LA MUERTE POSA DORMIDA

Por Diego Valadez
Ciudad de México (Aunam). Las imágenes tienen la capacidad de narrar el paso de una persona por la vida: sus primeros años, la madurez, el envejecimiento y hasta su último aliento. Sin embargo, también pueden mostrar la situación de un individuo después de morir. La representación visual de la muerte ha estado presente en muchísimas latitudes del globo, siempre en distintas épocas y trabajada con variadas técnicas.

Retrato de Angelito. Ameca, Jalisco. Juan de Dios Machain, finales del siglo XIX

Irene Rodríguez Campos, originaria de El Salto, Durango, aún recuerda cómo su hermano quedó por siempre inmortalizado en papel fotográfico. Era un 3 de octubre de 1957 cuando el más joven de los Rodríguez, Tomás, falleció por causas desconocidas a la corta edad de cinco años.

Inés y Remedios, padres del infante, cumplieron con cada uno de los elementos tradicionales de las ceremonias fúnebres de su pueblo, entre las cuales se encontraba una antigua y curiosa práctica: fotografiar al difunto en ropas de gala sobre su lecho de muerte.

“Mi papá, mi hermana y yo trajimos un fotógrafo del centro del pueblo para retratar a Tomasito, se veía muy bonito, como si estuviera dormidito y no tardara en despertar. Mucha gente por allá lo hacía, no lo veíamos raro. Casi no nos tomábamos fotos, no nos alcanzaba el dinero, pero cualquier fiesta o velorio era excusa para retratarnos y tener algún recuerdito de ese día”, explicó la señora Irene mientras pasaba las gruesas páginas de su álbum familiar, en busca de la prueba a su argumento.

Tras una hoja de plástico transparente aparece ante los ojos de Irene Rodríguez un rectángulo de cartón de 13 por 8.5 centímetros. La extrae de su protección y observa durante al menos diez segundos aquella imagen en sepia que sostiene entre su pulgar e índice derechos.

Un pequeño vestido de blanco, con los ojos cerrados, y rodeado de rosas y de sus familiares más cercanos pasaría a formar parte de los escasos retratos post mortem capturados en la segunda mitad del siglo XX, cuando esta tradición había sido digerida y borrada en gran parte del país y del mundo occidental.

El México de los siglos XIX y XX, entre enfrentamientos armados y repentinos cambios políticos, fue hogar de esta práctica funeraria, una de las más distintivas de los primeros años de la fotografía.

Los retratos mortuorios, mejor conocidos como fotografía post mortem, consisten en imágenes tomadas entre 1840 y 1960 que muestran individuos sin vida. A diferencia de la foto de nota roja, ésta es encargada por los familiares del muerto o alguna autoridad que desea guardar el suceso como evidencia; además, en la mayoría de los casos, pretende simular que el modelo sigue con vida.

Con orígenes en Francia, la fotografía mortuoria ganó popularidad en Gran Bretaña durante el gobierno de la reina Victoria, quien incluso dormía junto a la imagen de Albert de Sajonia, su fallecido esposo. Sin embargo, su fama en las Islas británicas no impidió que se desarrollara al otro lado del Atlántico en países como Estados Unidos, Colombia, Perú, Brasil, Argentina y México.

Retrato post mortem de niña con su padre. Romualdo García, Guanajuato, c. 1905-1910

Memento mori: de la pintura a la fotografía

-Señora Mills ¿Tiene usted idea de qué pueda ser esto?

-Es un álbum de fotografías, señora.

-No, pero mire, están todos dormidos.

-No están dormidos, están muertos. Es el libro de la muerte. En el siglo pasado solían tomar fotografías a los muertos con la esperanza de que sus almas continuaran viviendo a través de los retratos, expresó Bertha Mills a su jefa Grace Stewart, protagonista del filme de Alejandro Amenábar The Others (2001), después de que encontrara en 1945 un antiguo álbum de cuero y bisagras doradas en su mansión en la Isla de Jersey.

