BONETEROS: ENTRE CURIOSIDAD Y MISTERIO

Por Gloria Chavely Toraya Pita
Coatepec, Veracruz (Aunam). Me encontraba a kilómetros de casa e imaginé que saldría del hotel con mis amigos a recorrer las calles de Coatepec en busca de algún café o una cerveza fría. Ese era el plan, sin embargo, cuando nos preparábamos para salir nuestro profesor, Héctor Quintanar, nos invitó al carnaval de Tuzamapan.


Para mí sería la primera vez que presenciaría una festividad de ese tipo. Mis amigos sin pensarlo aceptaron el cambio de planes y en media hora estábamos fuera del hotel rumbo a esa localidad situada dentro del municipio de Coatepec, en Veracruz.

“No es un carnaval cualquiera. Aquí los hombres se disfrazan de boneteros y escriben en sus machetes cumplidos para las mujeres y se los muestran. No, no piensen que es lindo, ya lo verán”, dijo con malicia, Adolfo, hermano del profesor titular. Tras su descripción aumentó en nosotros la curiosidad ¿Cómo eran? ¿Qué hacían? ¿Qué dirán sus machetes?

Al bajar del autobús se percibía un ambiente de fiesta: las casas tenían abiertas sus puertas, los vecinos colocaban sillas de plástico para ver pasar el carnaval, las bocinas sonaban, canciones fiesteras se escuchaban desde las azoteas y las calles tenían adornos de fiesta. Todo iba bien hasta que de pronto vimos un conjunto de chicos disfrazados, ¡eran horribles!

Estaban caracterizados de payasos, mujeres con grandes senos y traseros voluminosos, militares, máscaras terroríficas. Bailaban de manera torpe, nos saludaban y emitían risas o chillidos siniestros.


Tras este breve encuentro sentí latir con fuerza mi corazón. Tenía miedo, quería irme, pero a la vez ansiaba ver un poco más. El profesor Quintanar nos explicó que los hombres se disfrazaban de mujeres, monstruos, figuras políticas y actualmente personajes de televisión porque, desde un principio, ellos se caracterizaban para exagerar y desahogar las pasiones reprimidas por la iglesia.

Con el paso de los años el carnaval se fue modificando, a tal grado que se volvió un desfile de personajes que se mofan de todos, bailan, y toman mientras pasan por las calles de Tuzamapan. No obstante, advirtió el profesor, algunos disfrazados hacían travesuras o bromas pesadas las cuales iban desde lanzar espuma hasta tocar a su víctima de manera inapropiada.

Mi rostro denotaba total incomprensión al escuchar la última advertencia. “Si antes me daban miedo, ahora más”, pensé. Pero el interés fue el móvil que me impulsó a mantenerme dentro del grupo para evitar ser víctima de alguna broma pesada. Mis compañeros estaban emocionados, mis amigos fueron por algunas cervezas y yo junto con Diego seguí a los demás.

Tuzamapan fue en sus primeros años de vida una zona de gran actividad económica, donde las haciendas fueron una parte crucial de la localidad. Hoy en día, de ellas sólo quedan las ruinas abandonadas, mismas que aún pueden ser visitadas por los turistas. Sin pensarlo dos veces mis amigos y yo decidimos explorar aquellos vestigios: subimos por unas escaleras destruidas cuya altura era lo suficientemente útil como para apreciar los carros alegóricos que se dirigían a donde nos encontrábamos. Sin darnos cuenta estábamos en el punto de partida del desfile.

Los carros alegóricos exponían diversas temáticas: unos representaban el mar con pequeñas niñas sirena; otros transportaban a la reina del carnaval, la cual portaba con orgullo su vestido y nos saludaba con elegancia. Poco a poco, mi miedo comenzaba a esfumarse y la música empezaba a hacerse cada vez más presente.

De un momento a otro comencé a bailar y junto con mis amigos nos acercamos a danzar con los hombres disfrazados. “De cerca y bailando se ven menos espantosos”, pensé. El desfile inició y los coches comenzaron a cruzar por la puerta principal, nosotros los seguimos bailando y a la altura del kiosco nos encontramos con nuestro grupo, que ya estaña enfiestado y con cervezas en mano.

Nos juntamos y miramos pasar los contingentes: primero aparecieron unas niñas con playeras de colores y aros, después la banda de guerra de la escuela primera seguida por carros de niñas que fueron nominadas a princesas, así como la reina del carnaval y los famosos boneteros, mismo que se convirtieron en el foco de atención.


Los boneteros son hombres vestidos de traje con listones y máscaras decoradas con el color de sus listones de papel china. No cabía duda: eran ellos los reyes del carnaval.

Amablemente posaban o se tomaban fotos con nosotros. Algunos nos sacaban a bailar y otros tantos no abandonaron su porte orgulloso. Los carros continuaron atrayendo la atención de los presentes con pequeños regalos como dulces, botellas, licor de caña, cervezas, juguetes, flores, pelotas, etcétera. Todos nos mirábamos felices, disfrutábamos tanto ser parte de algo.

Cuando parecía que el desfile llegaba a su fin, entre mis compañeros y yo conformamos un contingente de un muy buen tamaño para que lográramos introducirnos entre dos carros alegóricos, de tal manera que entre uno y otro grito de “¡goya!” nos dimos a conocer como el grupo de estudiantes de la UNAM que participaba en el carnaval. Al ritmo de la música saludábamos y regalábamos todo lo que nos habíamos ganado, pelotas, antifaces, dulces. Nosotros también éramos parte de la celebración y la gente aplaudía con sorpresa.

Al llegar poco a poco a nuestro destino nos despedimos de quienes aún estaban disfrazados. Tras unas fotos volvimos cansados, pero felices a nuestro autobús. La fiesta había terminado, sin embargo el carnaval vivía en nuestro corazón. Una festividad poco conocida en México y tan rica como cualquier otro carnaval popular donde el folklor y la unión hacen de una fiesta un goce único, capaz de sembrar alegría en el corazón de cualquier espectador.

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