POR ESTAS MANZANAS...

Por Gloria Chavely Toraya Pita
Zacatlán, Puebla (Aunam). “¡Despierten jóvenes! Ya hemos llegado”, exclamó mi profesor de Investigación. Algunos iban dormidos, otros estaban por adentrarse en su mundo de sueños, pero pocos éramos los que mirábamos asombrados la niebla que cubría por completo los cerros y parte de la carretera; era tan blanca y espesa que se podía creer que estábamos rumbo a un destino fantasma.


Me encontraba a dos horas y media de Puebla de Zaragoza. Había escuchado de este destino en numerosas ocasiones y la curiosidad cultivada en mí se transformó rápidamente en completa emoción. Tenía deseos inmensos de bajar cuanto antes del camión y recorrer el pueblo por completo. Zacatlán de las Manzanas –denominado Pueblo Mágico por la Secretaría de Turismo de México–se incluía a partir de ese momento en la lista de los lugares donde amaría la vida.

El cielo nublado anunciaba que pronto llovería y el frío rompía por completo la magia del clima templado de Puebla. Estábamos a 14°, pero podría jurar que en ese momento se sentía a menos 2°. Algunas chicas esperaban un clima caluroso por lo que portaban, arrepentidas, sus shorts y vestidos pequeños. La más grande sorpresa del viaje acababa por comenzar.

Horas antes estuve a punto de ser una más de ellas, pero mi sexto sentido me convenció de llevar pantalón. El frío no me afectaba al igual que ellas, sin embargo en ese momento añoraba tanto una chamarra y un chocolate caliente. Las personas del lugar vestían con ropa abrigadora y nos miraban llenos de curiosidad; en poco tiempo se acercaron a nosotros un conjunto de vendedoras de panes, empanadas y hojaldre de manzana elaboradas por ellas. Las mujeres, de una edad avanzada, nos saludaban contentas y nos mostraban sus productos.

Sus canastas quedaron casi vacías. No habíamos desayunado nada y el aroma de pan caliente despertó de inmediato nuestra hambre voraz. El pan era suave y con dulzor perfecto; los hojaldres de manzana fueron declarados en ese momento patrimonio de la humanidad, pues todo el grupo comentaba su delicioso sabor. Nadie podía creer que dentro de cada hojaldre había una manzana completa. Era algo totalmente nuevo y, por ello, sobrevalorado por foráneos como nosotros.

El reloj floral de la plaza principal marcaba las 12:30 del día. En compañía del grupo, me dirigí al Exconvento Franciscano, el cual tenía a su alrededor numerosos puestos de comida. Abundaban los perros huérfanos y los niños que estaban en los juegos del parque. La construcción católica erigida frente a mí, que conservaba el estilo de una basílica, fue uno de los primeros templos cristianos construidos en América.

Su interior me dejó sorprendida, dado que a diferencia de las iglesias del centro de Puebla, ésta poseía una arquitectura sumamente sencilla. En su interior no abundaba el estilo barroco, todo lo contrario: la iglesia estaba conformada por fuertes de madera, confesionarios, adornos pintados de dorado en vez de oro, y un sencillo altar que contaba con la imagen del santo patrono San Francisco de Asís, la Virgen María y Jesucristo crucificado.


Sus paredes lucían descuidadas, en ellas se apreciaban rastros de pintura que hace algún tiempo fue de color crema. Era un templo incomparable con la parroquia de San Pedro y San Pablo, ubicada a 5 minutos del exconvento, la cual se caracteriza por contar con un estilo barroco sobrio indígena o Tequitqui.

Al salir de ambos templos, nos dividimos en grupos. Daniela y yo decidimos ir a desayunar al mercado. Mientras caminábamos por las calles nos sentíamos sumamente felices. El frio se había vuelto una característica deliciosa del lugar, las casas pintadas de colores y los negocios antiguos le daban un toque tan único que revelaba la magia del pueblo. No quería irme nunca.

El mercado abarcaba una cuadra completa: por fuera se vendían flores y por dentro frutas, verduras, carne fresca y productos de primera necesidad. El área de comida era un mar de olores: el aroma a salsa, caldo, mole y masa se mezclaban en el ambiente de tal manera que era imposible escoger una opción. Al tomar asiento elegí una orden de tlacoyos especiales del menú. Nunca imaginé que esa sería la mejor elección de mi vida: cuatro tlacoyos de frijol bañados en salsa verde con pollo deshebrado, queso, crema y aguacate hicieron de mi estadía en Zacatlán una experiencia gastronómica extraordinaria.

Al salir del mercado nos dirigimos a comprar productos de la región. El refresco de manzana y el rompope de sabores eran de los productos más populares de la zona. Para mi sorpresa había numerosos locales que vendían el refresco oficial de Zacatlán, el cual promocionaban como único en el mundo. Tras probarlo me prometí no volver a tomar refrescos comerciales de manzana, dado que entre ellos no había uno solo que se pudiera comparar con el fantástico Delison.


En el local abundaban también refrescos de moras, durazno, cerveza de manzana, fruta deshidratada, salsas, licores, rompopes, camotes, destapadores, tazas, llaveros, etc. Al salir del lugar todos llevábamos en nuestras manos numerosos productos de la zona. Comprar y consumir en México asegura que el mercado nacional crezca y se extienda de tal manera que nuestros paisanos se y nos beneficien con productos de calidad incomparable.

El tiempo había terminado y debíamos volver. No me retiré de aquel hermoso lugar sin antes prometerme volver para visitar sus calles y conocer con más detenimiento sus atractivos principales: el mirador, el museo del vino, el museo del reloj, entre otros tantos lugares que se ocultan entre la misteriosa neblina.

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