El acto de morir en las artes visuales proviene de las antiguas civilizaciones, por ejemplo los murales de las tumbas reales egipcias; no obstante, a partir del alta Edad Media toma la forma presente en la fotografía del siglo XIX.

La fragilidad de la vida humana, la banalidad de los bienes materiales, y la universalidad de la muerte fueron temas tratados de forma recurrente desde la Edad Media en las manifestaciones artísticas, siempre bajo la siguiente frase en latín: Memento mori, que traducida al castellano significaría “recuerda que eres mortal”.

Entre los artistas medievales, renacentistas y barrocos las figuras de cuerpos en descomposición, esqueletos, o cráneos en obras pictóricas apelaban a ser un recordatorio de lo efímero de la vida y que, en consecuencia, todos moriremos sin excepción.

Las expresiones de la muerte en Europa se remontan al siglo XII, marcado por la aparición del arte gótico, la construcción de las grandes edificaciones religiosas, y, por consiguiente, de las adornadas tumbas en su interior. Esculturas que representan a la persona contenida en el sepulcro eran talladas para fungir como lápida. La nobleza, el alto clero y algunos santos fueron los que encontraron en aquellos edificios su última morada.

En los siglos XVII y XVIII en las potencias del Viejo mundo, así como en sus colonias americanas, la tradición medieval de las tumbas pasa a ser ejecutada por maestros del óleo y el pincel. Familias acaudaladas y asociaciones religiosas solicitaban el último retrato de los individuos que morían para poner en alto el poder económico del grupo, pero sin dejar de aludir al lema latino.

Los niños y las religiosas fueron los personajes constantes en este tipo de pinturas, su cercanía a Dios y su fragilidad los convertían en símbolos de pureza y santidad. Los niños, los predilectos en esta práctica, eran representados entre flores o elementos rituales cristianos (crucifijos u hojas de palma) de cuatro maneras: como entes celestiales (ángeles, santos o vírgenes), como lo que jamás llegarían a ser en su vida adulta (sacerdotes, damas o caballeros de sociedad), como si estuvieran vivos, o como almas llegando al paraíso.

Con la llegada del romanticismo y la fotografía, el memento mori cambiaría de dirección. La fotografía post mortem o mortuoria tiene sus inicios en 1839 en París, a pocos meses de que Louis Jacques Daguerre vendiera su patente –el daguerrotipo– al gobierno francés y comenzara la expansión de la técnica por el resto del continente.

En un principio tomarse una fotografía resultaba muy costoso y sólo individuos pudientes podían pagar dicha práctica. Aunque, en años posteriores disminuiría su precio: el incremento de fotógrafos en 1840 y la introducción de materiales más baratos como el cristal (ambrotipo) en 1850 o el papel (carte de visite) en 1860 permitió que las clases medias y bajas lograran –al menos una vez– tener un retrato.

Los ideales liberales e individuales, y el culto a la muerte del movimiento romántico propiciaron a una nueva concepción del fin de la vida. Los ritos fúnebres ya no eran sólo un acto religioso para olvidar los objetos materiales o aceptar lo inevitable del dejar de existir, sino también una forma de recordar los mejores momentos con el fallecido y jamás olvidar el afecto que le tenían, aspecto fundamental en la intención de los retratos mortuorios decimonónicos.

Sin embargo, este tipo de retratos no respondían únicamente a intereses familiares y sentimentales. En otras circunstancias autoridades gubernamentales y policiales pedían que un fotógrafo capturara la evidencia de que cierto personaje indeseable había muerto.

Las imágenes de ladrones o enemigos políticos en sus ataúdes fueron populares a finales del siglo XIX y principios del XX. Circulaban entre la población para legitimar las acciones en las que incurría gobierno para velar por la “seguridad” de sus ciudadanos, como sucedió en los Estados Unidos en 1882 con la ejecución del bandido Jesse James, o en México con Maximiliano de Habsburgo en 1865 y Emiliano Zapata en 1919.

