cambio respecto a la concepción que tenía de niño, cuando ni siquiera entendía para quien eran las veladoras que encendía su abuelo.

Y es que para él, incluso el propio sentido de la muerte cambia cuando se pierde a un ser querido. “Cuando falleció mi sobrina Tania, desde ahí cambió mi significado de la muerte […] se siente feo porque era mi sobrinita, y yo veía a mi hermano sufrir, es horrible”. Mientras cuenta esto deja a un lado lo que estaba comiendo unos segundos atrás y al terminar de recordar esto, se toma un momento antes de continuar conversando. Se trata de un tema del que no suele hablar mucho y del que se siente incómodo hablando.

Javier sigue la plática enumerando otras pérdidas que marcaron su vida con la misma intensidad, las de su padre y dos de sus primos: Omar e Israel. El fallecimiento de este último lo marcó de manera especial porque estuvo en el accidente automovilístico en que éste perdió la vida. Él mismo estuvo a punto de morir. “Sentí mucha tranquilidad”, dice al rememorar lo que sintió en esos momentos. Se trata de un episodio que también contribuyó a cambiar su pensamiento acerca de la muerte, sobre todo porque recuerda que tras el accidente tardó algún tiempo en dejar de sentir miedo a dejar sola a su entonces única hija. Para él, lo más atemorizante de morir es dejar solas a las personas que amas.

En la actualidad dedica su ofrenda a estos seres queridos que le hicieron ver el final de la vida de otro modo: Eusebio (su papá), Tania, Omar e Israel.

Una tradición que se transforma con las nuevas generaciones

Cuando se le interroga acerca del por qué no permitió que sus hijas pudieran disfrutar del día de muertos como él lo hizo siendo pequeño, en un primer momento niega el haberles impedido salir a pedir calaverita, incluso bromea con su esposa -quien se encuentra presente al momento de la entrevista-, preguntándole por qué nunca las sacó a pedir dulces.

Ambos se ríen un rato de la broma, antes de que Javier logre recordar la razón por la cual ellas nunca salieron a la calle como los demás niños: algunos años atrás la familia acostumbraba celebrar el cumpleaños de tres de sus miembros, justo en esos días. Sus sobrinos Marisol e Iván, así como su padre Eusebio, nacieron un 29 de octubre, por lo que se convirtió en una tradición familiar el festejarlos en día de muertos. Los niños organizaban una casa del terror y hacían a los adultos entrar.

Para él, el hecho de que la celebración de día de muertos haya tomado ese matiz por algún tiempo, no es algo triste. Al respecto dice:

“Somos de la gente que sí creemos, pero no pensamos: Si no lo hago, me siento mal (refiriéndose al poner la ofrenda e ir al panteón)”

No obstante, ahora que ha muerto su papá y se ha retomado la costumbre de poner una ofrenda y que cada año la familia va a dejarle flores al cementerio, acepta que es una tradición que le gustaría que sus hijas continuaran cuando él muera.

Su tono de voz baja al expresar este deseo, parece entristecerse al pensar en su propia muerte. Sin embargo, pocos segundos después alza la voz súbitamente, al arrepentirse de externar un anhelo que quizás puede hacer a sus hijas sentirse comprometidas a hacer algo, por lo que de inmediato agrega que no le molestaría si no siguen la tradición: “Si dijeran: hoy es día de muertos, pero no tengo ganas de ir (al panteón), no pasa nada […] porque siempre les he dicho: mejor disfrútame ahorita en vida”.

Esto tampoco significa que el crea que el día de muertos no es más que una tradición bonita, sigue opinando que se trata de algo muy valioso. “Tiene un significado importante para los que verdaderamente creemos en la vida y la muerte, y la resurrección”, dice dando por finalizada la entrevista.





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