LA CONGLOMERADA CARPA DE SANTO DOMINGO

Por Michell Fernanda Mendoza Arteaga
Ciudad de México (Aunam). El contraste era nítido ante la mirada del espectador recién llegado del metro. Las pirámides mesoamericanas de tela color café y la catedral metropolitana, hacían referencia al encuentro de dos culturas que conformaron el inicio de la historia mexicana, pero que ahora resguardaban la apertura con el mundo.


El sol había llegado a su cúspide y mientras el viento ondeaba con firmeza a la bandera tricolor que caracteriza al zócalo capitalino, el olor atípico de carne mezclada con especias, pasteles de chocolate y pastas en jitomate con nombres desconocidos, seducía la curiosidad de los caminantes para adentrarse por la calle de República de Brasil hasta a la plaza de Santo Domingo. Conforme el camino se acortaba, la mayoría de la gente sostenía un vaso de agua azul turquesa y comida fuera de lo común en mano. El misterio estaba por descubrirse.

La sección de comida de la cuarta edición de la Feria Internacional de las Culturas Amigas no evocaba a ningún momento histórico mexicano como lo hacía el diseño de su contraparte en la Plaza de la Constitución que el gobierno de la Ciudad de México había seleccionado a través de una convocatoria desde diciembre del año pasado. Ni tampoco era espaciosa pese a que más de 60 cubículos en hileras rectangulares fueron utilizados para mostrar los platillos típicos de cada país a fin de despertar el hambre de los posibles consumidores.

En su lugar, había una carpa blanca decorada con telas rojas, azules, verdes y moradas colocadas en el techo que albergaba a más de 700 personas con dos accesos para salir y de poca ventilación a pesar de que las orillas estaban delimitadas con rejas.

Pero el diseño del pabellón no era impedimento para los transeúntes, pues las familias aventuraban a sus hijos pequeños a caminar por las aglomeraciones que formaban barreras casi impenetrables en los pasillos. Entre esas paredes de gente, la voz de una madre que llevaba a su bebé en carriola podía escucharse entre la multitud:

-“Con permiso, por favor. Traigo a mi bebé”

Todo ello ante la mirada molesta de quienes golpeaba el transporte del infante al caminar, sin embargo, el ambiente curioso que levantaba el aroma de la multiculturalidad suscitada en la plaza, no permitía conflicto alguno.

Las charolas de comida dulce y salada de cada país no eran indiferentes a la mirada de los caminantes. El pastel de chocolate suizo, la lasagna de Italia, la créme brulé francesa y el colorido sushi relleno de queso philadelphia y vegetales de Japón eran los más solicitados por los mexicanos. Por el contrario, las hamburguesas y hot-dogs estadounidenses pasaban inadvertidos o a último plano.

La invitación que uno de los chefs preparadores de pizza italiana hacia los visitantes, se escuchaba en el interior de lugar. Su corteza era gruesa bañada con cubierta de salsa de jitomate, queso fundido y pimientos verdes que cubrían la superficie de las rebanadas, cambiaban el aspecto del alimento preparado en México.

Otra de las comidas más solicitadas eran las brochetas jamaiquinas conformadas por tiras de carne de res, pollo, pimiento verde, amarillo y rojo y una salsa dulce parecida a la barbiquiu colocada al gusto del comprador. Todo ello era puesto en el asador y servido en un plato con arroz blanco por una mujer de ropaje holgado color azul y cabello cubierto por un paliacate del mismo color.

A medida de que el número de personas incrementaba, los vendedores preparaban con rapidez los alimentos extranjeros de los clientes, pese a que la mayoría eran realizados por manos mexicanas. De acuerdo con 20 entrevistas realizadas en los estantes europeos y africanos, sólo una o dos personas vienen de los países a los que representan en la feria.

Las parejas compraban un plato de gran tamaño relleno de comida y se retiraban a las bancas de la plaza contigua para alejarse del caos que se suscitaba en el interior de la carpa. Desde ahí se veía el andar del metrobús y el espacio donde se exhibe la muestra de la Santa inquisición. El techo que cubría las mesas de madera, en ocasiones era traspasado por los rayos del astro rey que no daban tregua. En el ambiente podía escucharse por parte de los amorosos:

-¿Quieres más mi vida?

-No, ya no. Gracias cariño.

La plaza no tuvo ese aspecto desde siempre, pues anteriormente la fuente ubicada en el centro tenía por figura principal a un águila de piedra pero fue hasta el porfiriato que se le dedicó dicho espacio a Josefa Ortiz de Domínguez que, ante la mirada de su estatua, los numerosos comensales se alimentaban las orillas del agua cristalina.

-“Aquí hay más gente pa’ que vea, papá. Siéntese aquí, iré por comida” comentó una mujer llena de tatuajes en el rostro y cuello de vestido negro que acompañaba de su padre hasta la delimitación de la fuente.

El piso de piedra gris fue tomado como una opción para las manadas de amigos que deseaban alimentarse y conversar sin ser obstáculo para los demás, aunque la plaza estuviese casi al borde de la nula circulación. Algunos tomaban asiento en pequeños círculos mientras que otros veían la oportunidad perfecta para acostarse. El calor de la carpa era cada vez más sofocante.

“La cantidad de gente que hay en la feria es un reflejo del interés que despierta en la población de la CDMX al acercarse y asimilar otras culturas y es por la misma razón que el evento ya rebasó la capacidad del espacio que ocupa. Hay problemas de aglomeración muy cabrones gracias a los escasos accesos y salidas con los cuales cuenta dicho espacio” comentó Adrian Sánchez, comensal de la feria desde hace tres años.


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