UNA MADRUGADA SIN RESPIRAR

Por Adai Georgina Núñez Flores
Ciudad de México (Aunam). Estoy en la sala de Psicología de la Agencia Investigadora del Ministerio Público número tres, Venustiano Carranza. Son las cuatro de la mañana. Llevo veinticuatro horas sin dormir, doce sin comer y tiemblo de miedo. De nuevo doy la última descripción de los hechos y del hombre que hace unas horas me agredió.


Un día antes, vivía la rutina de todos los días: despertar a las cinco de la mañana, ir a la universidad, tomar las clases correspondientes a mi carrera (Ciencias de la Comunicación) de siete a una de la tarde y hacer las actividades socialmente aceptadas. Esta vez debía acudir al museo de Bellas Artes a una exposición, pero nos negaron la entrada gratuita por no haber resellado nuestras credenciales. Mi pareja Felipe Aguirre y yo decidimos ir a comer a casa de su abuela, quien vive en la colonia Las Américas en el municipio de Naucalpan de Juárez.

“¡Yo no vi nada!”

Estuve ahí aproximadamente hasta las seis y media de la tarde. Después abordé el camión Flecha Roja “Toluca por pista”, que hace una parada en la colonia La Venta a diez minutos de mi casa. A las siete con quince minutos caminaba hacia mi domicilio. Iba un poco distraída, pero contenta pues en dos días saldría de práctica escolar, cuando un sujeto me sorprendió por la espalda, metió su mano por debajo de mi falda e hizo un movimiento brusco de adelante hacia atrás con violencia sobre mis genitales.

Volteo sorprendida y quise sujetarlo, pero él echo a correr en dirección contraria. Mientras intentaba alcanzarlo, el sujeto se reía con burla. Le grité a la gente que me ayudara. Una señora, aproximadamente de 60 años, solo vio cómo pasábamos y me gritó “¡Yo no vi nada!”. Seguí corriendo detrás de él y la gente no reaccionó. Al llegar a la carretera México-Toluca lo perdí de vista.

En ese momento quería morir, desaparecer, esfumar mi vida en un instante. Volteé y había dos señores, uno de ellos con una barra, quizá instrumento de herrería; me dijeron que no lo encontraría y regresaron a su trabajo.

Al no tener celular les pedí a dos personas que pasaban si me permitían marcar a mis padres desde su teléfono; me lo negaron y tuve que ir a buscar uno público. Marqué a mi casa, mi hermano contestó y me solté a llorar. No sabía cómo decirle a mi familia lo que me había ocurrido, a decir verdad lo dudé un poco, pero al final tomé valor: “Moi, un hombre me agredió. Estoy en La Venta, háblale a papá”.

Regresé al lugar en donde dejé de ver a mi atacante. Diez minutos pasaron y mi padre y mi hermano por fin estaban conmigo. Seguí desahogando mi coraje en llanto, la gente solo nos veía, mostrando indiferencia con su silencio. Ubicamos unas cámaras privadas de unos departamentos, mi papá preguntó si las podíamos revisar y nos dijeron que sí, pero hasta el siguiente día. Acudimos a un módulo de policías que nos dieron un recorrido por la colonia para ver si encontraba al agresor. Evidentemente no lo hayamos así que nos mandaron a las oficinas de la delegación y de ahí a la Agencia Especializada en Delitos Sexuales FDS-1 ubicada en calle Amberes número 54, a cuarenta minutos de mi domicilio.

“No es como sale en las películas gringas niña”

Me pasaron a un cubículo con puertas de vidrio y describí lo que me había ocurrido. Inmediatamente la persona que me atendía comentó que al ser un abuso sexual de menor grado, el hombre que me agredió no sería llevado a la cárcel; en caso de que lo encontraran sólo se le mandaría llamar cada quince días y realizaría trabajo comunitario. Decidí seguir con la denuncia.

