MIENTRAS NOS DURE EL VEINTE: EL ROCK DE LA LITERATURA

Por Ixtlixochitl López
Ciudad de México (Aunam). El juego de luces anuncia el inicio del espectáculo: el morado pinta el escenario mientras algunos focos amarillos destellan de vez en cuando, permitiendo vislumbrar mejor los rostros de los personajes sobre la tarima. La pantalla del fondo se enciende y aparece una serie de imágenes con una fecha: 1973.


Juan Villoro se hace del micrófono y pasa de escritor a frontman. Su voz es el hilo conductor que aumenta o disminuye la gravedad del sonido; es el encargado de contarnos las historias perdidas en ciudades eternas que no duermen nunca; de mentar los lugares que no existen más, pero cuyo eco no ha dejado de sonar en el túnel del tiempo.

Su afición por el rock lo ha llevado a escribir los relatos que inspirarían a Diego Herrera, tecladista de Caifanes, a componer unas cuantas melodías con las que naciera Mientras nos dure el veinte, un espectáculo que se ha presentado a lo largo y ancho del país en ciudades como Tijuana, Mérida, Oaxaca, Pachuca, entre otras.

En cada una de estas presentaciones el proyecto se ha ido nutriendo, integrando textos de diversos autores pertenecientes a distintas regiones del país. La complicidad de la banda se nota en los textos; cada sonido y silencio se suman de mejor manera. La literatura y la música parecen haber alcanzado el mismo grado de sonoridad. El caso más representativo es el de Misa Fronteriza, un texto original de Luis Humberto Crosthwaite que retrata la realidad de los migrantes michoacanos y su relación con la frontera.

De pronto, las carcajadas estallan. Inesperadamente Donald Trump ha irrumpido en la escena con el copete rubio que tanto lo caracteriza. La máscara del magnate güero, ahora presidente, la porta un integrante del staff que entra y sale al momento, pero que da inicio a la misa. El ritmo de la batería ha cambiado, el compás del instrumento ya es distinto, el rock se ha guardado en la maleta, como los sueños de las personas que nacieron al oeste del país y viajan hacia el norte. El silencio del desierto lo sustituye la guitarra y lo ilumina la figura de un ídolo ranchero que se convirtió en mariachi de nombre José Alfredo.


Una ciudad del norte trata de ser explicada de manera precisa y preciosa, un taxista defeño describe a Chicago, Satélite y el Zócalo como sus puntos de comparación, de referencia. La ciudad solitaria sin bullicio ni caminatas domingueras lo hace sentir nostalgia. “¿De Chicago? ¡No! De México” Allá se vive diferente, apenas se sobrevive de la añoranza.

Esta ciudad, con sus calles amplísimas y a veces demasiado estrechas, es la plaza donde la vida de los ricos y los pobres sucede, donde los hijos de buena cuna quieren nuevos horizontes igual que los de la mala. Alfonso André, baterista de Caifanes, aspiraba a tocar, a raspar la realidad. Gracias a los discos de los Sex Pistols quiso convertirse en punk, mando al diablo los cuadernos pautados y las clases de guitarra y se buscó un alias que inspirará una expresión desencajada: “Phonsy Asshole”, el punk del Pedregal.

La capacidad del Villoro para transportarnos de un lugar a otro se completa con la intensidad de estos músicos experimentados. Los asistentes no ponen resistencia, ni siquiera se agarran al asiento para saltar de una ciudad a otra. El asombro sale de sus cuencas para plantarse en el escenario, manotean y muestran los dientes a la menor provocación, sudan sin darse cuenta. Recuerdan la época de los teléfonos de monedas, la dificultad para dejar atrás el tabú de la sexualidad, su primer contacto con la música a través de la radio, la misma que tuvo el autor de estos textos y que lo hizo desear, como a la mayoría, ser una estrella de rock. Lo ha conseguido.

Juan Villoro se encontró temprano con su pasión por las letras, lo que le hizo olvidar sus ganas de ser músico. Sin embargo, su afición por el rock no puedo ser abandonada nunca: la trasmuto en historias y las cuenta ahora, mientras cumple sus sueños detrás de un micrófono y frente a una banda improvisada de rock.

El veinte es parte esencial de cientos de expresiones mexicanas, se usan diariamente sin pensar de donde viene. Su origen se encuentra en las cabinas telefónicas que solían funcionar con una modesta moneda de veinte centavos, una cantidad aparentemente despreciable, pero que a veces puede ser la cantidad necesaria para completar una cifra tal vez perfecta. Estos músicos han usado esa moneda para hablar ante el público y hacer de la letra canción.


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