¡Retratamos damas, caballeros, niños, familias… y cadáveres!

Retrato de Tomás. El Salto, Durango. Anónimo, 1957

El Monitor Republicano –diario mexicano de política, artes, ciencia y anuncios– publicó el 22 de septiembre de 1855 en su sección de avisos el siguiente comunicado de un estudio fotográfico localizado en el número 2 de la calle de Plateros (hoy Avenida Francisco I. Madero):

“Los retratos de muertos, enfermos o de las personas que no se quieran molestar, iremos a su domicilio mediante un aumento en el precio, el cual será amablemente fijado.”

La fotografía post mortem en México aparece poco después de que el grabadista francés Jean Prelier Dudoille trajera el daguerrotipo al puerto de Veracruz en diciembre de 1839. Numerosos daguerrotipistas extranjeros cruzaron el océano para exponer la nueva tecnología a los países no industrializados y ganar un poco de dinero retratando hacendados y políticos adinerados de todos los puntos del país. Visitaban domicilios o convertían cuartos de hotel y casas de huéspedes en estudios improvisados, y a los pocos días o semanas partían a una nueva ciudad.

Los daguerrotipos con imágenes mortuorias eran un lujo y fueron adquiridos en sus inicios por clases acomodadas de la Ciudad de México. El precio era muy elevado debido a los materiales como la placa de cobre plateado, donde estaría impresa la foto, y las sustancias químicas para prepararla.

Su composición resultaba peculiar al contrastar los rasgos de los retratos funerarios barrocos con las intenciones románticas de los familiares. Flores como azucenas, rosas, nube o nardos cubrían al pequeño –vestido por sus padrinos–en su ataúd, cama, silla, mesa o carriola para aparentar que tomaba una siesta en compañía de sus seres queridos a la hora de tomar la fotografía.

Julia Santa Cruz Vargas, antropóloga e investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), señala que los infantes ataviados como santos, autoridades eclesiásticas, o al menos con un ropón blanco, eran mandados a fotografiar por sus padres en señal de despedida y de consuelo al reconocer lo dichosos que fueron al aportar un ángel más al cielo. En consecuencia, a esta conjunción se le conoció popularmente como retratos de angelitos y continuó hasta 1880 en la capital mexicana y 1960 en pueblos y villas en desarrollo.

Para las década de 1850, la apertura de comercios en la Ciudad de México dedicados a vender equipo fotográfico dio inicio a la profesionalización de fotógrafos mexicanos en la capital y en el resto de las ciudades económicamente más importantes. Fundaron estudios fijos en el corazón de las poblaciones y anunciaban sus negocios en la sección de avisos de los periódicos

Claudia Negrete Álvarez, fotógrafa y doctora en Historia del arte por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), explica que la fotografía post mortem mexicana tiene en realidad su auge y continuidad fuera de la Ciudad de México, ya que para la década de 1880 desaparecen los anuncios de retrato de cadáveres de los periódicos y con ellos su ejercicio en la urbe.

La popularidad del establecimiento de estudios en las capitales estatales y cabeceras municipales, así como con la introducción de la carte de visite en 1860 permitieron que, por un precio poco más accesible que el daguerrotipo o ambrotipo, los campesinos tomaran ventaja de sus eventos más importantes como bautizos, bodas y funerales para solicitar una fotografía.

Romualdo García Torres, fotógrafo nacido en Silao (Guanajuato) en 1852, creó su estudio a finales del siglo XIX en Cantarranas 34, en el centro de la capital de su estado. Bebés muertos en brazos de sus padres, o descansando en pedestales o ataúdes serían las tomas que le valdrían a García el título de “el fotógrafo de la muerte”. A diferencia de otros retratistas mortuorios, Romualdo García realizó sus imágenes en su local sobre la calle Cantarranas, el cual sufrió la pérdida de su material decimonónico en la gran inundación de 1905.