La mujer que me atendía describió el proceso de la denuncia, que podía durar hasta 12 horas, conformado por cuatro partes: la descripción de los hechos, una entrevista con un policía investigador, la médica y por último la psicológica. La primera parte duró tres horas. Me hicieron pasar con el abogado Fredi Martínez Juárez para rectificar mi declaración, que hizo algunas correcciones gramaticales y envió el escrito de mi denuncia.

La segunda parte del proceso fue pasar con un policía de investigación. En ese momento, no había uno en la agencia por lo que tuve que esperarlo durante ochenta minutos. A las tres de la madrugada comenzó la entrevista con el policía de apellido “Zavala”, le platiqué lo que me había ocurrido, rápidamente buscó en su computadora el lugar exacto de la agresión y empezó a explicarme.

“Mira… yo no estoy aquí para darte esperanzas, sino para hablarte con la verdad, es decir, mostrarte lo cruel que puede ser México. Te lo explicaré brevemente porque tanto tú como yo estamos muy cansados. En primer lugar, a nosotros no nos dan presupuesto para ir a investigar hasta donde tu vives y mucho menos porque es un delito de menor grado; es muy difícil identificarlos pues muchas veces las cámaras que pone el gobierno no sirven”.

Le comenté que mi papá y yo habíamos localizado unas cámaras privadas que seguramente captaron su rostro. El policía contestó que aún teniendo su rostro en video era difícil identificarlo. “No es como sale en las películas gringas niña”, dijo en forma de burla. Siguió “explicándome” que realmente lo que necesitaban era un video que captara el momento exacto de la agresión.

“Si no contestas bien y no tienes pruebas será peor para ti”

En ese momento mis esperanzas se esfumaron y levanté la voz. “¿Acaso no me creen?”, contuve el llanto, “sí niña, si no te creyéramos nuestras preguntas serían agresivas, te intimidaríamos, pero necesitamos pruebas del momento porque ahorita estamos tranquilos, pero delante del juez es otra cosa. Él te hará preguntas estratégicas y si no contestas bien y no tienes pruebas será peor para ti. Ahora que si lo que quieres es hacer justicia, dímelo, y yo busco a ese cabrón y le rompo toda su puta madre. Te entiendo, yo tengo dos hijas y no me gustaría que estuvieran en tu situación.”

“Te entiendo”, dijo. La verdad es que no me entendía. Le contesté que no era eso lo que buscaba y le expliqué que estaba ahí no por mí, sino por las demás mujeres, para evitar que ese tipo de hombres, los que se creen que pueden hacer con nuestros cuerpos lo que quieran, cuando quieran y sin ninguna consecuencia, siguiera en las calles. Finalmente le dije al policía que yo seguiría con mi denuncia hasta encontrar a mi agresor sin importar todas las trabas que me pusieran.

Me negué a la asistencia médica pues no había sufrido heridas físicas y al no contar en ese momento con el psicólogo, me mandaron a la Agencia número tres, ubicada en la delegación Venustiano Carranza para concluir el proceso.

Después de media hora de camino, aguardé otro rato mientras la psicóloga despertaba. Al pasar me explicó las reglas: “mi nombre es tal, al aceptar esta entrevista estás de acuerdo en que puede durar de dos a cinco horas, depende de ti y tu situación; todos los datos que proporciones aquí pasarán de lo privado a lo público; esta entrevista consiste en un examen psicomotriz, la descripción de toda tu vida, es decir, tu niñez, adolescencia y tu vida actual, tu familia y cómo te relacionas con ella, tu estado sentimental, y finalmente me contaras los hechos del abuso sexual y cómo te sientes al respecto, ¿lista?”.

La entrevista duró dos horas y media. Salí de la Agencia a las seis y media de la mañana. El frío de la madrugada golpeaba mi rostro. Nos dirigimos a mi casa con el ánimo por los suelos, el espíritu cansado y el corazón sin respirar.

[Imagen: Diego Contreras]

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