En otros puntos del territorio mexicano surgieron otros “fotógrafos de la muerte” en casi el mismo espacio temporal que García Torres. Juan de Dios Machain en Ameca (Jalisco), Pedro Guerra en Mérida (Yucatán), de forma poco más tardía Rutilo Patino en Jaral del Progreso (Guanajuato), y otros más desconocidos encerraron en papel, además del alma de sus modelos antes de llevarlos a formar parte de la tierra, los ritos funerarios de las zonas rurales de sus respectivas regiones.

Santa Cruz menciona que la preparación de un cadáver antes de tomar el retrato en ambientes rurales requería hasta dos días. Avisar a los familiares, seleccionar los elementos con los que será el angelito inmortalizado y enterrado, y esperar la llegada del fotógrafo era el proceso de un funeral en el siglo XIX y la primera mitad del siguiente, que, al igual que la foto, tenía lugar en el patio o alguna habitación de la casa.

El fin de una tradición

“¡Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo! Mi papá quiere que usted retrate a mi hermanita que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla”, relata el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros esta anécdota en sus memorias tituladas Me llamaban el Coronelazo. Siqueiros fue tomado por fotógrafo en alguna villa del sur del México y a raíz del enredo realizó en 1931 su obra Retrato de niña viva y niña muerta.

La fotografía post mortem mexicana tuvo una vida larga si se le compara con los casos de Reino Unido y Francia, donde en 1910 la práctica ya era cosa del pasado. En 1880 desaparece del estilo de vida capitalino, mientras que en el resto de los estados no pasó a mejor vida hasta los primeros años de la década de 1960, cuando la esperanza de vida de 26 años durante el siglo XIX pasa a ubicarse entre los 50 y 60 años de edad.

Retrato post mortem de Emiliano Zapata. Cuautla, Morelos, 1919

Luis Ramírez Sevilla, especialista en estudios rurales del Colegio de Michoacán (COLMICH), indica que la fotografía post mortem es arrancada de las poblaciones campesinas en el México posrevolucionario por dos personajes: los sacerdotes y “agentes modernizadores” como profesores, médicos o cualquier otra autoridad sanitaria.

El académico michoacano plantea que, a pesar de que los retratos mortuorios nacen de una perspectiva cristiana de lo inevitable que es la muerte, hay puntos e intenciones de la fotografía que pudieran transgredir algunos preceptos religiosos: el alma sólo puede estar en el cielo y no en una imagen, y el poder del pastor de eliminar las prácticas que crea inapropiadas ante los ojos de Dios.

Sobre esta misma línea, Ramírez expone que las campañas de alfabetización y servicios médicos realizadas en diferentes momentos del siglo XX interfirieron en las costumbres funerarias por medio de sus discursos “modernizadores”. El rechazo hacía todo aquello que pareciera “incivilizado” y rudimentario era parte de los ideales de progreso que pretendían sacar del “fanatismo” a los pueblos no urbanizados.

La muerte privada

Macabro es la palabra con la que muchas personas en el siglo XXI podrían designar a la fotografía post mortem. Páginas en redes sociales y videos en YouTube dedicados al horror utilizan títulos como “20 inquietantes fotos de la época victoriana que provocan escalofríos”, “10 fotos post-mortem escalofriantes”, o “14 escalofriantes retratos vitorianos que no te dejaran dormir” tienden al sensacionalismo y aportan falsa o poca información al curioso.

El sociólogo británico Geoffrey Gorer estipula en su artículo de 1955 The Pornography of Death que la muerte es tratada en el siglo XX como los victorianos hablaban de sexo. El tema era tabú y recurrían a eufemismos o al completo silencio para hablar de un evento, que según ellos, debía quedarse siempre detrás de la puerta, donde nadie lo supiera.

Morir es visto en culturas occidentales y occidentalizadas desde el siglo pasado como un acto privado del que es difícil hablar, y mucho menos conmemorar. En México, a pesar de tener dos días en el que recordamos a los que se fueron, la apertura al tema que imperaba en el siglo XIX no tiene probabilidades de resurgir.




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